El verano no nos ahorró nada: ni las temperaturas africanas ni los campos amarillos ni los cielos casi blancos. El otoño tampoco nos ahorró nada: no nos ahorró la desaparición del sol a media tarde ni la hojarasca sobre las aceras ni las súbitas ventoleras de oscuros presagios. Nada nos ahorró el invierno: ni las melancólicas luces de Navidad ni los campos helados de escarcha ni el humo de nuestro aliento saliendo de nuestra boca como si fuese el alma escapándose. La primavera ha llegado y desde el primer día, por supuesto, no nos ha ahorrado nada: todo late, todo despierta y dice: «¡Mira, contempla esta resurrección!», mientras nuestro sistema endocrino, un año más viejo que el anterior, boquea tratando de adaptarse a tanta vida, tanta luz, tantas promesas que, sin compasión, se cumplirán.
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