Abrelatas
Secuencias de la película "Hanna y sus hermanas", de Woody Allen.
Por algún motivo no me cuesta imaginar que ahora mismo pudiera estrellarse contra la tierra un meteorito gigantesco capaz de borrar nuestro mundo de la galaxia en un suspiro. No es difícil cuando uno contempla con detenimiento el fondo de la mirada de un gato, la maraña de ramas de los árboles desnudos a finales de noviembre o el robótico frenesí de un nido de hormigas. Sí es difícil, sin embargo, al pensar en las personas que queremos y nos quieren, e incluso en nuestra propia especie en conjunto (la inminencia de su extinción ahoga la estupidez y la crueldad para iluminar intensamente la inocencia de la infancia, la belleza de la música, la poesía, la fraternidad).
Sucede así: aparece un pequeño sol creciendo en el cielo segundo a segundo y en un instante, unos días, unas semanas o tal vez unos meses, todo (Jorge Manrique, Darwin, Platón, Machado, Velázquez, Bach, Cervantes, Mozart, Monteverdi, Shakespeare, Grecia, Egipto, China, Estados Unidos, el Amazonas, Europa, Rusia, la ciencia, la religión, la pornografía, la pobreza, el derroche) desaparece en una salpicadura diminuta e insignificante en la inmensidad del cosmos. Regresa el silencio. El universo, ajeno de nuevo a la razón, continúa.
La mujer que se cruza conmigo en la acera es de baja estatura y luce una hermosa melena, negra como el azabache, sobre sus rasgos incas. Empuja con una mano el carrito de un bebé y en la otra empuña un teléfono móvil junto a su oído. Al llegar a mi altura está gritando: "¿Disculpas? ¿Disculpas ahora, desgraciado? ¡No tienes vergüenza, ni siquiera por tu hija tienes vergüenza!".
Cuando giro hacia el Puente del Amparo vuelvo a fijarme en el tronco del álamo majestuoso que se yergue al lado del kiosco de lotería: su corteza blanca está cubierta de antiguos signos abiertos a golpe de navaja, palabras cicatrizadas, ya incomprensibles.
Aprovecho el domingo, que corre a la velocidad de un caracol, para cocinar solomillo de ternera estofado (cebolla, ajos, zanahorias, dos hojas de laurel, coñac, vino blanco), tortilla de patatas (nueve huevos grandes, una cebolla, patatas), seis pimientos rojos asados al horno, pollo con arroz (cebolla, arroz, tomate, pimiento verde, pimiento rojo, pollo macerado con ajo, pimentón, hierbas de provenza, limón, sal, pimienta), comida para esta noche y para mañana (comida para mi familia).
A las siete y cuarto llevo a C. al cumpleaños de un amigo suyo. Es en estas tardes de domingo, caminando por unas calles casi desiertas, cuando me doy cuenta de que vivimos en un pueblo. Hace frío, el aire huele a leña y de repente, con absoluta claridad, despierta en mi memoria el recuerdo de mí mismo caminando junto a mi hermano rumbo a la lechería, en invierno, muy pequeños los dos.
Al regresar entro en la tienda de la esquina que abre todos los días para comprar una bolsa de hielo, y cuando llego a casa me sirvo un whisky, subo a la buhardilla, me siento delante del ordenador, escribo esto.
Leo que en Tossa de Mar, una bonita localidad de la Costa Brava, un padre y su hijo de cinco años han muerto ahogados. La secuencia es la siguiente: una familia británica de vacaciones pasea por la playa, llegan a la altura de un mirador, el padre decide hacer una fotografía a sus hijos de siete y cinco años delante del mar, y de repente llega una gran ola que se los lleva; el padre, desesperado, se lanza a salvarlos y logra rescatar al mayor, pero cuando vuelve al agua para intentar salvar al pequeño muere con él.
Recuerdo que cuando C. nació tuve un sueño terrible: soñé que resbalaba entre mis brazos asomado a una ventana o un balcón, y se estrellaba inevitablemente contra el suelo. Estuve traumatizado durante varios días.
No hay mayor pesadilla para unos padres que lo que hoy le ha sucedido a esta familia inglesa. Me dan mucha pena los supervivientes: la madre paralizada por el terror, el hijo mayor salvado in extremis. Lo absurdo de lo sucedido. La irremediable desgracia. Sólo querían hacerse una fotografía.
La lluvia ha terminado de desnudar los castaños de indias del jardín de mi lugar de trabajo. Ahora el suelo de grava está cubierto de hojas húmedas sobre las pocas castañas que los niños del colegio vecino dejaron atrás durante sus últimas expediciones de recolección (varias generaciones descubrieron y descubrirán que son amargas y no se pueden comer).
Llueve y llueve. Los agricultores nos dicen: "Esto no es nada, bah, cuatro gotas, con esto se soluciona poca cosa". Y lo cierto es que no recuerdo cuándo fue la última vez que llovió. Y lo cierto, también, es que los agricultores siempre tienen motivos para quejarse: si llueve porque llueve, si no llueve porque no llueve, si hay mucho porque hay mucho, si hay poco porque hay poco.
La gente camina por la acera bajo los paraguas, va de un sitio a otro a merced de la corriente, mucho más indefensa de lo que cree. Llueve mansamente, no ha dejado de hacerlo en todo el día. Llueve y llueve, y llueve.
Anotado por Jesús Miramón a las 23:57 | Diario , Vida laboral
De que la vida es una experiencia personal uno se da cuenta al tratar con personas muy mayores. Poco importa si su pasado se nutre de la analfabeta soledad de un niño de ocho años pastoreando ovejas en medio de la estepa de los Monegros, o del tic-tac del reloj de pared de la sala donde el hijo del dueño del rebaño hace sus deberes a media tarde. Lo que les importa, a unos y a otros, es haberlo vivido, haber sido. Es así de sencillo.
Anotado por Jesús Miramón a las 22:25 | Diario , Vida laboral
Después del ensayo dos amigas y yo nos dirigimos a la pizzería Di Marco a tomar una copa (el Chanti está cerrado por vacaciones). Hablamos del coro, de música, hablamos de nuestros trabajos, de nuestras vidas. Cuando salimos a la calle hace un frío seco y cristalino. Mientras regreso a casa el termómetro del coche señala cuatro grados bajo cero.
Anotado por Jesús Miramón a las 01:24 | Después del ensayo
Del menú del día escojo espaguetis a la marinera y bacalao al horno. He tenido suerte porque todas las mesas pequeñas estaban ocupadas y me han habilitado una grande que me permite leer el periódico más cómodamente. Delante de mí ocho jóvenes del este de Europa, no sabría decir si rumanos, búlgaros o ucranianos, comen garbanzos y beben vino alegremente. Casi todos llevan el pelo cortado al cero y tienen el cuello robusto y musculoso.
Esta misma mañana atendí en la oficina a una mujer rusa de unos sesenta años. Venía a cambiar su apellido: Poylov por Poilov. Me aclaró que antes el alfabeto ruso se transcribía con la grafía francesa y ahora se hace con la inglesa. Le comenté que últimamente me estaba familiarizando con los apellidos rusos. Me preguntó por qué y le contesté que estaba leyendo un libro terrible pero magnífico, uno de los mejores que se habían cruzado en mi camino en los últimos años. “¿Cuál es?”, preguntó. "Vida y destino, de Vasili Grossman”, contesté. Sonrió y sus ojos más transparentes que azules se iluminaron. “Oh, pero yo lo he leído”, dijo, y añadió: “¿Le gusta la literatura rusa?”. “Sí, uno de mis escritores favoritos es Chéjov”. Entonces rió sin timidez haciendo que mis compañeros y otros clientes se volviesen a mirarnos durante un momento. “¡También es el mío!”, exclamó. Estuvimos hablando de Chéjov (¿nos gustaban más sus cuentos o su teatro, la dama del perrito o el jardín de los cerezos?), de Tolstoi, de Grossman, de Dostoievski. Hablamos también del pueblo ruso, ella dijo: "El alma rusa no conoce el punto intermedio de las cosas, somos todo o nada, mansos o violentos, revolucionarios o serviles durante generaciones, ¡así nos ha ido a lo largo de la historia!". Antes de irse preguntó si me importaba decirle mi nombre, se lo dije, cómo no, y al despedirse dijo: "Adiós, Jesús, mucho gusto en conocerle". "Igualmente", le dije yo, "adiós, señora Poilov".
El camarero regresa con los espaguetis humeantes. Tienen buena pinta. Le doy las gracias, me sirvo un vaso de vino. Al otro lado del cristal el río Vero fluye tranquilamente hacia el mar. Abro el periódico a la izquierda del plato y empiezo a leer y comer al mismo tiempo.
Anotado por Jesús Miramón a las 17:59 | Diario , Vida laboral
Territorios polares. Hielo, nieve. La construcción y puesta en marcha de un gran hospital. Una bella enfermera. De noche, bajo el cielo abierto, contemplo estrellas moribundas, galaxias que parecen desvaídas nubes de leche flotando en el cosmos. Una voz dice: "Levántate de ahí o morirás congelado". Al incorporarme golpeo con el brazo el despertador, que cae de la mesilla y choca contra el suelo. A medio camino entre dos mundos lo busco a tientas y vuelvo a ponerlo en su sitio. Por la mañana despierto con un constipado de proporciones antárticas.
Innisfree
05/2004 - 05/2005
PDF 1,62 MB
Cuaderno de un
hombre de cromañón
08/2005 - 01/2007
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Cabo de Hornos
03/2013 - 12/2014
Las cinco estaciones
03/2007