Conozco a esta mujer ecuatoriana de baja estatura y rostro redondo, la he atendido otras veces, trabaja de empleada de hogar. Se acerca a mi mesa y me solicita unos datos relativos a su hijo. Le digo que no puedo dárselos sin una autorización de él. Ella se pone nerviosa, extrae de una carpeta azul de cartón una fotocopia de la tarjeta de residencia de su hijo, un certificado de nacimiento, otros papeles. Los esparce sobre la mesa con sus manos regordetas y dice: “Por favor, señor, ayúdeme, de veras necesito esos documentos, por favor, no es ningún capricho”. Rompe a llorar. Le digo: “Tranquilícese, señora, no se disguste, solo necesito una autorización de su hijo, nada más”. “¡Ay, señor!”, dice, “¡pero es que él está en Holanda, ay, dios mío, dios mío, está allí preso porque le pusieron droga en la maleta! ¡Mi hijo en la cárcel, ay!”. La mujer se desmorona, llora desconsoladamente. “¡Usted sabe que somos una familia honrada! ¡Aquí mucha gente nos conoce, yo trabajo, él trabaja también! ¿Por qué iba a meterse en algo así? ¡Le han engañado, le han engañado!”, dice.
Me cuenta toda la historia. Su hijo se fue de vacaciones dos semanas, era la primera vez que regresaba a su país en ocho años. Tras pasar unos días con sus tíos y primos regresó a España. En Quito perdió de vista su equipaje para volver a verlo en Ámsterdam, en el departamento de la policía del aeropuerto. Nada menos que diez kilos de cocaína pura. Le interrogaron. Él aseguró no saber nada. Ahora está en la cárcel, pendiente de juicio. Sus padres, que no son precisamente ricos, le envían dinero para sus gastos, hablan con él por teléfono todos los días. Son conscientes de que, dentro de la desgracia, ha tenido suerte al ser detenido en Europa: cuando sus padres fueron a verle les dejaron abrazarle (“estaba muy blanco de piel, muy asustado”). En Holanda se respetan los derechos de los detenidos. “Imagínese si le pasa esto en el mismo Ecuador, ahí me lo matan nada más entrar en prisión, ¿sabe usted? Porque ellos son asesinos, no tienen piedad ninguna”. De hecho “ellos” se han puesto en contacto con la familia amenazándoles de muerte si su hijo dice algo, si da alguna pista a la policía (“¿Pero, señor, qué pista va a dar si él no sabía nada?”).
Miro la fotografía de su hijo. También lo conozco, se ha sentado un par de veces donde ahora está su madre. Tiene su misma cara redonda, los mismos rasgos indígenas y unos ojos despiertos, sonrientes. A estas alturas puedo imaginar lo sucedido. ¿Cuántos miles de euros le prometieron? ¿Cien mil? ¿Doscientos mil? Diez kilos de cocaína pura. Con razón los traficantes temen que les delate. Probablemente incluso en Ámsterdam corre peligro.
Ayudo en lo que puedo a esta señora. Vinieron aquí en busca de una vida mejor, de más oportunidades, y ahora todo se ha torcido. El abogado holandés les ha advertido de que su hijo puede cumplir doce años de cárcel; también, gracias a Dios, les ha prometido hacer todo lo posible para que cumpla la condena en Europa. Cuando ella se levanta yo me levanto también y la acompaño a la puerta. Su estatura queda debajo de mis hombros. Me da mucha pena verla partir por la acera camino de tiempos tan duros y difíciles.
viernes, 21 de septiembre de 2007
Una historia
Anotado por Jesús Miramón a las 21:13 | Cuentos , Diario , Vida laboral
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2 comentarios:
¿Te acuerdas de la "ancianita" aquella que la pillaron nosedonde?
Todos piensan que va a ser muy fácil.
En Holanda tiene derechos, pero son severos en el cumplimiento de la ley. No sale en doce años, fijo.
Tienes el corazón como un campo de futbol, así no se puede, haz algo...
Beso.
M.
Supongo que deben haber detenciones todos los días, pero hasta que no conoces un caso de cerca no te das cuenta de la tragedia que supone para las familias. El caso es que este chico tenía trabajo en España, de hecho estaba de alta en una empresa, las cosas le iban bien y todo lo ha tirado por la borda.
Qué tentación más poderosa (y antigua) es la del dinero, ¿verdad?
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