jueves, 10 de octubre de 2019

Diez de octubre

Apenas desciende un hilo del río que debería fluir enjaulado en su canal de hormigón. Las algas de agua dulce son como el largo cabello de una Ofelia eternamente muerta. Los días de esta ciudad de provincias, como el pequeño caudal del río Vero, transcurren lentamente pero sin detenerse nunca. Hoy Malika, una mujer a la que conozco desde hace muchos años, me ha regalado una caja con unos tomates rosa de Barbastro de su huerta absolutamente maravillosos. Estos gestos, que yo siempre que no son necesarios porque simplemente hago mi trabajo, en el fondo me conmueven. Son tan gratuitos, tan de verdad. Malika y su marido recogieron estos tomates, los seleccionaron -estoy seguro porque son perfectos-, los metieron en una caja y pensaron en mí. Cuando me jubile, si todavía vivo para entonces, recordaré estas pequeñas cosas, estas conexiones entre personas tan distintas e iguales al mismo tiempo.

Creo firmemente, desde la privilegiada atalaya que me ofrece mi puesto de trabajo, que el único objetivo político o simplemente de futuro viable para nuestra especie es la comunión entre todos nosotros, que ya existe esporádicamente, que ya se demuestra en catástrofes naturales, que es consustancial a nuestra evolución como seres sociales. Todo lo que vaya en contra de esa comunión sencilla, sin aspavientos, sin señalar con cinismo las diferencias y señalando con fraternidad tantas cosas que nos unen; todo lo que vaya en contra de eso es mi enemigo número uno: el racismo, el clasismo, el nacionalismo -que suele reunir las dos características anteriores-; el desdén por el dolor de los demás, el egoísmo, etcétera: esos son mis enemigos y jamás me cansaré de combatirlos. Jamás.

Los tomates rosa de Malika.

miércoles, 9 de octubre de 2019

Nueve de octubre

Alguien sopla una trompeta. Nunca la había escuchado desde que vivo aquí. Debe de ser un niño porque se nota que lo hace por primera vez. Es terrible pero maravilloso. De hecho es más maravillo que terrible. Siempre es más maravilloso que terrible.

martes, 8 de octubre de 2019

Ocho de octubre

Carlos, que quiere preparar oposiciones a bombero, ahora que ya ha dejado de trabajar por la noche ha vuelto a ir al gimnasio para ponerse como un toro (las pruebas físicas son muy exigentes) y el viernes se examina, de nuevo, del carnet de camión en población. Maite va la piscina climatizada de Barbastro a hacer también gimnasia en el agua dos días a la semana. Casi comienzo a sentirme mal por gordo y dejado y sedentario. Cuando termine este año de escritura y fotografía diaria me lo plantearé. Jamás en toda mi vida he hecho más deporte que el que se hace de niño corriendo de aquí para allá para descubrir dónde se han escondido tus compañeros de juego. Bueno, he tenido temporadas de bicicleta estática y hasta abdominales, y me encanta pasear por el campo o junto al canal los fines de semana. Pero esas temporadas de bicicleta y abdominales, como vinieron, se fueron.

Hoy hemos comido los tres miembros de la familia por separado. Todos. Ayer dejé hechos unos macarrones con tomate y chorizo. Mi compañera tenía la gimnasia en la piscina a las tres y media, yo volvía al trabajo a las cuatro -los martes atendemos por la tarde de cuatro a siete-, y nuestro hijo ha regresado del gimnasio a las cuatro menos cuarto.

Libertad. Siempre libertad. Los macarrones con tomate y chorizo, por cierto, aunque a los italianos les parezca una herejía, estaban muy buenos. Todavía quedan para mañana. He heredado de mi madre que sólo sé cocinar para ejércitos, siempre sobra. Pero nos lo comemos todo.

Estoy tan cansado mentalmente. Sé que incluso puede ser un agravio comparativo para muchas personas que trabajan más duro y más horas que yo, pero atender público ocho horas es agotador, las agencias de información de la Seguridad Social, sobre todo cuando son comarcarles como la mía, lo tocan todo, tenemos toda la institución en nuestro cerebro y debemos aconsejar e informar sabiendo la responsabilidad que asumimos, que es muchísima. Hay tantos asuntos distintos, tantas consultas diferentes. Aunque ya lo he dicho, ¿qué derecho tengo yo a quejarme por un trabajo que me gusta y que es estable y que me requiere trabajar sólo una tarde a la semana? Ninguno. No es correcto que me queje. Pero estoy tan cansado. Escribo dejándome llevar, improvisando, dejando que mi mente se vacíe un poco de tantas voces, tantos rostros, tantas personas maravillosas en su identidad irrepetible. Buenas noches.

lunes, 7 de octubre de 2019

Siete de octubre

Los lunes son siempre una mezcla de desastre y esperanza: el comienzo de una nueva oportunidad y el final de las breves, brevísimas vacaciones del fin de semana.

Pero todo es mentira. Cada día es una nueva oportunidad y la última, hipotéticamente. Soy idiota y nunca cambiaré, a estas alturas ya no. Aunque sepa que soy idiota. Se ha de reconocer que semejante idiotez tiene su mérito. Sí, lo sé: idiota perdido. Triste mérito pero, como idiota que soy, mérito al fin y al cabo.

domingo, 6 de octubre de 2019

Seis de octubre

Me asomo a la ventana
de la habitación donde escribo
y me siento igual que
si me asomara al ojo de buey
de una embarcación.

Domingo por la tarde.

Calma chicha.

Mar de los sargazos.

sábado, 5 de octubre de 2019

Cinco de octubre

Sábado por la tarde. Maite, que repite como jefa del departamento de lengua del instituto PORQUE nadie ha querido sustituirla después de dos años, lleva días trabajando sin parar con la programación del curso, a lo que ahora hay que sumar un constipado de la hostia. Yo, como la conozco, ya no digo nada. Ni la lógica baja médica ni su renuncia al puesto son decisiones compatibles con ella. Me callo y ya está.

Hoy cuando volvía de hacer la compra he visto el revuelo de un camión de bomberos, policía local y también la guardia civil porque un coche se había estrellado en una rotonda contra una farola. Me ha parecido ver a la conductora sentada en un pretil del aparcamiento del cementerio rodeada de personas. Ha debido de ser un despiste.

Yo escribo tranquilamente, tengo tiempo libre y este propósito absurdo de dar cuenta diaria de mi navegación. Para los capitanes de barcos no era opcional: los cuadernos de bitácora eran una obligación: había que registrar todo lo sucedido, como lo hago yo voluntariamente y sin surcar las profundidades del océano.

Mi navegación no tiene ninguna importancia, pero forma parte de la historia de este mundo.

viernes, 4 de octubre de 2019

Cuatro de octubre

Yendo a trabajar esta mañana he visto el rastro rectilíneo de un avión en el cielo, a nueve o diez kilómetros sobre mí. Volaba hacia el sur. Hacía frío pero sigo vistiendo como en verano porque sé que cuando salga del trabajo a las tres de la tarde hará calor. Qué agradable sentir frío por la mañana caminando hacia la agencia comarcal de la Seguridad Social en Barbastro. Me he cruzado con dos o tres conocidos. Uno me ha gritado: "¡Valiente!". "¡Tengo un neopreno interno y natural!", le he contestado. Ha sonreído y nos hemos alejado en direcciones contrarias. A veces vivir puede ser así de fácil, y es maravilloso.

jueves, 3 de octubre de 2019

Tres de octubre

Hoy mi padre ha cumplido ochenta y tres años y, como siempre, cuando he hablado con él por teléfono, me ha asombrado y admirado su tranquila consciencia de la realidad. Tal vez he heredado, entre otras muchas cosas, eso de él. Sabe que ya no le queda mucho tiempo de vida pero está volcado en cuidar a mi madre, que tiene una salud mucho peor que la suya. Mi padre es alguien muy especial: tranquilo, callado, pero inasequible al desaliento. En algún sitio leí hace tiempo que en las peores situaciones, si puedes permitírtelo, elige siempre como compañero a quien tenga esperanza. En la guerra y en la paz. La esperanza señala a las personas buenas. Ochenta y tres años y guapo como un actor de Hollyvood, uno de los seres humanos más buenos en el estricto sentido del adjetivo que he conocido en mis cincuenta y seis años de vida, un ejemplo de honestidad para sus hijos y sus nietas y nietos. Se lo he dicho por teléfono pero se lo digo aquí, aunque nunca lo leerá: papá, te quiero.

En la fotografía está junto a mi hermana Susana Miramón, la pequeña de la familia, mi ratoncita (nos llevamos diez años, también llamo así a mi hija). Los dos están tan guapos que me dan ganas de llorar. La foto es de hace pocos días, durante las fiestas del pueblo navarro donde nací. Feliz cumpleaños, papá.


Papá y Susana

miércoles, 2 de octubre de 2019

Dos de octubre

Sigo vistiendo como no debería hacerlo un caballero: sandalias de misionero, bermudas viejísimas y camisetas y camisas de manga corta (según parece llevar camisas de manga corta es una especie de delito de los buenos usos y la elegancia inherentes a quien elegante quiera considerarse, a mí me importa un pimiento). Lo que me preocupa es que siga haciendo calor y el río fluya lentamente frente a mi casa convertido más en un arroyo que en aquel. Uno piensa que su breve vida no será testigo de nada importante ante la inmensidad de la historia, pero en la mía ya he asistido a eventos inimaginables: el fin de la guerra fría, la unificación de Alemania, el nacimiento y victoria entre comillas sobre el islamismo radical y, lo más importante, el acelerado calentamiento global de nuestro planeta. Ayer vi en la prensa una fotografía desgraciadamente bastante frecuente en los últimos años: desprendimientos de enormes pedazos de hielo en el Ártico y en la Antártida. Uno piensa que en su breve estancia en este mundo no será testigo de sucesos terribles y, aunque mi generación sea probablemente una de las pocas que no ha intervenido directamente en una guerra, está asistiendo al acelerado cambio del mundo. La subida del nivel del mar se precipita casi exponencialmente y muchas especies que en nuestra infancia eran abundantes ahora se extinguen a toda velocidad. Yo soy acaso un ser humano que verá desaparecer al tigre, al rinoceronte, incluso a los leones.

Y ni siquiera sé qué sentir. Reciclo como una hormiga antes del impacto de un meteorito, trato de dar ejemplo entre quienes me rodean, escribo en este diminuto lugar de la red, pero ni siquiera sé que sentir. Leí que personas condenadas a muerte pasaban del pánico a la estupefacción, y, después de la estupefacción, a una especie de alejamiento personal de cualquier sentimiento mientras incluso eran conminadas a cavar su propia tumba antes de los disparos. Imagino que son bondadosos recursos de nuestras neuronas para hacernos más fácil el tránsito incluso en las peores circunstancias.

Pero ante lo que se avecina no es un recurso útil pues hace falta reaccionar. Yo, que soy optimista por naturaleza, confío en las generaciones del futuro y, aunque sea en un planeta sin tigres ni rinocerontes en libertad, un planeta con países desaparecidos por el aumento del nivel del mar como ya comienza a suceder en Oceanía, un planeta con procesos de desertificación a los que España es especialmente sensible, confío en esas generaciones, digo, porque siempre son más inteligentes que las anteriores, porque se lo juegan todo. Y no estoy pensando en mis hijos sino en sus tataranietos y en los tataranietos de estos. No le tengo miedo a la muerte, por mi trabajo sé que es algo que sucede cada día. Le tengo rabia porque morirme me impedirá saber qué sucedió al final de todo esto. Esa es la única batalla que perdí desde que comencé a llorar en este mundo.

martes, 1 de octubre de 2019

Uno de octubre

Estoy tan cansado que me iría a la cama ahora mismo. Pero sé que a las cuatro de la mañana me despertaría como un robot y tendría problemas. Debo aguantar despierto al menos hasta las diez y media o las once, y cenar algo: queso, escalivada, pan con tomate, cualquier cosa. No tengo ganas de cocinar.

Maite y yo hemos hecho un video por WhatsApp con Paula en Bergen, Noruega. Por fin ha alquilado un pequeño apartamento a pie de calle después de tantos años alquilando habitación en pisos compartidos. Nos lo ha enseñado: su recibidor de madera donde dejar abrigos y calzado, una sala relativamente grande, el dormitorio, la cocina, el cuarto de baño. Su primera vivienda para ella sola. Estaba agotada por la mudanza pero muy ilusionada. Eso sí, como su casa está a la altura de la acera se pondrá cortinas. En eso se nota que no es noruega. Cuando fuimos a visitarla el verano del año pasado caminábamos por las calles y podíamos ver a través de las ventanas la actividad cotidiana de los habitantes de las casas: un señor leyendo el periódico en la mesa de la cocina mientras su mujer preparaba la cena, etcétera. Ellos no tienen problema alguno porque no saben que los españoles somos unos cotillas que miramos asombrados las vidas de la gente que no tiene ni persianas ni cortinas en sus ventanas. Me sucedió también en Londres. Pero Paula pondrá cortinas. Nos ha dicho: ver pasar sombras junto a la ventana me pone nerviosa. Culturas.

Mi mano derecha está firme como la de una estatua, pero la izquierda me tiembla de un modo extraño. Tengo las cervicales del cuello hechas polvo tras años de rotación entre la pantalla del ordenador, los usuarios, las impresoras y el escáner. Tal vez toque otra tanda de fisioterapia, pero estoy tan harto de médicos... El día termina. Al empezar a escribir pensé que hoy no había pasado nada, pero me doy cuenta de que eso es literalmente imposible, absolutamente imposible si estás vivo.