Todos somos viajeros del tiempo. La silueta de nuestras manos fue registrada hace miles de años en la profundidad de las cuevas donde vivíamos. Cuando soplamos la flauta blanca de plástico de la clase de música de nuestros hijos pequeños debemos saber que estamos soplando en la réplica del hueso agujereado de un animal -o un congénere- que cazamos y comimos hace miles o millones de años.
Cabalgamos sobre el tiempo, todos lo hacemos sin darnos cuenta. Estamos a merced de la corriente. Todos cabalgamos sin control alguno sobre la frágil fortaleza de nuestra suerte y nuestra herencia genética.
En mi fuero interno creo que desapareceremos, que al final del misterio casi a punto de ser descubierto habremos sido una anécdota, un destello invisible en la inmensidad del cosmos. Algo que brilló y se apagó para siempre. Es duro sentir este pensamiento cuando se tienen hijos, pero viendo cada día cómo nos comportamos con esta nuestra pequeña isla en medio del universo, la única en la que nuestro organismo puede respirar oxígeno, vivir y prosperar, me cuesta creer otra cosa.
En mi fuero externo trato de insuflar esperanza a quienes me rodean. Las costumbres han cambiado en los últimos años a tal velocidad que, quien sabe, tal vez estemos a tiempo. Viajaremos a otros mundos. Crearemos colonias en ellos. Primero será Marte y luego otros planetas más lejanos. No repetiremos, por supuesto, los errores cometidos en la Tierra. Y sólo serán los primeros pasos. Nuestra única esperanza, la única entre todas, es salir de este planeta maravilloso que poco a poco estamos destruyendo.
Pero soy incapaz de olvidar mi fuero interno. He de disimular. Un tiempo que yo no veré dirá si tuve o no tuve razón.
viernes, 3 de febrero de 2017
Viajeros del tiempo
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