jueves, 26 de julio de 2007

Todo eso

Un gigantesco bloque de hielo se desgaja de su plataforma y cae con estrépito sobre el océano antártico. Una niña congoleña duerme en su jergón. Un hilo de pequeñas hormigas va y viene entre el jardín y la despensa de una casa en Dinamarca. Llueve lentamente sobre el Cabo de Hornos. Crujen las dunas del desierto del Sahara. Alguien se lleva a la boca una copa de vino en una aldea de Francia. Una profesora de historia de treinta y dos años se masturba en Tokio. Tres cachorros maman de las ubres de una leona en las llanuras del Serengeti. Un joven agoniza entre los hierros de su coche en una carretera local de Canadá. Una anaconda se desliza bajo el pantanal amazónico. Un niño ruso lee absolutamente concentrado un libro de seiscientas páginas que ya siempre formará parte de su vida. Los embates del mar reducen milímetro a milímetro el tamaño de Irlanda. Un hombre escribe todo eso en alguna parte.

lunes, 23 de julio de 2007

Días de Asturias

Hoy ha salido el sol, que se cuela a través de los cristales empapados por la condensación del calor interior del bungalow. Los turistas, los petirrojos y las ardillas nos asomamos a la luz tras una noche donde la lluvia no dejó de repiquetear sobre el tejado de madera.

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Durante el recorrido en coche entre Ribadesella y Gijón no dejamos de asombrarnos de la belleza del paisaje de Asturias. Una vez en la pequeña ciudad caminamos por su paseo marítimo. La marea está tan alta que apenas deja una franja de playa libre para que los bañistas puedan extender sus toallas. Visitamos el parque de La Atalaya, un monte de verdes prados frente al cantábrico; admiramos la escultura “Elogio del horizonte”, de Eduardo Chillida, los restos del fuerte del siglo XVII que defendía la costa de los barcos enemigos, el puerto deportivo. En una sidrería del antiguo barrio de los marineros comemos pulpo con patatas, ensalada, pescados a la parrilla. Después de comer regresamos al parque para tumbarnos sobre la hierba y hacer la digestión. Las gaviotas se gritan unas a otras en el cielo, a veces parecen reír en breves carcajadas histéricas. Más tarde, camino del coche, volvemos a pasar junto a la playa de San Lorenzo. El mar ha retrocedido cuarenta o cincuenta metros y la arena se ha cubierto de personas que toman el sol. Los peatones las observan con evidente diversión apoyados en la barandilla metálica pintada de color blanco.

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Ayer fuimos a la playa de Vega y hoy hemos estado en la de Tereñes. Deambulamos por la zona de costa donde la marea deja charcos en las rocas. Hay pequeñas anémonas, cangrejos ermitaños, bígaros, gobios. El cielo, como todos los días desde que llegamos, está gris. El azul del mar es oscuro y mineral.

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Cada mañana después de desayunar camino a paso ligero durante media hora por las estrechas carreteras circundantes, entre pequeños muros de piedra y esponjosas laderas cubiertas de vegetación. Hay dos perros que siempre me ladran.

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Despierto en medio de la noche lluviosa. Mi hijo duerme a mi lado, contemplo durante un instante el perfil de su cabeza en las sombras. De camino al cuarto de baño compruebo en el teléfono que hay sobre la mesa que son las cinco y media de la madrugada. Al regresar me asomo a una de las ventanas. El cielo está oscuro como si todavía faltasen muchas horas para amanecer. El orballo repiquetea en el tejado y los canalones.

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Playa de Santa Marina, de Vega, de Tereñes, de Barro, de Poo, de Isla, playa de la Griega. M. y yo jugamos a imaginar que nos retiraremos aquí cuando nos jubilemos. El verde que todo lo inunda llena nuestro cerebro de una tranquilidad antigua y equilibrada. Y el sonido del mar.

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En el campo crece el laurel, crecen nogales, eucaliptos, ortigas, helechos; en los jardines hortensias, manzanos de sidra, limoneros. El agua está presente allí donde posamos la mirada: cae lentamente del cielo, rezuma de la tierra, hidrata nuestra piel. Nosotros, que venimos de comarcas amarillas, gozamos sin cansancio de tanta abundancia.

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Hoy en la playa de la Griega, en Colunga, nos hemos puesto de pie dentro de la huella fosilizada de un gran saurópodo que pasó por ese mismo lugar hace millones de años. He caído en la cuenta de que su peso fue tan real como el mío. ¿Cómo olía el aire que flotaba entonces sobre la tierra? ¿Qué animales volaban sobre las olas? A pocos metros de la orilla asomaba un banco de arena que la marea había limpiado de todo signo. Nos hemos descalzado y vadeando un pequeño istmo hemos alcanzado y conquistado el lugar, cruzándolo con nuestras huellas.

viernes, 6 de julio de 2007

Víspera

Me he despertado a las seis y ya no lograba volver a dormir. Hoy es un día especial: mi última jornada laboral antes de las vacaciones de verano, la víspera de un viaje. Nos espera el mar cantábrico (recuerda llevar las aletas y las gafas de bucear). Esta tarde prepararemos el voluminoso equipaje de la familia y mañana temprano saldremos a la carretera al más puro estilo de nuestros antepasados.

lunes, 2 de julio de 2007

Lunes de julio

Salgo del trabajo con la cabeza llena de voces y rostros, saturada de los problemas de decenas de personas. Cerca del mediodía ha habido un momento en el que he sentido la necesidad de levantarme y salir a dar un paseo, solamente eso, un paseo de cinco minutos en silencio, pero hoy no podía permitírmelo.

Pasadas las siete y media de la tarde, cuando gran parte de la gente empieza a marcharse, voy a la piscina con C. La superficie del agua está especialmente lisa y limpia en el instante en que me lanzo de cabeza y la rompo con el volumen de mi cuerpo, llego al fondo de azulejos azules, lo rozo con las manos y me impulso hacia arriba, de regreso al mundo del oxígeno donde mi hijo me espera en la orilla, dispuesto a mostrarme que él también sabe hacerlo. Más tarde nos secamos sentados en un banco de hormigón. Apenas queda nadie en las instalaciones. C. come una bolsa pequeña de patatas fritas a mi lado. Un tren pasa rugiendo por la vía cercana. Los vencejos han salido de caza y vuelan maniobrando vertiginosamente en el cielo como sólo ellos saben hacerlo. Contemplándolos caigo en la cuenta de que, a pesar de la música de los altavoces, los breves chillidos de los pájaros y todos los demás sonidos, el silencio ha regresado por fin a mi cabeza: la angustia con la que salí del trabajo se ha disuelto como humo a merced del viento. Respiro profundamente sintiendo el compasivo sol del atardecer en la espalda desnuda. No quiero, no me atrevo a pensar en la justicia de mi suerte.

miércoles, 27 de junio de 2007

Publicidad

La mujer que se acerca a mi mesa de trabajo lleva una camiseta de tirantes de color verde oliva, y en la zona baja del tirante de la derecha se ha colocado un pin redondo en el que puede leerse la siguiente frase: “Si quieres adelgazar / pregúntame cómo." Resulta del todo imposible leer el eslogan sin mirar sus pechos, algo que, por supuesto, ella tuvo en cuenta cuando se vistió por la mañana. Cuando ya se está levantando para marcharse le pregunto qué significa exactamente la publicidad que lleva encima. Sonríe y me da la tarjeta de una empresa parafarmacéutica que comercializa productos para adelgazar. Le doy las gracias y ella, dándose la vuelta, se aleja contoneándose ligeramente. Aunque no porta ningún pin detrás no puedo evitar echar un breve y disimulado vistazo a su anatomía.

sábado, 23 de junio de 2007

Voces nocturnas

Las voces de unos desconocidos en la calle siempre hacen eco cuando es de noche, puedo oír ahora su confuso estruendo a través de la terraza abierta del salón. En mi memoria, sin embargo, suena una música invisible, en ella cada nota es perfecta, pura y humana al mismo tiempo, y vibra en mi cerebro como en una capilla.

jueves, 21 de junio de 2007

San Ramón

Hoy es fiesta local en Barbastro en honor a San Ramón, patrón de la ciudad, así que no he ido a trabajar. Como en Binéfar es día laborable he podido permitirme el lujo de llevar a C. al colegio en su última mañana de curso. Después he ido al lavadero de coches para limpiar el mío a conciencia, arrancando de su chapa viejos excrementos de pterodáctilo con una manguera de alta presión. Me gusta mucho tener fiesta los días lectivos, a mi alrededor el mundo se ocupa de sus obligaciones y yo no tengo nada mejor que hacer que contemplarlo. Viva San Ramón.

martes, 19 de junio de 2007

Duendes

Por la mañana llamé desde el trabajo a P., de catorce años, para pedirle que sacara del congelador unos filetes de ternera. Estaban muy ricos cuando los comimos al mediodía con una ensalada. Por la tarde, a eso de las siete, M. pasó junto al congelador y se dio cuenta de que había un pequeño charco en el suelo. P., la eterna despistada, se había dejado la puerta abierta. Algunos alimentos estaban ya descongelados o casi descongelados: pimientos verdes del huerto de mis padres, buñuelos de bacalao y chipirones enharinados que sobraron en Navidad, brócoli, espárragos verdes, carne para hacer sopa, dos bolsas de setas variadas, rodajas de lomo de atún, dos sepias, alcachofas, zanahorias, judías verdes, habas tiernas.

Rápidamente me he puesto a cocinar: las setas las he guisado al ajillo con una guindilla seca, de esta manera se pueden guardar para otro día y sobre unos espaguetis o arroz blanco son buenísimas; he frito los buñuelos, los chipirones y los pimientos; he cocido las verduras para hacer una gran ensaladilla, he puesto a hervir un caldo de sopa, he dejado para mañana el atún, y para cenar he hecho en la plancha los espárragos trigueros y las sepias, acompañadas con una salsa de ajos picados, perejil, aceite, limón y sal. En el pequeño equipo de la cocina sonaba un disco de música celta. Rodeado de fogones y cazuelas me sentía tan atareado como un duende.

viernes, 15 de junio de 2007

Dientes de león

Nos apostamos junto al río antes del amanecer, a la hora en la que las bestias regresan a sus madrigueras, sombras furtivas entre sombras azules. El jefe de la tribu nos había conminado a permanecer absolutamente inmóviles y en silencio en nuestros escondites hasta que los recién llegados viniesen hacia nosotros, igual que hacíamos durante la caza del mamut.

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Al cabo de lo que me pareció mucho tiempo uno de nuestros exploradores surgió al galope entre los árboles agitando su jabalina. Reinaba una extraña calma en el prado cuando el centurión dio orden de que uniésemos los escudos y desenvainásemos las espadas. Durante unos minutos pudo oírse perfectamente el zumbido de los insectos volando sobre los dientes de león y las espigas. Después un rumor parecido al del océano golpeando en las rocas fue creciendo en la profundidad del bosque.

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Las balas de los mosquetes silbaban en el aire, de pronto se oía un grito y una figura caía fulminada y desaparecía bajo las polainas de los infantes de la siguiente línea. El redoble de los tambores nos empujaba a paso de marcha hacia el enemigo, tal y como nos habían entrenado. El cielo amenazaba tormenta, la atmósfera del valle estaba cargada de electricidad, los colores chillones de las casacas refulgían bajo las nubes negras.

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Lo primero que vi cuando el comandante accionó la palanca que abría el portón de la lancha fue un horizonte de palmeras. Explosiones de mortero levantando grandes masas de arena oscura en la playa. Salpicaduras en el agua.

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Dejo que los minutos y el calor pasen sobre mí como pasan sobre los escombros que me rodean. No pienso nada. No siento nada. El primer vehículo de la caravana asoma al final de la calle y se detiene. A través del visor de mi rifle observo el rostro del ametrallador de la torreta, apenas un adolescente que masca chicle y protege sus ojos con unas gafas de sol último modelo. El estampido del disparo coincide con la voz del muecín llamando a la oración, su salmodia flotando en la luz polvorienta del atardecer.