Estoy agotado. Los martes atendemos a los ciudadanos por la tarde. Sé que para mucha gente la atención e información de una pequeña oficina comarcal de la Seguridad Social es un trabajo que no requiere gran esfuerzo. Y no, no requiere esfuerzo físico, pero sí mental. Cada persona que se sienta al otro lado de la mesa, cada persona a la que llamas por teléfono, es distinta de la anterior, y sus consultas y problemas son también diferentes. Los martes, atendiendo por la mañana y por la tarde hasta las siete, son abrumadores. Como comentamos los compañeros medio en broma, al acabar no sabemos ni cómo nos llamamos. Los ciudadanos quieren, y así lo merecen, un trato humano de calidad, empático, educado, amable y eficaz. Yo llevo muchos años haciendo este trabajo y creo que he aprendido a desarrollarlo de ese modo, pero para ello he de poner todo mi corazón y mi improbable inteligencia en escuchar y saber qué debo hacer, cómo he de hablar, hasta dónde puedo llegar. Y se da la paradoja de que justamente todo esto que me agota es lo que me engancha de mi trabajo. He aprendido mucho de la vida de otras personas; he asistido a tragedias, a alegrías, me han contado cosas íntimas, a mí, a un desconocido, sabiendo que, como los sacerdotes, mi profesión me impediría dar datos personales, como de hecho así es. A las siete, cuando hemos salido de la agencia, ya era de noche. Exactamente parecían las once o las doce de la noche, y hacía mucho frío. He comprado cuatro cosas y he ido a casa, donde Maite preparaba sus clases en la mesa del salón, rodeada de papeles, el portátil abierto. Me he cambiado de ropa. Para cenar he cocinado tortilla de chorizo. Hemos cenado en la mesa pequeña delante de la televisión con una botella de vino tinto. La tortilla estaba buenísima. He dicho: "Si abriera en Londres un sitio donde sólo hiciera tortillas de chorizo me iba a forrar". La vida también está hecha de decir tonterías. Sí, estoy agotado y al mismo tiempo me siento bien. Es una agradable sensación semejante a la dulzura de las enfermedades leves, ese dejarse llevar por el abandono, flotando sobre el agua del río boca arriba viendo pasar las ramas de los árboles bajo un cielo azul de color azul. Todo está bien. Mi vida actual está llena de preocupaciones banales y otras importantes, pero todo está bien. La diferencia entre la vejez y decadencia de quienes fueron tus jóvenes padres y la erupción de un volcán o las lluvias torrenciales que lo arrastran todo a su paso no existe: son lo mismo. Me voy a acostar y leeré exactamente tres párrafos de la novela que tengo entre manos desde hace unas semanas antes de caer dormido y despertar en otro mundo fresco y nuevo, descansado como si la vida de este lado no existiera. Me gusta jugar a imaginar esas cosas. La vida también está hecha de imaginar tonterías.
miércoles, 19 de enero de 2022
martes, 18 de enero de 2022
El jabalí
Hoy he pasado todo el día con mi mejor amigo desde hace treinta y tres años. Ha venido desde Girona a pasar tres días en la Sierra de Guara y esta mañana he ido a Adahuesca para estar con él todo el día. Hemos caminado por el campo, hemos reído, nos hemos puesto al día de nuestras familias y, en realidad, absolutamente, ha sido como si nos hubiésemos visto ayer. En las zonas de sombra el campo estaba cubierto de hielo blanco, pero lucía el sol en el cielo. El campo en invierno siempre me recuerda a Chéjov. Las fincas de cereal estaban húmedas y blandas, y las ramas desnudas de los árboles parecían desprender un fulgor dormido en el cielo azul. Hemos venido a Barbastro a comer y luego, más tarde, hemos recogido a Maite y hemos ido a pasear por una ruta junto al río Vero que hay en un pueblo cercano que se llama Castillazuelo. Ha sido un paseo agradable. En algunos tramos había tanto hielo que era casi como pisar nieve, algo que me gusta mucho. Más tarde hemos venido a casa a cenar algo, tras comprar cuatro cosas en un supermercado. Ha sido en ese momento cuando he visto en el móvil los mensajes de mi grupo familiar, hablando del bajón de mi madre, de la situación de mi padre como imposible cuidador con sus ochenta y cinco años, hablando de posibles soluciones que actualmente se resumen en una: ayuda domiciliaria. La última vez que recurrimos a ella tuvimos que cancelarla porque mi madre no la quería, pero ahora el Alzheimer ha avanzado y tal vez nos lo permita. En cualquier caso durante la cena he compartimentado mis sentimientos. Es algo que he aprendido a hacer: compartimentar realidades y sentimientos, no mezclarlo todo como si fuese joven. No soy joven, y he reído muchísimo mientras la tristeza esperaba su turno en la cola. Lo mejor de Carlos es que con mirarnos nos basta para saber y para reírnos de nuestra sombra; lo mejor de Carlos es que él me quiere como soy y yo también a él como es. El amor de la amistad, como el de la pareja, es querer al otro como es, sin más, sin querer cambiar nada sustancial del otro. Bueno, en la amistad sin querer cambiar absolutamente nada del otro (en eso gana por goleada al amor romántico). He dejado a mi amigo en Adahuesca y he regresado a Barbastro. No se ha cruzado delante del coche ningún animal. La luna llena brillaba en el cielo como una lámpara de papel gigante, y también las estrellas en la noche helada. Al volver a casa, cambiarme de ropa y venir a escribir a esta mesa diminuta, en la cola de mi mente absurda le ha tocado el turno a la tristeza. He escrito a mis hermanos y cuñadas y cuñado. Es paradójico que hoy haya podido reír y ser feliz mientras en Zaragoza la enfermedad de mi madre avanza inexorable y sin piedad. Menos mal que allí están mis hermanos Javier y Carlos (sí: mi hijo se llama Carlos porque mi hermano se llama Carlos y mi tercer hermano, mi amigo del alma, se llama también Carlos). Ellos están sobrellevando el día a día entresemana. Los fines de semana vamos nosotros y mi hermana Susana y su familia. Algo sé: será el amor lo que nos ayude a pasar este puente, el que nos tenemos entre nosotros y el que les tenemos, infinito, a nuestros padres. Cuando haya que reír, reiremos; cuando haya que llorar, lloraremos. Somos vida, somos luz, somos los frágiles y fuertes eslabones de una cadena cuyo comienzo no podemos ver salvo en los álbumes de fotografías, y aún allí sólo los últimos metros de la larga línea que se pierde en el pasado. Todo sucederá. Lo que realmente me obsesiona es impedir el sufrimiento de mi madre, el de mi padre, pero ¿qué puedo hacer? ¿Cómo podemos impedirlo? Lo único que nos queda, como siempre, es el amor. Amor, amor, amor, amor. Compañía, tomar una mano que tal vez algún día no sepa quién eres, llevar comida a mi padre como hace Javier para que no tenga que cocinar, pasar la tarde con ellos en su piso como hace mi hermano Carlos, hacerles saber que nunca estarán solos, que siempre estaremos a su lado, hasta el final, queriéndoles con todo nuestro corazón. Tras dejar a mi tercer hermano en Adahuesca, de vuelta a Barbastro, he llorado un poco. No mucho, sólo unos kilómetros. La carretera tenía muchas curvas y en cualquier momento podía aparecer un jabalí.
lunes, 17 de enero de 2022
Promesas
Prométeme que sufrirás y se romperá tu corazón ante lo que deba ser pero no más allá; prométeme, Jesús María Miramón Arcos, que mantendrás encendida siempre y en cualquier circunstancia la llama de la esperanza; prométeme que seguirás creyendo que el amor es el secreto de todo porque lo sabes o imaginas que lo sabes; prométeme que agradecerás lo que la vida va a regalarte hasta el final; prométeme que no sustituirás la bondad por el cinismo, la curiosidad por el escepticismo, el interés por el aburrimiento; prométemelo, por favor. Te lo prometo.
domingo, 16 de enero de 2022
Hipopótamo
No me gustaría estar ahora en otro lugar del mundo diferente a este. Al otro lado de la pared duerme, a salvo de mis ronquidos de hipopótamo, la mujer que amo.
sábado, 15 de enero de 2022
Carne de caballo
Hoy en mi trabajo un usuario que percibía una pensión de incapacidad permanente para su profesión de conductor de camiones me ha preguntado si podía trabajar cuidando caballos. Caballos. Los caballos son una de mis dos o tres debilidades principales. Le he informado de que, al ser una profesión absolutamente distinta a la que ocasionó su pensión, no había ningún problema, que podría trabajar cuidando caballos sin ningún problema. Le he comentado que amo a los caballos, que aprendí a montar a los catorce años, que me cambiaría por él, y entonces me ha dicho que se trataba de una granja de caballos para el matadero. El impacto ha sido tan grande que durante unos segundos no he sabido qué decir. Le he dado los buenos días y se ha ido para dejar paso a la siguiente persona que se ha sentado al otro lado de mi mesa. Desde ese momento han pasado muchas horas, y soy lo suficientemente adulto (algo así) e inteligente (algo así) para saber que no existe ninguna diferencia conceptual entre comer carne de caballo o carne de cordero o de ternera o de pollo o de lo que sea. Me he dado cuenta y, ahora mismo, antes de irme a dormir, siento un poco de vergüenza de mí mismo, de mi especie, de lo que estamos haciendo. Pero mañana cocinaré cabezada de cerdo sin hueso con tomate y pimientos de piquillo. Y podría ser caballo, okapi o antílope. Yo como carne, como pescado. No sé si siempre lo haré. Sé que durante miles de años mi especie lo ha hecho, sé que durante millones de años los antecesores de mi especie lo hicieron; sé que eso hizo crecer nuestros cerebros, sé que pasamos de ser carroñeros a ser cazadores y eso modificó nuestro organismo, que cuando aprendimos a controlar el fuego nuestra dentadura cambió, que la grasa animal alimentó nuestras neuronas, nos irguió y permitió que aprendiésemos a utilizar nuestras manos. Sé todo eso porque lo he leído y sé muchas cosas más porque también las he leído. Me fascina esa época. Pero confieso que para mí cuidar caballos no era alimentarlos y limpiarlos para llevarlos al matadero. Y confieso también mi hipocresía, mi falta de coherencia, mi contradicción flagrante. Han pasado muchas horas y todavía me cuesta pensar inteligentemente en la anécdota que me ha sucedido esta mañana. Y añado: para mí los caballos son animales sobre los cuales cabalgar por el campo. Y sí, los humanos lo hemos hecho durante siglos y siglos y de hecho eso ha creado razas distintas, algunas de las cuales sé diferenciar sin género de duda. Pero entre montarme sobre ellos y comérmelos, en realidad, ¿qué diferencia hay que no los convierta en objetos de transporte o alimento? Definitivamente la consciencia es una mierda. La odio.
viernes, 14 de enero de 2022
Como el bello día
Ni la belleza ni la tristeza tienen horario. Me dormí y acabo de despertar sentado en la silla, sí, sentado en la silla. La noche me ignora mucho más de lo que yo le ignoro a ella, cansado como un humano vacío, sólo huesos, piel, cáscara, ropa, ella recién despertada, la joven noche tan inmortal como el bello día que comenzará mañana helado, transparente, eterno.
jueves, 13 de enero de 2022
Intacta
Amanece otro día con temperaturas bajo cero. He dormido bien. Espero que el día me sea propicio (a veces me gusta hablar como lo hacen los romanos en las películas). Ayer sucedió y nunca volverá, el futuro no existe y ahora voy a ponerme en marcha con mi esperanza intacta. Lucho cada instante para mantenerla, a menudo contra mí mismo.
miércoles, 12 de enero de 2022
Toda esta levedad
Tras algo más de veinticuatro de horas en ayunas ya me he recuperado de la gastroenteritis. A mi padre le está costando un poco más. Imagino que esa es la diferencia entre tener 58 años y 85. Hoy ha sido una mañana de trabajo "suave": sin parar pero sin aglomeraciones ni situaciones incómodas como otros días. Yo, como un recién resucitado, limpio por dentro y por fuera, estaba tranquilo, sereno, consciente de algo que nunca he sabido muy bien cómo definir: fugacidad, toda esta levedad.
martes, 11 de enero de 2022
Almejas sospechosas
Noche mala, con dolor de estómago, ganas de vomitar que intentaba contener en la oscuridad y, finalmente, pequeña carrera para llegar a tiempo al cuarto de baño. He vomitado varias veces hasta que, al menos por allí, ya no quedaba nada, porque después todavía me ha dado tiempo de permitir su paso a la diarrea. Madrugada mala. Me he lavado los dientes pero esa sensación de ácido en el interior de los dientes ha sido costosa de erradicar. Algo que me sentó mal: una grastroenteritis que me ha postrado en la cama. Al mediodía mi hermano Javier nos anuncia que mi padre también ha vomitado y está muy pachucho. La hora de sus vómitos coinciden casi al minuto con la mía. Le llamo al teléfono. El domingo al mediodía, antes de volver a Barbastro, fui a visitar a mis padres a su casa. Como llovía un poco, en vez de ir a dar un paseo mi padre sacó unas aceitunas y, tachán, unas grandes almejas de lata que mi madre no comió porque, según dijo, "estaban duras". Y lo estaban: grandes, duras y oscuras, pero por no hacerle un feo al abuelo las comí junto a él. Cuarenta horas más tarde vomitamos los dos. Mi madre, que no las comió, está muy bien (dentro de las circunstancias). Me pregunto si es normal que pasen tantas horas entre el consumo del producto y sus consecuencias, desde el domingo al mediodía hasta la madrugada del lunes al martes, pero la coincidencia es demasiado evidente. Y aquí estoy, en ayunas desde la cena de ayer, haciendo uso de mis abundantes reservas naturales y bebiendo mucha agua. Hacía mucho tiempo que no vomitaba, no recordaba lo desagradable que es, el dolor muscular después de las contracciones musculares, el sudor frío, la debilidad. Este año comienza fuerte, aunque lo importante es que mi padre, una persona muy mayor, se recupere lo antes posible. Afortunadamente dos de mis hermanos viven en Zaragoza y están por ellos. Dos mil veintidós, qué tienes preparado para nosotros.
lunes, 10 de enero de 2022
Una despedida
He ido al taller, me han dicho dónde estaba y me he acercado a ella con una bolsa para despedirme. Mi vieja y querida Citroen Picasso de 2004, con cuatrocientos mil kilómetros, ha dicho basta. Algo de la culata (siempre es algo de la culata y los balancines). Una avería demasiado cara para un vehículo que ya en los últimos meses nos había dado alguna que otra avería menor. Mientras recogía cosas de Carlos, que era su conductor ahora: dos balones de fútbol, un saco de dormir, cedés de música, una Play Station estropeada y veinte cachibaches más; mientras recogía las cosas, decía, he recordado muchos viajes, cómo eran mis hijos entonces, hace casi dieciocho años, cómo éramos sus padres. Nos salió muy buena la Picasso, esperaba que mi hijo pudiera hacerle quinientos mil kilómetros, pero no ha sido posible. Siempre digo que mi religión es el animismo porque otorgo alma a las cosas, y no hablo de la naturaleza, no, hablo de objetos artificiales también: camisetas con agujeros, zapatillas de andar por casa, chaquetas de lana llenas de pelotillas, gafas, botas, ordenadores portátiles, coches. Lo que me gusta suele gustarme para siempre, no sé por qué. He llamado a un desguace de coches que me ha recomendado el jefe del taller y me he encontrado con todo lo contrario: rudeza, poca educación, nula empatía. Me ha pedido que le enviara fotografías del coche y le he enviado fotos de las ruedas nuevas, de los asientos, incluso de la caja plegable que venía de serie en mi coche: piezas que creo que podría revender. Me ha dicho de malos modos que esas fotos no le servían para nada, que quería fotos del vehículo completo. Si no fuese porque un coche sólo puede darse de baja en uno de esos lugares y, porque además de una barbaridad medioambiental es un delito grave, quemaría la nave que tan felices nos hizo y tántos kilómetros nos permitió recorrer en España y fuera de España, un justo homenaje como se hacía con los barcos vikingos. Es una tontería, lo sé. No sé lo que me digo. Espero al menos no tener que pagar para que una grúa se lleve nuestro coche para ser desguazado en piezas. No sé enfrentarme a personas que sólo respetan el dinero y tampoco sé regatear, nunca he sabido, no sé por qué. Adiós, vieja amiga. En mi familia nunca te olvidaremos.