jueves, 21 de abril de 2011

111

Corroboro que mis vínculos con Zaragoza, más allá del hecho de que aquí viven dos de mis hermanos, han desaparecido con el paso del tiempo. Poco a poco, a medida que voy cumpliendo estaciones, aprendo que, a pesar de la importancia que nos podamos conceder, no dejamos rastro en los escenarios de nuestra vida, pues así como nuestras huellas ocultan las de quienes pasaron por allí antes que nosotros, en cuanto nos hemos ido otras huellas nuevas rompen y difuminan las nuestras. Hace algunos años, durante una de nuestras visitas a esta ciudad, quise pasear por el barrio donde vivimos y pude constatarlo una vez más: allí estaba la parada de autobuses urbano a cuyo tráfico y sonido de apertura y cierre de puertas neumáticas llegamos a acostumbrarnos, allí estaba la bodega donde compraba vino y whisky, allí la tienda de chuches, los árboles del paseo Fernando el Católico que veíamos desde nuestras ventanas, la plaza de San Francisco donde tomábamos el vermú cada fin de semana; los lugares permanecían, sí, pero no quedaba nada de nosotros en ellos, y esto era algo que yo podía sentir, con cierta tristeza, en el tuétano de mi imaginación.

Sin comentarios