sábado, 6 de septiembre de 2008

Días de Normandía

La casa está en una de las cientos de carreteras locales que cruzan la península de Cotentin, en el canal de La Mancha, y soy incapaz de encontrarla, así que aparcamos junto a la iglesia de L'Hommet d'Arthenay, la aldea a cuyo término municipal pertenece, y telefoneamos al señor Humbert Bigot, quien no tarda mucho en venir a buscarnos en su pequeño Peugeot azul. Él nos guía a lo largo de dos o tres kilómetros hasta la que será nuestra residencia durante las próximas dos semanas. Su esposa nos saluda cordialmente y nos enseña las distintas habitaciones, los electrodomésticos, el ajuar, la barbacoa, el jardín trasero, lindante con un campo de manzanos con cuyos frutos elaboran sidra. En el frigorífico han dejado enfriándose dos de sus botellas como amable obsequio de bienvenida.

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He dormido maravillosamente bien. Mientras me dirijo al baño el suelo de madera cruje bajo mi peso. La luz lluviosa de nuestra primera mañana en Normandía se cuela a través de los visillos de las ventanas abuhardilladas del pasillo.

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Aparcamos junto a las dunas cubiertas de hierba y, a través de un sendero de arena, descendemos a la playa. El cielo cubierto convierte el mar en una superficie de aspecto metálico. El aire trae aroma a algas y yodo. En este mismo lugar, hace sesenta y cuatro años, desembarcaron parte de las tropas norteamericanas que liberaron Europa del nazismo. He leído muchos libros sobre ese día, he visto muchas películas. Fue aquí. Caminamos junto a la orilla, cruzándonos con otros grupos de turistas, algunos de ellos alemanes, vestidos, como nosotros, con chubasqueros para la llovizna que cae intermitentemente. Nos dirigimos al museo Memorial UTAH que se construyó en una zona de búnkers, allí se exponen numerosos restos de la batalla: armas, vehículos, uniformes, utensilios que llevaban los combatientes, pertrechos de todo tipo. Como todo el mundo, antes de entrar nos hacemos una fotografía delante de un tanque Sherman en bastante buen estado de conservación. Dentro del museo asistimos a la proyección de imágenes del desembarco. Antes de irme del edificio escribo lo siguiente en un libro de firmas: “Memoria y gloria eterna para los jóvenes norteamericanos que dejaron aquí su vida en defensa de la libertad. Jesús Miramón. España”.

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Saint Lô es una ciudad más grande de lo que yo pensaba. El domingo por la tarde está prácticamente desierta. Caminamos por sus calles llenas de comercios y cafeterías cerrados. Hay una muralla, una iglesia reconstruida (la ciudad fue absolutamente destruida durante la batalla de Normandía), un amplio y tranquilo canal surgido de un cuadro de Monet.

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Normandía huele a pasto fresco, a madera barnizada, a naftalina, a manzanas verdes, a asfalto mojado, a animales de granja, a hierro antiguo, a flores húmedas, a sidra casera, a leche, a bizcochos de mantequilla, a pan recién hecho, a queso, a marisco, a algas en proceso de descomposición, a yodo marino, a densa espesura, a prados silvestres, a paredes de piedra cubiertas de liquen, a sombra, a humo de rastrojos, a nubes perpetuas, a lluvia por la mañana, a sol por la tarde, a noches de verano de sábanas y manta, a Innisfree.

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El día amanece luminoso y soleado. Es increíble cómo la luz puede modificar la sensación que produce una región. Mañana de compras para unos días en la que buscamos productos del país: patés, quesos, carnes, vinos, etcétera. Los precios son más baratos que en España.

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Llegamos a la playa de Gouville, al oeste de la península, cuando ya se retiran los tractores que han estado recolectando moluscos en la zona de marea baja. Los trabajadores viajan de pie en los remolques junto a sacos que emiten un intenso aroma a mar. Paseamos por la orilla adentrándonos en tierra a la sorprendente velocidad a la que sube la marea, tan potente que absorbe el movimiento de las olas convirtiendo el mar en un creciente lago de aspecto mineral. Exceptuando dos pescadores que han instalado sus largas cañas en puntos muy alejados del agua, conocedores de lo que aquí sucede a estas horas, no hay nadie más en la playa. El cielo es gris, mesozoico.

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Aparcamos el coche y nos adentramos entre los árboles del bosque de Cerisy. Sólo se escucha el crujido de las ramas del suelo bajo nuestras suelas. Entre la hierba crecen los helechos y el acebo, y el suelo está levantado aquí y allá por los hocicos de los jabalíes. De pronto el sol ha quedado lejos y hace un poco de frío.

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Después de comer decidimos quedarnos en casa el resto del día. Los adultos dormimos la siesta sin prisa. Por la tarde disfrutamos del jardín, del clima fresco. Cenamos una pizza, queso, paté, embutido. Ah, qué agradable es también no tener planes.

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La arena está cubierta de conchas y restos de algas. En la zona de aguas someras un caballo trotón arrastra un pequeño carruaje de carreras conducido por su entrenador. Una pareja juega con sus dos perros junto a la orilla.

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Me encanta conducir a través de estas carreteras locales de color rosa envueltos por el bocage, el nombre que se les da a los altos y característicos muros de vegetación interrumpidos de vez en cuando por cercas de entrada a prados donde pastan vacas y caballos.

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En uno de los tejados de la iglesia de Ste. Mère Eglise cuelga la figura de un paracaidista de la 82 división aerotransportada, unidad que fue lanzada en la madrugada anterior al día del desembarco. El paracaídas y el maniquí es un homenaje del pueblo a aquellos hombres, así como el recordatorio de una escena real que la película “El día más largo” hizo famosa: uno de los paracaidistas aterrizó directamente sobre el campanario de la iglesia y quedó allí colgado y expuesto a las defensas alemanas. Milagrosamente sobrevivió y en uno de los carteles explicativos que salpican la población leemos que regresó a Ste. Mère Eglise en varias ocasiones. En las fotografías aparece un jubilado de rostro rubicundo. Falleció en 1976.

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Nos sentamos en la terraza de una pequeña crepérie en la plaza de la iglesia de Ste. Marie du Mont, una de las cuidadas y preciosas aldeas que salpican cada pocos kilómetros este territorio. Pedimos gallettes, crepes saladas hechas con trigo sarraceno. La mía tiene huevo, jamón, champiñones en salsa y ensalada. Bebemos sidra y agua. Todo está buenísimo. Cae la tarde. La cuenta asciende a 39 euros. ¿Quién dijo que Francia era un país caro?

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Cherburgo, cuando uno accede desde las zonas rurales del interior, parece una gran ciudad en comparación a las abundantes aldeas y pedanías que por doquier salpican el paisaje normando. La zona del puerto es también la más turística. Desde allí salen y llegan diariamente ferrys que comunican Francia con las relativamente cercanas Irlanda e Inglaterra y el turismo anglosajón campa a sus anchas. Nos topamos con un mercado callejero donde venden verduras, quesos, patés, comida del país. Compramos queso y judías verdes. Luego paseamos a lo largo de los muelles donde se tambalean los mástiles de los barcos allí amarrados. En uno de los malecones se mece la reproducción histórica de un drakar vikingo. El sol brilla con fuerza en el cielo pero no alcanza a hacer calor. Adoro este clima.

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Mi hermana y su familia han venido a pasar unos días con nosotros. Después de su llamada telefónica comunicándonos que ya estaban en Saint Lô he salido a esperarles a la carretera: qué alegría he sentido cuando he visto aparecer su coche, y qué preciosas estaban mis sobrinas. Besos, emoción y abrazos: qué curioso resulta que nos reunamos a tantos kilómetros de casa. A pesar de su cansancio después de un viaje tan largo hemos cenado tranquilamente (láminas de magret de pato asado con rúcula y vinagreta de mostaza, quesos, foie, patés, vinos de Burdeos y Borgoña) y los adultos nos hemos ido a la cama cerca de las dos de la mañana.

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Las niñas y sus primos se apresuran hacia la arena de la playa Omaha para jugar, más allá del feo monumento conmemorativo del desembarco más duro y sangriento de aquel día. Me sucede lo mismo que en la playa UTAH: no puedo evitar conmoverme al pensar en todas las vidas que fueron segadas aquí hace sesenta y cuatro años. Donde se apostaban los nidos de ametralladoras y los cañones hoy se levantan bonitas casas de vacaciones con vistas al mar; en la orilla donde miles de jóvenes fueron abatidos las gaviotas se trasladan de aquí para allá con aire impertinente. Recuerdo un texto maravilloso que expresa algo de lo que siento.

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La excursión a Mont Saint Michael ha sido decepcionante, no por culpa del lugar, ciertamente espectacular y muy bonito, sino por la masificación turística a la que nosotros ocho hemos contribuido. Era tal la muchedumbre que pretendía entrar en la abadía que en un momento dado, cuando estábamos encajonados en la estrecha y única calle de acceso sin poder ir hacia adelante ni hacia atrás, mis sobrinas en los hombros, la sillita plegada contra las piernas para molestar lo menos posible, hemos decidido escapar de allí, lo cual tampoco resultaba fácil. Y cuando hemos llegado al aparcamiento ha sido para participar en un monumental atasco de una hora de duración sólo para salir a la carretera. Conclusión: jamás hay que ir a Mont Saint Michael en agosto.

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La ciudad de Bayeux es limpia y ordenada. En el centro histórico, uno de los pocos del territorio que salió indemne de los bombardeos y enfrentamientos de la liberación, se conservan bonitos edificios de la Edad Media. En las calles que rodean la preciosa catedral de Notre Dame hay muchos restaurantes y terrazas y el aire huele a pan, a queso fundido, a mostaza. Acudimos al museo en el que se expone el tapiz de Bayeux, el famoso lienzo de setenta metros de longitud donde, a través de imágenes cargadas de potencia y de gracia, se nos narra la historia de Guillermo el Conquistador, noble normando que se coronó rey de Inglaterra. Uno de los aspectos más interesantes del tapiz, muy evidente cuando uno se halla ante él, es la información viva y casual que ofrece: ornamentos, armaduras, costumbres, vituallas, barcos, batallas, gestos de hombres y animales. Todos salimos casi tan maravillados de nuestro pequeño viaje temporal al siglo XI como de lo bien que se han portado Celia y Olivia.

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De madrugada se han ido nuestros queridos visitantes. Maite y yo nos hemos levantado para despedirles. La noche estaba oscura. Les esperaba un largo viaje hasta Santander.

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Va a llover, puedo sentirlo en cada rizoma y raíz bajo la hierba, puedo sentirlo sobre mí como siento vuestros pasos en el césped cuidadosamente segado. Os detenéis frente a mi cruz blanca, leéis: "Here rest in honored glory / a comrade in arms / know but the god", a veces hacéis una fotografía, y luego proseguís vuestro camino. No os lo reprocho, hay muchísimas cruces a mi alrededor, casi diez mil camaradas me acompañan. Al principio me dolió ser uno de los pocos que no tenían nombre, aquel obús alemán me deshizo de tal modo que no pudieron identificarme. Ahora ya no me importa: mis padres hace mucho que murieron con la diminuta y permanente esperanza de que yo estuviese vivo, amnésico en Francia, asistido por desconocidos, ingresado en alguna parte, y mis amigos de Brooklyn me olvidaron al cabo de pocos años, ¿qué otra cosa podían hacer con un colega desaparecido en combate a los diecinueve años? Poco a poco, año tras año, fui acostumbrándome a este estado anónimo, vegetal, mineral. Va a llover. Puedo sentirlo en el granito de mi lápida labrada, puedo sentirlo en la corteza de los pinos que crecen tumbados por el viento del mar. Dios conoce mi nombre.

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En los prados que rodean el castillo de Guillermo el Conquistador, en Caen, grupos de jóvenes hacen botellón. El sol brilla tímidamente sobre los tejados de pizarra de la ciudad. Visitamos la catedral de Saint Pierre y damos un paseo por las animadas calles circundantes. Hay muchos comercios, bares y cafeterías. Pasado mañana nos vamos de este país. Sé que es una tontería pero eso me condiciona para disfrutar del día de hoy. Soy estúpido.

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Aparcamos frente a la extensa playa de Coutainville. La marea está baja y la arena brilla bajo las nubes. Caminamos a lo largo del paseo marítimo junto a casas con contraventanas de madera y tejados a dos aguas. Nadie se baña en el mar. Una pareja de jinetes avanza al paso en la zona donde rompen las olas.

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Desayunamos muy temprano y recogemos todo. Arreglamos y limpiamos las habitaciones, vaciamos el lavavajillas, ordenamos las cosas, dejamos todo exactamente como estaba cuando llegamos. En la mesa de la cocina, a modo de obsequio de despedida, coloco a la vista dos botellas de rioja bueno que encargué a mi hermana. A las nueve de la mañana, tal y como quedamos, aparece el matrimonio Bigot. Les damos las gracias, les expresamos lo maravillosamente bien que hemos estado en la casa y les devolvemos las llaves. Au revoir. Adieu.

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Que nunca olvide el sonido
de las ramas del árbol
al otro lado de la carretera,
mecidas por el viento nocturno
de Normandía.

lunes, 1 de septiembre de 2008

Septiembre

Si tuviese que elegir un mes
escogería septiembre,
lo mismo que si tuviese
que elegir un día
escogería el lunes,
un momento despertar,
un minuto el primero
de cada hora.

Pero si tuviese que elegir
un beso, la lluvia,
la página de un libro,
una hoja de árbol,
sería sin duda la última,
la que cae impasible,
la que pesa lo mismo
que nosotros.

domingo, 31 de agosto de 2008

Exposición

Ayer por la mañana mi familia fue a visitar la Expo. Yo, por prescripción de ellos, que son quienes mejor me conocen, me quedé felizmente en casa. A las diez y cuarto de la noche fui a buscarles a la salida. Ni siquiera la brisa nocturna lograba mitigar la sensación de calor. ¿Qué tal ha ido?, les pregunté. Bien, dijeron, aunque tú no lo hubieras soportado. ¿En serio no lo hubiera soportado? No, papá, hacía demasiado calor, había demasiada gente, había que hacer colas enormes para ver los mejores sitios: vaya, todo lo que más odias en el mundo. Ah, pues entonces he hecho bien en no acompañaros, ¿no os parece? Oh, sí, desde luego que sí, tú te hubieras vuelto loco. ¿Me hubiera vuelto loco? Sí, papá, loco como una cabra.

viernes, 29 de agosto de 2008

Presagios

El otro día, antes de llegar a Nantes, de la parte trasera del coche al que estaba a punto de adelantar se desprendió una bicicleta mal amarrada. Todo sucedió en un instante: el artefacto salió volando y cayó sobre el asfalto justo cuando yo giraba hacia la izquierda, eludiéndolo sin querer.

Hoy, viniendo a Zaragoza, me he cruzado con un perro que trotaba en el carril izquierdo de la autovía de Huesca en dirección contraria al tráfico. Era un animal relativamente grande, un Shar Pei de arrugada y hermosa capa negra. Durante unas milésimas de segundo he contemplado con asombro su figura serena trotando hacia su futuro atropello en mi pasado.

La bicicleta que sale despedida, el perro que se cruza conmigo en la carretera sin tocarme... ¿Me persigue una sombra? ¿Son avisos? ¿Significan algo cuando mi voluntad y mi inteligencia son ajenas a su existencia? Vuelo de aves, hígados del sacrificio, piedras sobre la arena, posos de café, líneas en la palma de las manos.

jueves, 21 de agosto de 2008

Fragilidad

A menudo creemos que poseemos algo: conocimientos, una edad, una familia, bienes materiales, esperanzas, un futuro, algo. Con qué estremecedora y sabia inocencia somos capaces de olvidar nuestra fragilidad.

viernes, 1 de agosto de 2008

Preparativos

La entrada de casa está llena de maletas, bolsas y mochilas. ¿Has puesto los cargadores de los móviles y el Macbook? ¡Paula, piensa que el maletero tiene un volumen limitado! Por la mañana he comprobado las presiones de los neumáticos y los niveles del motor del coche. He preparado las provisiones que tenemos que llevar para la noche del sábado y el domingo entero, lo justo hasta poder comprar el lunes. ¡Ah, y acuérdate también del cargador de las pilas de la cámara de fotos! Los libros que quiero leer. ¿Dónde está la guía de Normandía que compramos en Zaragoza? He programado la ruta en el TomTom. Ahora mismo reposa un arroz negro que acabo de guisar, nunca comemos tan pronto pero la idea consiste en acostarnos pronto para salir a las cuatro de la madrugada, así que hoy todo lo estamos haciendo un par de horas antes. Lo cierto es que estamos un poco alterados, aunque tal vez debería hablar más bien de entusiasmo. Yo, como siempre en estos casos, querría estar ya en la carretera devorando kilómetros, rumbo a lejanos lugares que no conozco.

lunes, 28 de julio de 2008

Colmena

Son las cinco de la mañana cuando despierto en Zaragoza bajo la ventana abierta, a través de la cual entra la silenciosa y fresca brisa que precede al amanecer. No se escucha ruido de tráfico ni sirenas de ambulancia ni sonido alguno de los que caracterizan a las grandes ciudades, tal parecería que estoy en una aldea o en medio del campo. Pero me yergo y contemplo los altos edificios que pueden verse desde el apartamento heredado de mis suegros, bloques en los que a estas horas duermen más personas de las que viven en todo Binéfar. Cuántos años pasé en esta ciudad, la mitad de mi vida, y qué extraña me resulta ahora. He olvidado tantas cosas, es como si parte de mi infancia y mi juventud nunca hubiera existido. Se dice que en la ancianidad se recupera memoria del pasado más remoto, recuerdos que se creían perdidos para siempre. Quién sabe: acaso alcance yo ese momento, ese canto del cisne. Ahora el frescor que echaremos de menos durante el día acaricia los cuerpos de quienes duermen con las ventanas abiertas. En las peores noches veraniegas de Zaragoza había incluso quien sacaba los colchones a las terrazas y balcones. Dentro de un momento la ciudad comenzará a despertar, y la vida que contiene iniciará su zumbido absorto, incesante, dichoso.

martes, 22 de julio de 2008

De príncipes

Por la mañana abro los ojos y en vez de ir a desayunar leo un buen rato recostado en la almohada. Con el cerebro descansado cada frase y cada palabra se deslizan velozmente hasta su interior revelando su significado sin el más mínimo esfuerzo. Qué distinto es leer por la noche: algunas veces, de puro cansancio, debo recapitular y regresar al principio del párrafo para comprender. Pero sucede que ya no sé dormirme sin un libro, aunque sólo alcance a leer una o dos páginas antes de cerrar los ojos.

En la calle hacen ruido los vehículos y las tareas laborales de quienes no están de vacaciones. El aire a estas horas es fresco y se cuela a través de la puerta abierta de la terraza. Oh, yo podría vivir así toda la vida: relajado, sin prisas, sin horarios, leyendo una hora por la mañana antes de desayunar. Incluso me planteo durante unos segundos la posibilidad de jugar a alguna de las múltiples loterías que funcionan en mi país: ¡me conformaría con un premio que me permitiese vivir sin tener que trabajar por obligación! Qué original, ¿verdad? Con qué certeza sabemos que dentro de cada uno de nosotros descansa, apoyado indolentemente en una almohada con un libro en el regazo, paseando junto al mar o asomado al paisaje con una copa en la mano, un espontáneo, auténtico y genuino príncipe.

jueves, 17 de julio de 2008

Relinchos

Schssssssss, hablemos en voz baja porque son las cuatro de la madrugada y no quisiera despertar a nadie. Ya sé que es muy tarde, pero estoy de vacaciones y mañana podré dormir hasta que mi organismo despierte sin ayuda. ¿Qué me ha traído a horas tan intempestivas? La lectura: continúo con Alejandro el macedonio tragando polvo, urdiendo planes, rindiendo ciudades y fortalezas, alejándome de mi casa. Recuerda que respiró el mismo aire que respiramos tú y yo. Recuerda que murió más joven que mi edad. No lloraré de envidia, como dicen que hizo Julio César, al reflexionar sobre lo que Alejandro logró en treinta y tres años. Por alguna razón me es más sencillo imaginar el sabor metálico en el velo del paladar antes de una batalla que la gloria del desfile triunfal. Pero chitón, mejor regresar a las páginas un rato más antes de dormir. La luna brilla sobre el desierto como una moneda de plata. Los caballos relinchan en sueños.