lunes, 4 de diciembre de 2017

Pajaricos

Tengo el recuerdo del soto de Tulebras como el de un maravilloso paraíso. El río Queiles fluía prístino, puro y virgen antes de llegar a Cascante y después a Tudela, y después al Ebro (a partir de ese momento ya sí, en un río tan grande, rumbo al mar que es el morir).

Guardo como un tesoro aquellos veranos con mi primo Emilín. Tulebras era y sigue siendo un pueblo diminuto, con apenas cuatro calles, un convento y un claustro. Su festividad, a mediados de agosto, según recuerdo, es San Bernardo, y todo el pueblo huele a a albahaca.

Con Emilín salíamos a cazar pajaricos con trampas a las que atábamos alicas, las hormigas aladas que salían de los hormigueros después de las tormentas. También pescábamos cangrejos en el río limpio junto a los prados de hierba y los chopos, los álamos y los abedules.

La primera vez que me enamoré fue en Tulebras, y lo hice de una chica de Bilbao. Se llamaba María Jesús. Yo debía de tener trece o catorce años. Me enamoré, por supuesto, con toda la pasión propia de mi edad, a muerte, al estilo de Romeo y Julieta, y le escribí cartas que sus padres censuraban y nunca llegaron a su destino; y diré que, al margen de amar a mi actual compañera y madre de nuestros dos hijos, si pienso en aquella lejana adolescente de entonces, prácticamente una niña como yo, algo se remueve en mi corazón.

Todo lo que acabo de describir es el escenario que convierte el fallecimiento de mi tía Carmen Miramón en un acontecimiento muy triste para mí. Aquellos veranos en los que vivíamos en su casa junto a la carretera, aquellas fiestas de San Bernardo, éramos de Tulebras, no de Cascante, no de Zaragoza.

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Mi tía Carmen era, toda ella, bondad pura. No existe en el universo entero nadie que, por mucho que se empeñase, pudiera decir lo contrario. Era un ser humano bueno en el más estricto sentido de la palabra. Hermana de mi padre. Mi tía Carmen de Tulebras.

Sus últimos años fueron muy duros para Emilín y Elenita, mis primos. Cuidar a alguien que no te reconoce ha de ser algo que te pone a prueba sin medias tintas. Ellos estuvieron allí. Además de quererles como primos hermanos les admiro como seres humanos. Aunque, ahora que lo pienso, en realidad no existe diferencia alguna entre el Emilín que conocí cuando explorábamos el soto y vivíamos como pequeños salvajes y el hombre en el que se convirtió después. Hablo de honestidad, hablo de valor; hablo -de él y de mi prima Elenita- del amor que les permitió estar al pie del cañón hasta el final.

Mi tía Carmen, después de años padeciendo la terrible enfermedad, murió la pasada madrugada. Yo, por motivos de trabajo, no podré asistir a su funeral. Asistí al de su marido, mi tío Emiliano, pero no podré asistir al suyo, y me da mucha pena, incluso rabia, pero no puedo. Mi trabajo no me lo permite.

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Regreso al soto de Tulebras. Los prados verdes junto al río. La brisa entre los árboles cuando éramos jóvenes y pensábamos que nuestros padres eran inmortales.

4 comentarios:

Elvira dijo...

¡Qué hermosos recuerdos! Menos lo de cazar pajaricos, que me han dado pena...

Un abrazo muy grande por la muerte de tu querida tía, Jesús!

Jesús Miramón dijo...

En aquella época no estaba prohibido cazar pájaros como ahora (causa seguramente de que el número de especies descendiera). Ni siquiera se requería permiso: ¡nosotros éramos menores de edad y nos movíamos por el campo como Pedro por su casa! Mi tía los desplumaba y se comían fritos, con sus huesecillos y todo. Como los cangrejos de río, que aún eran ibéricos y no de la especie americana que después expulsó a aquellos: los hacía guisados con pimientos rojos y unos huevos fritos.

Pero han pasado muchos años desde entonces. Muchos.

Un beso, Elvira. Y gracias.

arponauta dijo...

ay...

abrazo, Jesús.

Jesús Miramón dijo...

Abrazo, arponauta.