Dice: si volviese a nacer sería músico profesional, a ser posible chelista en una orquesta del norte de Europa, luciría una de esas barbas de cuatro días cuidadosamente rasuradas y viviría en una casa de paredes blancas. Dice: si volviese a nacer sería cocinero y abriría un restaurante pequeño, sin pretensiones, cerca del mar pero no en el paseo marítimo sino en una calle estrecha y adyacente que hubiese que buscar para encontrarla, cada mañana acudiría temprano al mercado y compraría la mejor verdura, la mejor carne, el mejor pescado, tendría muchos hijos, un coche viejo y una barquita para navegar los lunes. Dice: si volviese a nacer sería pastor de ovejas en la Patagonia, tendría tres caballos, una boina, dos sillas de blanca piel de cordero y una alegre novia de mejillas sonrosadas en un pueblo a muchos kilómetros de distancia; al cabalgar hacia sus brazos los cascos de mi montura levantarían nubes de polvo de huesos de dinosaurio.
sábado, 18 de agosto de 2007
jueves, 16 de agosto de 2007
Terremoto en Perú
Alzo la vista del libro y ya no queda nadie en la piscina. Casi hace frío cuando me levanto de la tumbona y busco con la mirada a mi hijo y su amigo. Los localizo en el último rincón de hierba donde todavía queda un poco de sol. A mi llamada se levantan y vienen corriendo, alegres y confiados, a través de las sombras. Alguien apagó la música en los altavoces. Riela el agua azul.
sábado, 11 de agosto de 2007
Después del ensayo
Después del ensayo del coro unos pocos fuimos al bar a tomar unas copas. Hablamos de esto y de lo otro hasta casi las dos de la mañana. Luego, mientras regresaba a casa, recordé las Perseidas, las lágrimas de San Lorenzo. Detuve el coche y salí al espacio exterior. La luz de la colonia humana contaminaba el cielo nocturno impidiendo la observación de los meteoros, pero así y todo aquella oscuridad tachonada de algunas estrellas me impresionó hasta el punto de hacerme creer que todo era cierto, absolutamente cierto. Desde el principio hasta el fin.
Anotado por Jesús Miramón a las 02:48 | Después del ensayo
jueves, 9 de agosto de 2007
Mudanza
Hemos llevado a cabo una mudanza, aunque la mayor parte de las cajas tuviesen como destino un centro de reciclaje de residuos del ayuntamiento de Zaragoza. Todo: el retrato de boda donde mis suegros aparecen tan extrañamente jóvenes y desenfocados en blanco y negro, los recuerdos de cerámica de sus escasos viajes a Cuenca o Tarragona, los juegos de café, las lámparas, una gran llave antigua que alguna vez sirvió para abrir una puerta cuyo rastro se ha perdido, sábanas, mantas, figuras de santos, candelabros, bandejas de plata, álbumes de fotografías donde M. nace, crece y se aleja de mi brazo, colecciones de sellos y monedas, zapatos, la bendición oficial de un papa de Roma, calendarios: todo fue examinado y seleccionado. No me sentí más cruel que el eco de las habitaciones vacías.
viernes, 3 de agosto de 2007
miércoles, 1 de agosto de 2007
Bajo el sol
Agosto nos alcanza con dos de mis sobrinos pasando unos días con nosotros. Mientras las primas adolescentes salen cada tarde a explorar el gran mundo de este diminuto lugar del universo, sus hermanos pequeños se lanzan a la piscina de cabeza con carrerilla, de cabeza desde parado, de lado, hacia atrás, en bomba, y chillan, se ríen, salpican.
Una vez, por increíble que parezca, yo fui uno de ellos bajo el sol. ¿Cómo es posible que haya podido olvidar tantos detalles de aquel tiempo, todos aquellos veranos? ¿Cómo es posible que casi no sea capaz de enfocar una imagen nítida de mis padres cuando eran jóvenes? ¿También C. olvidará cómo soy yo esta tarde, aquí sentado cerca del agua con un libro abierto en la mano, las gafas oscuras sobre la nariz? Desde luego que sí. Se olvidará, lo sé.
Laten los corazones de los vivos. Los pulmones se llenan y se vacían. El futuro chilla, ríe, salpica, dice: "¡Tío, mira cómo me tiro de cabeza!", dice: "¡Papá, mira cómo me tiro de cabeza!". Y yo miro, admiro, me asombro de tamañas proezas. Éste es el tiempo, no otro, no ayer.
jueves, 26 de julio de 2007
Todo eso
Un gigantesco bloque de hielo se desgaja de su plataforma y cae con estrépito sobre el océano antártico. Una niña congoleña duerme en su jergón. Un hilo de pequeñas hormigas va y viene entre el jardín y la despensa de una casa en Dinamarca. Llueve lentamente sobre el Cabo de Hornos. Crujen las dunas del desierto del Sahara. Alguien se lleva a la boca una copa de vino en una aldea de Francia. Una profesora de historia de treinta y dos años se masturba en Tokio. Tres cachorros maman de las ubres de una leona en las llanuras del Serengeti. Un joven agoniza entre los hierros de su coche en una carretera local de Canadá. Una anaconda se desliza bajo el pantanal amazónico. Un niño ruso lee absolutamente concentrado un libro de seiscientas páginas que ya siempre formará parte de su vida. Los embates del mar reducen milímetro a milímetro el tamaño de Irlanda. Un hombre escribe todo eso en alguna parte.
lunes, 23 de julio de 2007
Días de Asturias
Hoy ha salido el sol, que se cuela a través de los cristales empapados por la condensación del calor interior del bungalow. Los turistas, los petirrojos y las ardillas nos asomamos a la luz tras una noche donde la lluvia no dejó de repiquetear sobre el tejado de madera.
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Durante el recorrido en coche entre Ribadesella y Gijón no dejamos de asombrarnos de la belleza del paisaje de Asturias. Una vez en la pequeña ciudad caminamos por su paseo marítimo. La marea está tan alta que apenas deja una franja de playa libre para que los bañistas puedan extender sus toallas. Visitamos el parque de La Atalaya, un monte de verdes prados frente al cantábrico; admiramos la escultura “Elogio del horizonte”, de Eduardo Chillida, los restos del fuerte del siglo XVII que defendía la costa de los barcos enemigos, el puerto deportivo. En una sidrería del antiguo barrio de los marineros comemos pulpo con patatas, ensalada, pescados a la parrilla. Después de comer regresamos al parque para tumbarnos sobre la hierba y hacer la digestión. Las gaviotas se gritan unas a otras en el cielo, a veces parecen reír en breves carcajadas histéricas. Más tarde, camino del coche, volvemos a pasar junto a la playa de San Lorenzo. El mar ha retrocedido cuarenta o cincuenta metros y la arena se ha cubierto de personas que toman el sol. Los peatones las observan con evidente diversión apoyados en la barandilla metálica pintada de color blanco.
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Ayer fuimos a la playa de Vega y hoy hemos estado en la de Tereñes. Deambulamos por la zona de costa donde la marea deja charcos en las rocas. Hay pequeñas anémonas, cangrejos ermitaños, bígaros, gobios. El cielo, como todos los días desde que llegamos, está gris. El azul del mar es oscuro y mineral.
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Cada mañana después de desayunar camino a paso ligero durante media hora por las estrechas carreteras circundantes, entre pequeños muros de piedra y esponjosas laderas cubiertas de vegetación. Hay dos perros que siempre me ladran.
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Despierto en medio de la noche lluviosa. Mi hijo duerme a mi lado, contemplo durante un instante el perfil de su cabeza en las sombras. De camino al cuarto de baño compruebo en el teléfono que hay sobre la mesa que son las cinco y media de la madrugada. Al regresar me asomo a una de las ventanas. El cielo está oscuro como si todavía faltasen muchas horas para amanecer. El orballo repiquetea en el tejado y los canalones.
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Playa de Santa Marina, de Vega, de Tereñes, de Barro, de Poo, de Isla, playa de la Griega. M. y yo jugamos a imaginar que nos retiraremos aquí cuando nos jubilemos. El verde que todo lo inunda llena nuestro cerebro de una tranquilidad antigua y equilibrada. Y el sonido del mar.
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En el campo crece el laurel, crecen nogales, eucaliptos, ortigas, helechos; en los jardines hortensias, manzanos de sidra, limoneros. El agua está presente allí donde posamos la mirada: cae lentamente del cielo, rezuma de la tierra, hidrata nuestra piel. Nosotros, que venimos de comarcas amarillas, gozamos sin cansancio de tanta abundancia.
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Hoy en la playa de la Griega, en Colunga, nos hemos puesto de pie dentro de la huella fosilizada de un gran saurópodo que pasó por ese mismo lugar hace millones de años. He caído en la cuenta de que su peso fue tan real como el mío. ¿Cómo olía el aire que flotaba entonces sobre la tierra? ¿Qué animales volaban sobre las olas? A pocos metros de la orilla asomaba un banco de arena que la marea había limpiado de todo signo. Nos hemos descalzado y vadeando un pequeño istmo hemos alcanzado y conquistado el lugar, cruzándolo con nuestras huellas.
viernes, 6 de julio de 2007
Víspera
Me he despertado a las seis y ya no lograba volver a dormir. Hoy es un día especial: mi última jornada laboral antes de las vacaciones de verano, la víspera de un viaje. Nos espera el mar cantábrico (recuerda llevar las aletas y las gafas de bucear). Esta tarde prepararemos el voluminoso equipaje de la familia y mañana temprano saldremos a la carretera al más puro estilo de nuestros antepasados.
lunes, 2 de julio de 2007
Lunes de julio
Salgo del trabajo con la cabeza llena de voces y rostros, saturada de los problemas de decenas de personas. Cerca del mediodía ha habido un momento en el que he sentido la necesidad de levantarme y salir a dar un paseo, solamente eso, un paseo de cinco minutos en silencio, pero hoy no podía permitírmelo.
Pasadas las siete y media de la tarde, cuando gran parte de la gente empieza a marcharse, voy a la piscina con C. La superficie del agua está especialmente lisa y limpia en el instante en que me lanzo de cabeza y la rompo con el volumen de mi cuerpo, llego al fondo de azulejos azules, lo rozo con las manos y me impulso hacia arriba, de regreso al mundo del oxígeno donde mi hijo me espera en la orilla, dispuesto a mostrarme que él también sabe hacerlo. Más tarde nos secamos sentados en un banco de hormigón. Apenas queda nadie en las instalaciones. C. come una bolsa pequeña de patatas fritas a mi lado. Un tren pasa rugiendo por la vía cercana. Los vencejos han salido de caza y vuelan maniobrando vertiginosamente en el cielo como sólo ellos saben hacerlo. Contemplándolos caigo en la cuenta de que, a pesar de la música de los altavoces, los breves chillidos de los pájaros y todos los demás sonidos, el silencio ha regresado por fin a mi cabeza: la angustia con la que salí del trabajo se ha disuelto como humo a merced del viento. Respiro profundamente sintiendo el compasivo sol del atardecer en la espalda desnuda. No quiero, no me atrevo a pensar en la justicia de mi suerte.