Llueve sin parar desde ayer o, lo que es lo mismo, llueve desde hace miles de años. Todo el mundo lo sabe: amo, adoro la lluvia, aunque me gustaba más antes, cuando no tenía efectos secundarios en mi química cerebral.
Por fin ha nevado en el Pirineo y todo el mundo está contento. Yo también. Conozco a muchas personas que, como lo agricultores, dependen de la nieve para sobrevivir en primavera.
Yo vuelvo a escribir o, lo que es lo mismo, poso mi mano en la pared de la cueva y escupo sobre ella para dejar alguna huella de este tiempo remoto.
lunes, 4 de enero de 2016
Tiempos remotos
viernes, 1 de enero de 2016
Seis kilómetros por hora
Ha llovido un poco, muy poco, casi nada en realidad. Me he dado cuenta cuando después de cenar he salido un momento a la galería a fumar. Los escuálidos árboles de la acera, desnudos de hojas, eran de nuevo mapas vasculares inversos: riñones, pulmones, manos, tobillos.
Por la mañana fuimos a pasear por el campo. Dos aves grandes cruzaron el cielo sobre un almacén en ruinas y se alejaron sin esfuerzo, absolutamente ajenas al primer día del año de otra especie, otra religión, otro calendario; ajenas al pasado y el presente. En un momento, pensé, estarían sobre el lejano Monasterio del Pueyo, y poco después sobre la sierra de Guara, y más allá, sin esfuerzo aparente, sobrevolarían las altas montañas donde todavía no ha nevado.
Nosotros caminábamos junto al canal a seis kilómetros por hora. A veces hablábamos y a veces callábamos. Bandadas de pajarillos iban de un grupo de arbustos a otro delante de nosotros, como si jugaran a espantarse.
jueves, 31 de diciembre de 2015
lunes, 21 de diciembre de 2015
Esperanza
Hoy he conducido hasta Barbastro, donde estamos empadronados mi hijo y yo, para votar en las elecciones generales. Era su primera vez y me hacía ilusión que lo hiciésemos juntos. Pensé que algún día, dentro de muchos años, tal vez recordaría que la primera vez que votó lo hizo a mi lado.
Antes de ir a ejercer nuestro derecho hemos ido a comer al restaurante El trasiego. Era también la primera vez que comíamos juntos, solos él y yo, en un buen restaurante, y hemos disfrutado mucho. Ha sido un día muy especial para los dos.
No importa el voto que hayamos elegido cada uno de nosotros frente a la mesa de las papeletas, lo que me ha emocionado es que dos generaciones exactas, yo y mi hijo, estábamos haciendo uso de un derecho que ha costado mucha tortura y muerte a lo largo de los siglos, un derecho que todavía hoy no existe en muchos lugares de nuestro planeta. Quería que él fuera consciente de ese privilegio, fuesen cuales fuesen los resultados del escrutinio.
Es cierto que yo no tengo sus dieciocho años. Sé que la democracia no es perfecta, sé que existen intereses financieros capaces de poner de rodillas a países enteros, como vimos recientemente en Grecia. La edad me ha convertido en cínico a mi pesar, pero no en cruel, tampoco en un pesimista sin remedio. Me niego a ello. Creo en las mejores virtudes de nuestra especie y, como padre, mi voluntad es legar esa esperanza.
jueves, 17 de diciembre de 2015
Soy el caballo
Debemos tomar las riendas de nuestra vida. Recuerdo la primera vez que escuché esta frase, hace dos o tres años, cuando comenzaron mis comunes problemas mentales. Ni ansiedad ni depresiones ni pollas: tenemos que tomar las riendas de nuestra vida, y ya está.
Así, de primeras, suena muy bien. Nada puede objetarse a semejante propuesta: tomar (de una puta vez) las riendas de tu vida (para que desaparezcan la puta ansiedad, la puta depresión y todas las demás posibles putas cosas que te impiden ser feliz). Fin de la coletilla.
Pero se da la circunstancia de que yo sé montar a caballo. Aprendí muy joven en Tudela, cuando era un adolescente, y muchos años más tarde, en Bañolas, salía a pasear dos veces por semana con una preciosa yegua que se llamaba LLivia. Sé lo que son unas riendas, sé para lo que sirven y sé que pueden utilizarse mal, muy mal, o con sentido común -sabiendo siempre que unas riendas son lo que son: un instrumento para dar órdenes.
Soy, a mi pesar, poeta, y comprendo que la frase "Debemos tomar las riendas de nuestra vida" es una metáfora de la peor especie, pero como además fui jinete de verdad esa metáfora precisamente, y no otra, no me sirve. O sí me sirve, pero para darle la vuelta: la vida, nuestra vida, no puede ser sometida fácilmente. No sirve la fuerza bruta, no sirven los tirones. Necesitamos aire, sentir que de algún modo todavía somos libres, ese es el secreto para que un animal de quinientos kilos no te envíe volando a Saturno.
Tengo cincuenta y dos años y no soy dócil: eso complica las cosas. Tengo tendencia a las adicciones y eso complica (mucho) las cosas. Mis riendas, las que yo mismo habría de tomar en mis manos, según parece, deberían estar construidas de un material eléctrico y paralizante, algo en cualquier caso rotundo, aniquilador, para que tuviera un efecto duradero en el tiempo. Esto es algo que todavía no se ha inventado.
¿Debo tomar las riendas de mi vida? Seguramente, lo que sucede es que me reconozco en el caballo, no en el jinete.
lunes, 14 de diciembre de 2015
Un milagro
Debes imaginar que tienes setenta y nueve años y conduces, en compañía de tu esposa de setenta y seis, por una carretera que has recorrido no cien veces sino mil, miles de veces entre el pueblo navarro donde naciste y la ciudad aragonesa en la que sacaste adelante a tu familia. Es un día más, el primero de diciembre de un dos mil quince que ya comienza a terminar. En la parte de atrás del coche viajan convenientemente ancladas y desiertas las sillas para niños que utilizas para llevar a tus nietos. En el maletero una bolsa de plástico llena a rebosar de pimientos del huerto que regalarás a tus hijos. Quedan pocos kilómetros para llegar a Zaragoza, el tráfico en el que estás inmerso fluye pacíficamente en caravana a unos ochenta o noventa kilómetros por hora cuando de repente, en unos segundos, todo sucede: interpretas que el coche que se incorpora a la carretera nacional desde la derecha va demasiado deprisa, crees que vas a impactar con él e inconscientemente te desvías a la izquierda para chocar contra un camión conducido por un joven rumano que nada ha podido hacer para evitarlo. Los cinturones de seguridad se tensan sobre tu cuerpo y el de tu mujer fijándolos al asiento; los airbags estallan impidiendo la colisión de vuestras cabezas contra el volante y la guantera del coche; el vehículo, ya destrozado en tan breve lapso de tiempo, rebota en la rueda izquierda del camión y gira sobre el asfalto hasta quedar orientado en dirección contraria a la que hasta hace un instante conducías tranquilamente.
Tú no lo sabes, pero durante un instante has perdido el conocimiento y algunos cristales se han clavado en tu rostro. Tu esposa no está a tu lado, su asiento ligeramente desplazado por el impacto está vacío y no consigues abrir tu puerta destrozada. Cuando logras salir por el otro lado la ves sentada en el suelo junto a un hombre que se ha puesto el preceptivo chaleco fluorescente. Te dices que todo lo que está pasando es imposible, te dices que finalmente la tragedia os ha alcanzado, que lo que siempre les sucedía a otros finalmente os ha pasado a vosotros, y mientras lloras sin saber siquiera que estás llorando va a suceder algo increíble, algo estadísticamente imposible: uno de tus cuatro hijos aparecerá en medio del caos; uno de vuestros hijos, Carlos Miramón Arcos, profesor de matemáticas que casualmente conducía hacia el instituto donde había sido convocado a una reunión de evaluación esa misma tarde y no otra, a esa misma hora y no a otra, aparecerá antes de que lleguen las primeras ambulancias y la Guardia Civil de tráfico, antes de todo lo que va a desencadenarse; uno de vuestros hijos estará a vuestro lado y comenzará a tomar decisiones, comenzará a calmar vuestra ansiedad sobreponiéndose a la suya, comenzará a daros todo su angustiado y puro amor.
Horas, días más tarde, en el hospital, en la UCI, contaréis que cuando lo visteis aparecer en medio del accidente pensasteis que estabais soñando, que se trataba de una epifanía, ¿de qué otro modo entender que estuviese allí en ese preciso instante?
Mi hermano me telefoneó mientras viajaba con vosotros en la ambulancia. No era consciente del milagro que estaba protagonizando. ¿Cómo podía serlo? Pero sucedió. En eso consisten los milagros. El azar. La ignorancia.
miércoles, 25 de noviembre de 2015
Como ningún tesoro pueda serlo
Hoy he pasado el día en Binéfar. Por la mañana había quedado con un amigo a quien no veía, imperdonablemente, desde hace mucho tiempo. Hemos dado un paseo por el camino del penchat, el territorio en el que ha creado muchas de sus fotografías. Siempre que hablo con él aprendo mucho, más aún: me cura en cierto sentido. Para quienes os preguntéis cómo es José Luis sólo diré una cosa: es una de las personas más buenas, inteligentes y afables que he conocido en mi vida. No, no dejaré que vuelva a pasar tanto tiempo sin quedar con él.
Al mediodía había quedado a comer con unas amigas. Las quiero tanto. Nos conocimos en la coral hace muchos años pero la relación ha ido más allá. Los amores. Los hijos. La vida. Ellas me conocen, han visto el fondo de mi corazón, me han escuchado hablar sin ambages, sin defensas, abierto en canal. Me han conocido cuando estaba en la cima y cuando estaba abajo, y yo las he conocido así también. Al lado, en el mismo parámetro del amor sexual, el amor conyugal, sitúo la amistad: inmune al tiempo transcurrido entre reunión y reunión, valioso como ningún tesoro pueda serlo.
Hablo de fortuna. Debería recordarlo cuando la ansiedad me asedia y empuja al precipicio, debería recordarlo cuando el zumbido de mi cerebro crece y crece diciéndome que la vida desafina, que todo está fuera de sitio, que ha comenzado la cuenta atrás, que todo lo que consideraba sólido empieza a descomponerse. Debería recordar la fortuna de que tantas personas maravillosas me quieran. El amor, la amistad, es el mejor chaleco salvavidas ante el tsunami. El mío es grande y fuerte. Conduciendo de Binéfar a Barbastro caí en la cuenta. Al atravesar uno de los puentes de la autovía cerca de Monzón vi a un hombre paseando por un camino en medio del campo de vuelta a casa. Se avecinaba la noche. Me reconocí en sus pasos, uno detrás del otro.
lunes, 23 de noviembre de 2015
miércoles, 18 de noviembre de 2015
Intimidad
Vivo, como tantas personas de este país, en un apartamento de tabiques escuálidos. Hará dos o tres meses que llegaron mis nuevos vecinos, una joven pareja con una niña pequeña y otra a punto de salir al mundo. Cuando semejante milagro sucedió yo les tramité las prestaciones de maternidad y paternidad. Les dije que éramos vecinos. Ellos me dijeron que venían de Zaragoza.
No les dije que ya les conocía por la voz alegre de su hija mayor, una niña feliz a todas luces. No les dije que escuchar involuntariamente sus gritos de gozo cuando jugaban con ella me llenaba de felicidad a mí también.
Ahora se filtra a veces el llanto de la pequeña recién llegada. La felicidad de la hermana repentinamente mayor no parece haber disminuido, su voz aguda continúa alegrando el silencio de mi casa de soltero.
¿Cómo podría explicárselo sin que pareciese una perversión? A veces, sin poder evitarlo por culpa del grosor de las paredes, escucho las canciones que la madre le canta al bebé recién nacido. Me hacen llorar. ¿Cómo podría explicárselo?
martes, 17 de noviembre de 2015
Mentiroso
Poco a poco me alejo. Siento que me alejo. Hubo un tiempo en el que pretendí escribir la verdad y nada más que la verdad. Mentiroso: sabes que la única manera de escribir la verdad es callarse. El mundo sucede y nada más. Es sólido como tú. Te arrasa. No necesita que nadie lo escriba. Pesa y huele.