¿Fuma? No, lo dejé el año pasado. ¿Alcohol? Sí, eso todavía no lo he dejado. ¿Cuánto? Vino en las comidas, no siempre, y algún whisky por la noche. El médico, que es más joven que yo, escribe en el formulario: bebedor moderado. Estoy en ese momento vital: algunos médicos son más jóvenes que yo, algunos profesores de mis hijos son más jóvenes que yo, etcétera. La enfermera que hace unos minutos me ha extraído sangre tenía aspecto de ser un poco mayor que yo, ahora que lo pienso, aunque con las mujeres es muy difícil adivinarlo. Le ha costado encontrarme la vena. ¿No te irás a desmayar, verdad?, me ha preguntado. No, todo lo contrario, me gusta mirar, le digo, antes de contemplar con curiosidad cómo la aguja penetra lentamente en mi carne, cómo bombea la sangre oscura hacia el interior de la jeringa. ¿Has traído la muestra de orina? Oh, sí, perdona, me había olvidado. Con el brazo izquierdo doblado para evitar el hematoma del pinchazo saco del bolsillo derecho de mi abrigo un pequeño recipiente de plástico lleno hasta la mitad y se lo entrego. Ella le adhiere una etiqueta con mis datos y lo guarda en una bandeja junto a las meadas de otras personas. Cerca hay otra bandeja, más reducida, con muestras de sangre. Me parece observar que la mía es más negra que las demás, y estoy a punto de comentárselo a la enfermera cuando ésta me dice que regrese a la sala de espera, que el doctor me llamará a su despacho. Qué absurdo, ¿a cuento de qué habría de ser mi sangre más oscura que la de los demás? Me siento en una de las sillas individuales de diseño. Son las nueve y cuarto de la mañana en Huesca. Giro la cabeza para echar un vistazo por la ventana, que en esa zona de la clínica se abre a un feo, degradado y típico patio trasero con sus contenedores de basura y unos cuantos palés amontonados en una esquina. Parece un escenario. Esta mañana también lo parecía la calle donde vivo, a ochenta kilómetros de aquí. Eran las seis y media y no se veía a nadie. No hacía mucho frío, como sucede siempre antes del amanecer. Qué cruda era la luz de las farolas. Una voz de barítono pronuncia mi nombre. Me levanto y el médico que es más joven que yo esboza una sonrisa desde el quicio de la puerta. Entro. Él se sienta detrás de su mesa y yo me siento al otro lado. Dice: voy a hacerle unas pocas preguntas, ¿de acuerdo? Adelante. ¿Fuma? No, lo dejé el año pasado.
martes, 27 de marzo de 2007
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