domingo, 12 de febrero de 2017

Desgraciadamente

No hay mucho más que pueda hacer. Si tuviera que confesar mis defectos no sabría siquiera por dónde empezar. Me agotan, me disminuyen, a veces me hacen crecer, a veces me ayudan a escribir, pero no sabría siquiera por dónde empezar. Ahora me jode ser tan estúpidamente humano y después doy gracias por serlo y pagar el sacrificio.

No hay mucho más que pueda hacer. He probado incluso a dejar de escribir durante largas temporadas como cuando los submarinos se sumergían y ordenaban silencio absoluto para que nadie pudiera detectarlos en la superficie del océano durante la segunda guerra mundial. No podían ni hablar ni susurrar ni emitir sonido alguno: esa era su única oportunidad de salvarse para destruir más tarde a su enemigo.

Yo no tengo enemigos, y en realidad debo confesar que es algo que me fastidia un poco. No sé, ¿cómo es posible no tener enemigos? ¿Qué mierda de vida has vivido para no tenerlos?

Tampoco puedo hacer mucho respecto a eso. No voy a salir ahora a la calle con mi pijama a cuadros y mi chaqueta de lana paleolítica a insultar a los dueños de perros que caminan por las aceras bajo la luz de las farolas. Hace frío y, sobre todo, me daría vergüenza. La vergüenza: esa caliente, antigua y conocida compañera que nunca me abandonará.

viernes, 10 de febrero de 2017

Desiertos de color incierto

Hace horas que la noche
cubrió este lugar del mundo.

En Siberia yacen mamuts congelados
en la turba helada.

El humilde río de mi ciudad fluye
al otro lado de la calle
a merced de la gravedad rumbo
hacia el remoto mar abierto.

La estación internacional espacial
orbita alrededor del planeta y
los astronautas hacen fotografías
en las que no aparece nadie salvo
estuarios de colores,
cordilleras espectaculares y
desiertos de color incierto.

Qué frágil y delicado es
acariciar siquiera
qué significa todo esto.

martes, 7 de febrero de 2017

Sin dejar rastro alguno

En los países pobres las personas nacen y mueren sin dejar rastro alguno. No hay registros civiles, no hay juzgados, no hay un control de la población. Si uno muere antes de hacerse adulto ni siquiera queda un recuerdo social que, por otra parte, se extinguirá rápidamente generación tras generación hasta desaparecer.

En los países ricos las personas nacen y mueren registrados por juzgados civiles. Certificados de nacimiento, certificados de matrimonio, certificados de defunción. Estadísticas. Pirámides de población. Estimaciones demográficas. En los países ricos las personas nacen y mueren dejando un rastro burocrático sin fin: puntos del carnet del conducir, empadronamientos, antecedentes penales, premios literarios, páginas web, fotografías en Instagram.

Pero una cosa es cierta: también las generaciones de los países ricos se extinguirán, pues a menos que podamos exportar nuestros cuerpos o nuestra inteligencia y sus recuerdos a recipientes que puedan huir de este planeta sin dañarlos, no habremos sido sino el brillo de una luciérnaga al otro lado del río. Sólo eso.

Tanta ambición, tanta pompa, tanta ridícula importancia. Cada uno de nosotros seremos el tembloroso fulgor de la última brasa del último fuego antes de desaparecer definitivamente en la oscuridad, aunque seamos enterrados o incinerados con nombres y apellidos, y música probablemente, y las lágrimas de algunas decenas de personas que nos recordarán durante años en forma de fotografías, vídeos y recuerdos.

En los países pobres las personas nacen y mueren sin dejar rastro alguno. Es algo que me conmueve profundamente y que sucede diariamente. No hay registros civiles ni juzgados, a menudo ni siquiera imágenes familiares. Para la miseria heredada durante generaciones las fotografías son un lujo fuera de su alcance; alguna vez, como mucho, aparece la figura de un alumno perplejo delante de un mapa colgado en la pared y poca cosa más. Pero, por mucho que lo parezcan en esas imágenes de color sepia, no son espectros, no son zombis, no son conjuntos de músculos sin esperanzas, frustraciones, miedo y terror al agua negra y helada que los engullirá sin piedad.

En el mar las personas desaparecen sin dejar rastro alguno. Nada de su valentía, nada de su solidaridad o mezquindad durante la travesía, nada de sus amores de adolescencia, nada de las discusiones con sus padres y hermanos dejará rastro alguno, nada de sus momentos de soledad bajo un cielo tan limpio y cubierto de estrellas que no podemos ni imaginar.

lunes, 6 de febrero de 2017

Bajo una suave lluvia

El río frente a mi casa fluye tan alto que ha superado el cauce de hormigón armado que lo domeñaba y el agua corre sobre las malas hierbas que rodean la obra. Me gusta.

El paseo de la mañana en medio del campo lo hicimos bajo una suave lluvia. Me gustó.

Todo es sencillo si eres lo suficientemente inteligente para darte cuenta. Yo no lo soy.

domingo, 5 de febrero de 2017

Como si mi cuerpo fuese una trampa

Por la tarde vi una película en la televisión y lloré. Ya la había visto hace algunos años: Los descendientes. Me pasa mucho últimamente. Lloro por cualquier cosa (aunque esto no es aplicable a la película, que no es de ningún modo cualquier cosa sino una verdadera obra maestra del arte cinematográfico).

Por precisar: cuando hablo de cualquier cosa me refiero a anuncios de publicidad, por ejemplo. Es, por decirlo de algún modo, como si mi cuerpo entero fuese una de esas trampas dispuestas a saltar al sentir la mínima presión, atrapándome a mí mismo. Vivo en un estado de alerta permanente, y eso incluye también la sensibilidad emocional. Y es algo que padezco tomando cada mañana un antidepresivo y los ansiolíticos que millones de personas consumen para dormir. Para dormir. Lo que yo consumo para trabajar o sencillamente poder vivir tranquilamente es lo que millones de personas toman para dormir. Eso da una idea de lo que me sucede.

Aunque lo peor es llorar por casi todo, que el vello se erice por una emoción inesperada, que todo lo que soy se convierta, tan ferozmente, en otra reacción química de mi imaginación.

viernes, 3 de febrero de 2017

Viajeros del tiempo

Todos somos viajeros del tiempo. La silueta de nuestras manos fue registrada hace miles de años en la profundidad de las cuevas donde vivíamos. Cuando soplamos la flauta blanca de plástico de la clase de música de nuestros hijos pequeños debemos saber que estamos soplando en la réplica del hueso agujereado de un animal -o un congénere- que cazamos y comimos hace miles o millones de años.

Cabalgamos sobre el tiempo, todos lo hacemos sin darnos cuenta. Estamos a merced de la corriente. Todos cabalgamos sin control alguno sobre la frágil fortaleza de nuestra suerte y nuestra herencia genética.

En mi fuero interno creo que desapareceremos, que al final del misterio casi a punto de ser descubierto habremos sido una anécdota, un destello invisible en la inmensidad del cosmos. Algo que brilló y se apagó para siempre. Es duro sentir este pensamiento cuando se tienen hijos, pero viendo cada día cómo nos comportamos con esta nuestra pequeña isla en medio del universo, la única en la que nuestro organismo puede respirar oxígeno, vivir y prosperar, me cuesta creer otra cosa.

En mi fuero externo trato de insuflar esperanza a quienes me rodean. Las costumbres han cambiado en los últimos años a tal velocidad que, quien sabe, tal vez estemos a tiempo. Viajaremos a otros mundos. Crearemos colonias en ellos. Primero será Marte y luego otros planetas más lejanos. No repetiremos, por supuesto, los errores cometidos en la Tierra. Y sólo serán los primeros pasos. Nuestra única esperanza, la única entre todas, es salir de este planeta maravilloso que poco a poco estamos destruyendo.

Pero soy incapaz de olvidar mi fuero interno.  He de disimular.  Un tiempo que yo no veré dirá si tuve o no tuve razón.

miércoles, 1 de febrero de 2017

Clic

La tapa cuidadosamente tallada de una caja de madera que cierra con una perfección absoluta. El final de la más pequeña de las conversaciones. El alivio instantáneo de una frustración. Que, de pronto, todo encaje y nada más. Clic.

lunes, 30 de enero de 2017

Un paseo

Junto al canal en medio del campo que recorría ayer y antes de ayer al lado de M., esta mañana hemos dado un paseo José Luis y yo. El cielo estaba un poco nublado y el brillo de las lejanas montañas era más pálido que el sábado, como si en vez de nieve helada la cordillera estuviese cubierta de sábanas inmensas.

El asunto es que José Luis trabaja por la tarde y yo trabajo por la mañana así que, salvando los fines de semana, la única manera de vernos es cuando uno de los dos tiene fiesta. Yo disfrutaba de un día de vacaciones que no disfruté el año pasado, así que era la ocasión perfecta.

Y siempre nos sucede a todos lo mismo, creo: te ves con tu amigo o tu amiga y te preguntas: ¿cómo es posible que haya pasado tanto tiempo desde la última vez? ¿Cómo podemos ser tan descuidados? Pero al cabo de algunos minutos todo sucede como si nos hubiésemos visto ayer, y de algún modo la amistad fluye como si fuese nueva y reciente.

Hemos paseado tranquilamente los seis kilómetros de ida y vuelta que me sé de memoria. El canal bajaba con muy poco caudal de agua, dejando asomar islas de musgo empapado, y en algunos tramos olía como si estuviésemos en un puerto de agua dulce. Hemos hablado de nosotros, de nuestras familias, de nuestros hijos, también de cosas muy íntimas.

Una bendición de caminar con José Luis Ríos a través del campo es que no tengo que esforzarme en explicar las cosas que digo, él sabe exactamente de qué hablo cuando hablo, como yo sé de qué habla él cuando habla; sabemos en qué aventura estamos sumergidos los dos, qué precio pagamos y por qué lo pagamos. Además, y esto es muy importante para mí, es una de las personas más buenas que conozco en el sentido más común de la palabra.

Nos hemos despedido prometiéndonos no dejar pasar tanto tiempo entre cita y cita. Bueno, en realidad siempre que nos despedimos lo decimos.

domingo, 29 de enero de 2017

Y más allá

Noche avanzada. M. duerme desde hace mucho rato. Nuestro hijo de diecinueve años ronda por ahí, en el exterior de la nave (cruzo los dedos). El viaje continúa hacia el infinito con todas sus consecuencias.

sábado, 28 de enero de 2017

Algo estrictamente puro y virginal

Escribo esto con una copa de vino blanco de Rueda mientras en la cocina se termina de hacer un arroz meloso de langostinos. Un sol radiante entra por la ventana. Hace unas horas caminábamos por el campo junto al canal de siempre. Hemos visto un gato silvestre de cola anillada y piel naranja y blanca que se nos quedó mirando un buen rato antes de desaparecer entre las encinas. La cordillera estaba toda nevada y su blancura fulgía bajo el cielo como si la naturaleza fuese algo estrictamente puro y virginal.