La luz del sol matutino alumbra sin sentimientos el paisaje de los Monegros. Los montes de arenisca modelados por el viento emiten un oxidado fulgor de bronce bajo el cielo pálido, y en las torres de alta tensión se reúnen hasta cuatro o cinco nidos de cigüeñas. Conduzco hacia Valfonda de Santa Ana, un diminuto pueblo de colonización en el interior de la comarca. Allí vive, en compañía de su mujer, el único tío carnal que le queda a M. Durante el trayecto, además de cigüeñas, vemos cuervos, bandadas de estorninos, rapaces de tamaño mediano, grupos de pájaros pequeños que a nuestro paso levantan el vuelo en los zarzales del arcén de la carretera.
Valfonda es una plaza de la que irradian cuatro calles. El tío de M. está esperándonos en el principio de la suya y nos saluda con el brazo. Su presencia nos impacta a todos porque se parece muchísimo al yayo Antonio, su hermano. Aparco, salimos del coche, saludamos al matrimonio, sonreímos y nos alegramos de vernos después de tanto tiempo. Tienen una perrita que viene a nuestro encuentro balanceando el rabo. Mientras C. se agacha para jugar con ella me doy cuenta de que P. está llorando. ¿Qué te pasa, cariño?, le digo. Es que es igual que el yayo, dice, y me acuerdo mucho de él. Bueno, es verdad, se parece mucho, le digo, pero si te ve llorar nos pondremos todos muy tristes, ¿has visto qué perra más bonita tienen? Entonces P. se va con C. a jugar con el animal y se le pasa un poco la pena.
Comemos sopa de cocido, ensalada y ternasco a la brasa, regado con vino tinto de Ribera del Duero. Con el café aparecen álbumes de fotografías en blanco y negro. En ellos hay abuelos, tíos, primos y también antepasados desconocidos y lejanos como extranjeros. En algunas imágenes está M. con ocho o nueve años, con doce. Siempre me conmueven profundamente las fotografías de mi mujer cuando era pequeña, en ellas observo su precioso rostro radiante de felicidad infantil y me doy cuenta de lo que me ha entregado, del maravilloso milagro que el amor significa en realidad.
A eso de las cinco de la tarde nos vamos. Prometemos llamarles por teléfono cuando lleguemos a casa. Conduzco junto a la vía del tren, conduzco junto al canal de hormigón por donde no baja ni una gota de agua. Los cuervos se calientan en los tejados de las pocas casas de adobe que salpican aquí y allá este paisaje que tanto me gusta. No hay una sola nube en el cielo casi blanco. Algo en mi interior me dice que todo está bien. Disfruta de todo esto, dice, y lo hago.
sábado, 16 de febrero de 2008
Una visita familiar
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3 comentarios:
Me encanta el último párrafo.
Un beso muy gordo.
me doy cuenta de lo que me ha entregado, del maravilloso milagro que el amor significa en realidad
Sí.
Por lo demás, en todo lo que dices, lo de siempre: darse cuenta, darse cuenta y vivirlo.
Un abrazo.
C., Portorosa, un abrazo.
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