En medio de una consulta de trabajo con un conocido de Barbastro sale a colación el servicio militar. Él me comenta que fue una de las mejores épocas de su vida y que allí hizo amistades profundas. Yo le digo que no hice ni un solo amigo. «¿Ni uno solo?», pregunta sorprendido, «¡Eso sería porque no querrías!». «No lo sé», contesto seriamente, sabiendo que está pensando que la culpa fue mía, «de hecho he olvidado casi todo lo relativo a aquellos meses, es como un espacio en blanco». Cuando el ciudadano se levanta de la silla y sale de la agencia la cuestión sigue dando vueltas en mi cabeza. En realidad yo tampoco me explico cómo es posible que no hiciese amistades en circunstancias teóricamente tan propicias para ello, porque de hecho debo hacer un gran esfuerzo para recordar dos o tres nombres y sus rostros desdibujados por el tiempo. El paisaje que rodeaba el polvorín que custodiábamos, sin embargo, sí permanece intacto en mi memoria: campos de labranza, sembrados de cereal, pinares de repoblación, colinas bajas y un cielo muy alto y limpio. El primer día que llegué me pareció más una granja que un cuartel. En el centro había una balsa de agua donde abundaban las ranas y las culebras de escalera. En verano, durante las guardias nocturnas, las paredes blancas de la garita, iluminadas potentemente por los focos, atraían a decenas de insectos de especies diferentes: mosquitos, escarabajos, saltamontes, mantis religiosas de aspecto maléfico, mariposas nocturnas de cuerpos de terciopelo.
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