El fin de agosto sólo trae la esperanza del otoño, un otoño que, como sucede en los últimos años, durará un suspiro. Pero el invierno no me da ningún miedo, amo el primer día en el que mi aliento se convierte en humo ante mi boca al respirar, y las pocas heladas de los últimos tiempos que convierten todo en cristal.
Pero hoy termina agosto, un mes en el que no he trabajado y el mes también en el que nuestra hija y nosotros compartimos una semana en la Costa Brava. He cocinado mucho, he engordado dos kilos, he hecho muchas fotografías, he escrito cada día. Sigo adelante con mis pastillas matutinas y mis días absolutamente y exageradamente maravillosos junto a mis días de mierda en los que casi nada me importa.
Sé que, como mi madre desde que la conozco, nunca me curaré y debo aprender a vivir con la depresión y la ansiedad. Es lo que hago y, en ese sentido, escribir me ayuda (aunque no el compromiso de hacerlo cada día, eso también es verdad, pero yo me lo he buscado).
En realidad creo que vivir es algo muy extraño, muy raro, muy difícil de creer. Comencé a pensar de este modo en la adolescencia, que fue también cuando empecé a escribir. Expresar toda esta inconsistencia ayudaba a que no se desmoronara. Lo sigo haciendo ahora y por el mismo motivo que entonces. Las estaciones, el calor, el frío, el humo del aliento en invierno. Ayudo a la vida aunque ella no lo sepa ni lo agradezca. Cada día recompongo como puedo el castillo de arena en la orilla de la playa donde las olas y las mareas vienen y se van.
sábado, 31 de agosto de 2019
Treinta y uno de agosto
viernes, 30 de agosto de 2019
Treinta de agosto
Hoy, todavía de vacaciones -me reincorporo el cinco de septiembre-, he ido al punto limpio del Ayuntamiento de Barbastro para dejar algunas cosas que espero que reciclen (siempre me queda la duda de si harán bien las cosas, algo ofensivo para esos trabajadores: si yo intento hacer el mío lo mejor posible por qué ellos no? Soy idiota, ya lo sé).
Aprovechando que las instalaciones están a unos pocos kilómetros de la ciudad, en la carretera de Berbegal, he conducido hasta un pequeño aeródromo muy rudimentario que hay pasada la autovía a la derecha. Allí he tomado el camino y he conducido muy despacio, en primera o segunda, casi al paso de una persona. El termómetro marcaba treinta y tres grados en el exterior de la vieja Picasso, cuyo aire acondicionado soplaba a todo trapo, apenas tapado por el sonido de la música. En esa zona no hay árboles, ni siquiera encinas carrascas o enebros, sólo campos de cereal de secano llanos u ondulados bajo un cielo alto muy azul donde navegaban nubes muy altas y desvaídas, como si constantemente estuviesen desapareciendo.
He decidido explorar el camino durante un buen rato rato y finalmente, después de casi una hora, he ido a parar al canal por donde siempre paseamos Maite y yo por un camino subsidiario que transcurre a través de dos granjas abandonadas. Antes de llegar a las granjas en ruinas, al girar en una curva, he sorprendido a una perdiz roja que ha salido volando a ras del suelo durante unos metros hasta alzar el vuelo. Era preciosa.
jueves, 29 de agosto de 2019
Veintinueve de agosto
Aunque la vida me engulla como
una ballena al abrir su inmensa boca
tragando toneladas de krill,
nada cambiará para mí. Soy
un diminuto camarón y,
al serlo, soy también una ballena y,
al serlo, soy el océano entero y,
al serlo, soy mi planeta, todo
mi sistema solar entero y
mucho más.
miércoles, 28 de agosto de 2019
Veintiocho de agosto
El océano tranquilo,
negro como el betún
bajo un cielo
cuajado de estrellas.
Nada nuevo.
Todo nuevo.
Navego.
martes, 27 de agosto de 2019
Veintisiete de agosto
Iba a escribir mi entrada diaria en este cuaderno de bitácora -todavía recuerdo la época en la que los blogs se llamaban así-, cuando de pronto he oído el sonido de un avión a baja altura sobrevolando la zona donde vivimos en Zaragoza. Como en los últimos días han ocurrido tantos accidentes aéreos en España todo mi organismo se ha puesto inmediatamente en situación de alerta. El avión se ha ido y he respirado pausadamente mientras, al hacerlo, de pronto he pensado en quienes a partir de ese preciso sonido, el mismo que he escuchado yo, ahora mismo comenzaban a sentir un terror real en tantos lugares del planeta; ahora, en este preciso instante: escombros, sangre, muerte de niños y ancianos y familias enteras, sufrimiento, olvido mediático.
Y entonces me ha dado vergüenza escribir las primeras frases de este texto. ¿A qué puedo temer yo sino a un ictus, un cáncer, un infarto o cualquier otra enfermedad de las que morimos quienes no sufrimos bombardeos? Sé que alguna de ellas me expulsará del escenario, y no pasa nada, lo veo cada día en mi trabajo, en realidad es lo normal. Lo que no debería ser normal es morir, a los tres o a los ochenta años, bajo las bombas de un avión saudí o israelí.
Ahora todo está tranquilo a mi alrededor. Estoy muy lejos de la guerra y los incendios de la Amazonía, y la estación espacial gira ingrávidamente alrededor de mi mundo. Sé que el sufrimiento forma parte de la historia de mi especie, conozco del hallazgo de fosas comunes de jóvenes guerreros griegos de hace dos mil años con terribles heridas de espada. Soy un mono curioso, me gusta saber. Me gusta escribir aunque para hacerlo, a veces, deba imaginar el sufrimiento de personas que no conozco ni nunca conoceré. Jamás sabré si sirvió para algo.
lunes, 26 de agosto de 2019
Veintiséis de agosto
Mientras conducía hacia Zaragoza a través del desierto que la rodea, en las inmensas y lejanas nubes negras fulgían los relámpagos. Sin embargo, ya aquí, en el dormitorio de mi hija, constato que no llueve aunque tal vez lo haga esta noche.
Es muy difícil medir las distancias y altitud de las nubes. Una vez leí que los cúmulo nimbos que flotan en el cielo a menudo lo hacen a muchos kilómetros de altura. Los rayos que yo creía sobre Zaragoza desde el coche tal vez centelleaban a mucha más distancia.
Cuando he volado en avión sobre ellas siempre me he sentido un viajero espacial, sobre todo cuando, como ha sucedido en alguna ocasión, la nave ha tenido que introducirse en la tormenta para poder aterrizar y lo que era paz absoluta de pronto se ha convertido en un tramo de turbulencias, lluvia y oscuridad. Esos cambios radicales en la atmósfera me demuestran que habitamos "realmente" un planeta. El único en el que, por ahora, podemos sobrevivir y dar testimonio de ello. De vez en cuando necesito pruebas materiales de todo eso.
domingo, 25 de agosto de 2019
Veinticinco de agosto
En realidad, si lo piensas bien, todo es liviano, ligero, pasajero, fugaz como ese golpe de brisa en tu rostro que, como llegó, desapareció. Nada es tan importante como la consciencia, y ni siquiera esta lo es. La vida es un misterio que sucede y nada más.
sábado, 24 de agosto de 2019
Veinticuatro de agosto
Hoy me levantado desafinado, víctima de una desagradable sensación vertiginosa que, por desgracia, conozco bien. Hacía tanto tiempo que no me ocurría que ya casi la había olvidado. Lo que a las personas que nunca han padecido ninguna enfermedad mental les cuesta entender es que yo hoy, por ejemplo, estando de vacaciones, habiendo dormido bien, etcétera, me haya levantado mal, con la cabeza desafinada sin motivo alguno. Ya he aprendido que no debo buscar razones ni entrar en bucle, sino dejar que pase y se vaya y, si eso no sucede, recurrir a la química, que conmigo es lo único que funciona. Hasta ahora no ha sido necesario, y noto cómo poco a poco la conocida sensación va diluyéndose. Odio a mi cerebro cuando se empeña en fastidiarme. Me conoce mucho mejor él a mí que yo a él, y se aprovecha de ello. Qué cabrón.
viernes, 23 de agosto de 2019
Veintitrés de agosto
Cada verano, cuando disfruto de las vacaciones que me corresponden, más cuenta me doy de que podría vivir perfectamente estando jubilado. No tendría ningún problema. Me gustan demasiadas cosas y tengo demasiada curiosidad para poder aburrirme, y hasta eso sé: aburrirme.
Antes todos sabíamos aburrirnos. Cuando era niño y tenías que ir con tu familia a visitar a alguien en una casa donde sólo se oía el reloj de la pared, te sentabas en una silla y asumías que ibas a aburrirte como una ostra, y sin móvil, sin nada. Mirabas al vacío y te aburrías sin protestar porque estabas bien educado. A veces te daban alguna galleta, a veces no, pero no era el fin del mundo.
Creo que saber aburrirse es bueno, muy bueno. Tan bueno que ahora le llaman meditación. Abstraerte del tiempo y dejarlo pasar sin hacer un drama de ello. Yo sé hacerlo. Antes de escribir estas líneas he estado mirando la pantalla en blanco como media hora, y no exagero. Sin escuchar música ni nada, simplemente pensando qué podía escribir, por una parte, y que a partir del uno de enero de dos mil veinte se acabó escribir sí o sí cada día.
He pensado en que esta mañana he ido a comprar y me han parado para charlar cinco personas que me conocen del trabajo, es lo que tiene estar cara al público. A mí nunca me ha molestado, más bien al revés. Luego he estado un buen rato sin pensar en nada concreto hasta que he recordado que hoy me he levantado a las diez y media de la mañana. Hasta la mitad del mes de vacaciones seguía madrugando como cuando trabajo, pero ahora ya me he convertido en un jubilado poco madrugador. He pensado que este era un buen hilo del que tirar para escribir la página del diario de hoy. Porque sí: podría estar jubilado felizmente. Y me gusta mucho mi profesión, ayudar a la gente, todo eso, pero no tener ninguna obligación, no tener que madrugar, tener todo el tiempo del mundo para cocinar recetas que requieren tiempo... Oh, esto es el paraíso. Ahora un paraíso temporal, aunque cada año me queda menos, siempre y cuando los políticos no me obliguen a atender a los ciudadanos hasta los setenta años, lo que espero no suceda nunca.
jueves, 22 de agosto de 2019
Veintidós de agosto
En alguna parte leí que
algún día conseguiríamos
viajar a
la velocidad de la luz.
Y me atrevo a decir
que viajaremos a
más velocidad aún, pero
mientras tanto
deberemos conformarnos con
viajar a la increíble velocidad
del tiempo humano. Las
cinco estaciones una y otra vez.