Por la mañana, mientras atendía a un joven padre recién estrenado, me llamó mi madre para decirme que G. había volcado con su camión pero que no me asustara, que estaba bien, que sólo tenía contusiones. Tras terminar con mi cliente salí al jardín y telefoneé a mi hermana, que ya había llegado al hospital de Estella. Susana estaba serena, tranquila después de haber podido hablar con él; me informó de que se había roto la nariz e iban a ir a Pamplona para que le operasen; me dijo que, dentro del susto y el disgusto por lo sucedido, se sentía feliz de que no hubiera pasado nada más grave. Le envié un abrazo para su marido, uno de los hombres más buenos que conozco, y nos despedimos con un beso. Guardé el móvil en el bolsillo y antes de regresar a la agencia, hoy abarrotada de gente, me detuve un momento junto a los castaños de indias porque necesitaba tranquilizarme. Las hojas nuevas, hace poco plegadas hacia la tierra como pequeños paraguas, se habían hecho más grandes en los últimos días, abriéndose hacia el sol.
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