viernes, 7 de marzo de 2008

Sin título

Leo lo que escribí ayer y pienso en Isaías Carrasco, el hombre al que un terrorista de ETA ha asesinado a tiros esta mañana delante de su esposa y una de sus hijas. Todas esas cosas banales que cuento, que he contado tantas veces, es lo que cruelmente le han arrebatado a él y a su familia, a sus amigos, a sus compañeros de trabajo: los días felizmente comunes, la continuidad de un futuro previsible hacia la vejez y la extinción al final del camino. Qué desmesurado despilfarro el provocado por quienes ya han perdido su guerra aunque no quieran darse cuenta, y qué precio tan alto el que han de pagar los valientes. La imagen de su mujer y su hija abrazadas al cuerpo tendido en el suelo me produce una inmensa tristeza.

jueves, 6 de marzo de 2008

En la clínica dental

Por la tarde, en la clínica dental, Alejandro ajusta las piezas del aparato de ortodoncia de Carlos mientras Paula y yo contemplamos por la ventana la calle mayor de Lérida. Hace más de cinco años que somos clientes de este lugar, es a Alejandro a quien Paula tiene que agradecer la preciosa sonrisa que luce en estos tiempos, y ahora el turno ha pasado a su hermano, que no muestra el menor signo de desconfianza. Decenas de personas caminan por la calle peatonal arriba y abajo, inmersas en la velocidad.

Después de la visita al dentista vamos a comprar a una gran superficie. Llevo en el bolsillo de mi abrigo una larga lista en la que hay, junto a un mando nuevo para la Play Station, una caja de leche, una botella de Jack Daniel's, embutido para los bocadillos, vino, lejía, kiwis, masa fresca para pizzas, mermelada, ensaladas, pimientos rojos y berenjenas para hacer escalivada, bombillas, tomates secos de Turquía, beicon, cebollas dulces, ajos, tomates cherry y, entre bastantes cosas más todavía, unas zapatillas de casa para Carlos que finalmente no encontraremos porque ninguna, ay, le gustaban ("parecen de chica").

Ya es de noche cuando regresamos a Binéfar, cansados y sin "las zapatillas de chico" que necesitaba mi hijo. Conduzco tranquilamente detrás de las luces traseras del vehículo que me precede. Treinta kilómetros me separan de nuestra casa y no tengo prisa.

miércoles, 5 de marzo de 2008

Montañas lejanas

Acabó la poda de las viñas y ahora los campos aparecen ligeros, limpios de broza, humanamente rectilíneos en estos días de un frío tan inesperado como la nieve caída por la noche en las montañas lejanas. A millones de kilómetros de distancia espacial, en la ladera de una colina de otro planeta, una avalancha de tierra y hielo levanta nubes de polvo bajo un cielo de color naranja. Quiero imaginar el ruido, el crujido de las partículas al moverse y caer en la atmósfera de dióxido de carbono. Ese ruido y ninguno más.

martes, 4 de marzo de 2008

Aniversario

Hoy hace un año que comencé a escribir este cuaderno, el tercero que redacto. Como no tengo whisky decido celebrarlo con un té verde a media tarde.

domingo, 2 de marzo de 2008

Treinta kilómetros

No he salido de casa en todo el fin de semana. En épocas tan perezosas me asalta cierta sensación de mala conciencia. Hoy, por ejemplo, ha hecho un domingo extraordinario, luminoso, radiante, un día perfecto para ir a dar un paseo por el campo; pero no me apetecía, no me apetecía lo más mínimo, me apetecía más levantarme tarde, no afeitarme, cocinar sin prisa, dormir la siesta, mirar una película, leer tranquilamente, disfrutar de las comodidades de nuestra azarosa fortuna... ¿Y la mala conciencia entonces? Qué peso de plomo el de una educación judeocristiana basada en el esfuerzo, en el sufrimiento, el pecado, el sacrificio, la lucha permanente contra nuestras debilidades. Nunca fui inmune a ella, y seguramente por eso esta tarde he recorrido treinta kilómetros ficticios sobre una bicicleta amarilla y estática. Ahora hace rato que hemos cenado. La noche, como cada día, ha convertido las ventanas en espejos.

miércoles, 27 de febrero de 2008

Fin y principio

Noche agitada, inquieta. En la acera conversa una patrulla de soldados armados. Arden algunas casas. Salgo a la terraza de atrás y, de pronto, contemplo con vista de pájaro el paseo Fernando el Católico de Zaragoza. Lo sobrevuelo con asombro omnisciente. Negros nubarrones navegan sobre mí. Se avecina una tormenta, el fin del mundo.

Suena el reloj despertador. Me ducho, me afeito, me visto, preparo los bocadillos, preparo mi café con leche, subo a la buhardilla, salgo a la terraza de atrás. El cielo es una pálida gasa de color azul sobre los tejados y las antenas de televisión. Las cigüeñas crotoran en el campanario de la iglesia de San Pedro. La mañana es fría en el principio del mundo.

viernes, 22 de febrero de 2008

Un accidente casual

La mujer caminaba delante de mí en el puente del Amparo sobre el río Vero, en Barbastro, cuando de repente ha resbalado y ha caído al suelo estrepitosamente, golpeándose la cabeza contra el suelo. Me he acercado corriendo y la he tomado de los hombros. Ella estaba confusa. ¿Qué me ha pasado?, preguntaba llevándose la mano al cuero cabelludo. Otro hombre que también se había acercado ha dicho: ha pisado una cagada de perro, señora, no hay derecho, habría que meter al dueño en la cárcel. Entonces me he dado cuenta de que bajo su cuerpo había un excremento canino totalmente aplastado, gran parte del cual había ido a pringar el lateral del pantalón de pana de la mujer. La hemos sentado en la escalera de entrada de una cercana entidad financiera. ¿Quiere que la acerquemos al ambulatorio?, le he preguntado. No, no, ha dicho, ya estoy mejor, sólo será un chichón... y esto, ha comentado con una mueca de asco mientras se señalaba el manchurrón de porquería en su ropa. La gente rodeaba la boñiga chafada y nos miraba fugazmente al pasar. ¿Está segura?, le he dicho. Sí, sí, gracias, ha contestado, me iré a casa. ¡Es una vergüenza!, decía mi compañero de socorro, ¡una verdadera vergüenza, habría que llamar a la policía! Sin hacerle caso he ayudado a la señora a ponerse en pie, le he dicho adiós, cuídese, y he seguido mi camino.

martes, 19 de febrero de 2008

¿Y ahora qué?

Lluvia ayer y hoy. Escasa en estos tiempos de sequía pero suficiente para empapar las recientes y tiernas flores de los almendros, suficiente para hacer charcos en los caminos. Debería comprar unas botas de agua, unas de esas altas botas de color verde que utilizan los ganaderos, así podría ir a pasear por el campo en días como estos, podría pisar los charcos de los caminos de la sierra. Creo que la última vez que tuve unas botas de agua era un niño pequeño. Por vulgar que resulte, si pienso en él siento un poco de melancolía. Esa es la verdad, no lo puedo evitar. Salgo a la terraza y constato que ha dejado de llover. Hay una tórtola turca en el pretil de ladrillo. Sus pequeños ojos de color vino me observan sin miedo. Digo hola y ella inclina la cabeza hacia la izquierda, como si preguntase ¿y ahora qué? Entro en casa. Ha empezado a oscurecer. Enciendo la luz. Me siento en esta mesa. Escribo estas palabras.

sábado, 16 de febrero de 2008

Una visita familiar

La luz del sol matutino alumbra sin sentimientos el paisaje de los Monegros. Los montes de arenisca modelados por el viento emiten un oxidado fulgor de bronce bajo el cielo pálido, y en las torres de alta tensión se reúnen hasta cuatro o cinco nidos de cigüeñas. Conduzco hacia Valfonda de Santa Ana, un diminuto pueblo de colonización en el interior de la comarca. Allí vive, en compañía de su mujer, el único tío carnal que le queda a M. Durante el trayecto, además de cigüeñas, vemos cuervos, bandadas de estorninos, rapaces de tamaño mediano, grupos de pájaros pequeños que a nuestro paso levantan el vuelo en los zarzales del arcén de la carretera.

Valfonda es una plaza de la que irradian cuatro calles. El tío de M. está esperándonos en el principio de la suya y nos saluda con el brazo. Su presencia nos impacta a todos porque se parece muchísimo al yayo Antonio, su hermano. Aparco, salimos del coche, saludamos al matrimonio, sonreímos y nos alegramos de vernos después de tanto tiempo. Tienen una perrita que viene a nuestro encuentro balanceando el rabo. Mientras C. se agacha para jugar con ella me doy cuenta de que P. está llorando. ¿Qué te pasa, cariño?, le digo. Es que es igual que el yayo, dice, y me acuerdo mucho de él. Bueno, es verdad, se parece mucho, le digo, pero si te ve llorar nos pondremos todos muy tristes, ¿has visto qué perra más bonita tienen? Entonces P. se va con C. a jugar con el animal y se le pasa un poco la pena.

Comemos sopa de cocido, ensalada y ternasco a la brasa, regado con vino tinto de Ribera del Duero. Con el café aparecen álbumes de fotografías en blanco y negro. En ellos hay abuelos, tíos, primos y también antepasados desconocidos y lejanos como extranjeros. En algunas imágenes está M. con ocho o nueve años, con doce. Siempre me conmueven profundamente las fotografías de mi mujer cuando era pequeña, en ellas observo su precioso rostro radiante de felicidad infantil y me doy cuenta de lo que me ha entregado, del maravilloso milagro que el amor significa en realidad.

A eso de las cinco de la tarde nos vamos. Prometemos llamarles por teléfono cuando lleguemos a casa. Conduzco junto a la vía del tren, conduzco junto al canal de hormigón por donde no baja ni una gota de agua. Los cuervos se calientan en los tejados de las pocas casas de adobe que salpican aquí y allá este paisaje que tanto me gusta. No hay una sola nube en el cielo casi blanco. Algo en mi interior me dice que todo está bien. Disfruta de todo esto, dice, y lo hago.