En la mudanza de ayer la empresa olvidó llevarse la bandera de España de sus clientes y ahí sigue, ondeando en un apartamento vacío. Siento curiosidad por saber si quienes vengan a vivir allí la mantendrán o la quitarán.
Respecto a mi opinión, quienes me conocéis después de tantos años, ya sabéis lo que pienso: no sirven siquiera para limpiarse el culo con ellas, las odio. Mis banderas son la ropa tendida en las ventanas: esas nos igualan a todos.
sábado, 23 de febrero de 2019
Veintitrés de febrero
viernes, 22 de febrero de 2019
Veintidós de febrero
Carrer Mare de Deu de la Salut en Girona.
Plaça Major de Banyoles.
Carrer Pia Almoina (en dos pisos distintos del mismo bloque) en Banyoles.
Calle Juan Pablo II en Zaragoza.
Carrer del Río Güell en Girona (tras mi excedencia de un año por el naciminieto de Paula).
Calle Hermanos Gambra en Zaragoza.
Paseo Fernando el Católico en Zaragoza (que compramos, restauramos y luego, tras comprobar que nunca trabajaríamos los dos en Zaragoza, vendimos para irnos a Binéfar).
Calle Zaragoza en Binéfar.
Calle Galileo en Binéfar.
Calle Madres de la Plaza de Mayo en Zaragoza, herencia tras el fallecimiento de mis suegros.
Calle Saint Gaudens en Barbastro.
Avenida del Río vero en Barbastro, la actual.
Catorce domicilios en treinta años. Una mudanza cada vez. Juntos y por separado. Lo he recordado al ver que en un apartamento al otro lado de mi dormitorio se estaban mudando. He hecho una foto desde la ventana. Espero que, en mi caso, la próxima sea la última.
jueves, 21 de febrero de 2019
Veintiuno de febrero
Caminamos creando
una senda inédita.
Cada sonido de pájaro,
cada sonido de ambulancia
o vehículo peligroso
rodando marcha atrás
es nuevo y no se repetirá
jamás exactamente igual.
El pequeño río Vero viaja
inevitablemente hacia el mar.
En eso, como dijo el poeta,
se parece a nosotros.
miércoles, 20 de febrero de 2019
Veinte de febrero
Cada vez que escucho las canciones de la época dorada de Sinead O'Connor me recuerdo en la autopista viajando entre Zaragoza y Gerona y viceversa. Fue después de la excedencia de un año que tomé para cuidar de mi hija recién nacida. Los domingos me despedía de mis dos chicas y me alejaba de ellas. Mientras viajaba ponía las cintas que me iban a acompañar en el asiento del copiloto, y, en aquella época como ahora, me gustaba mucho la música de Sinead. Hablo de mil novecientos noventa y tres. Atravesando el desierto de los Monegros sonaban sus canciones dentro del coche y aliviaban mi tristeza para transformarla kilómetro a kilómetro en una especie de placer. Este proceso, que todos conocemos, es extraño si uno lo piensa, pero no quiero analizarlo demasiado, forma parte de nuestra condición humana. La pasión de la nostalgia, el consuelo de la tristeza, la felicidad de sentir. Quién no se ha restregado ronroneando como un gato contra la pena y el dolor.
Cuando alcanzaba la ciudad de Gerona sentí muchas veces la tentación de seguir acelerando sin tomar el desvío, conducir hasta Francia, hasta Italia, hasta Siberia. Ya había olvidado el amor, todo, ya era otra cosa, un piloto dando la vuelta al mundo, el adolescente que casi siempre seguimos siendo los hombres adultos. Bueno, al menos yo, algo de lo que no me enorgullezco especialmente.
martes, 19 de febrero de 2019
Diecinueve de febrero
Tengo la sensación de que las tórtolas turcas de Barbastro son más pequeñas que las de Binéfar. O será la dureza del invierno y que yo las recuerdo en verano. Poco a poco han ido expulsando a las palomas comunes de los centros urbanos de este territorio. Pienso en los neandertales. Debió de ser algo parecido: poco a poco, al principio de un modo casi imperceptible, pero a la vez inocente e implacablemente. Ignoro en qué son más eficaces las tórtolas turcas que las palomas, pero el hecho es que esta batalla evolutiva está sucediendo y, al menos en Barbastro, van ganando las primeras con diferencia.
Esta mañana los coches aparcados al aire libre volvían a estar helados, los techos y los parabrisas blancos de escarcha, lo que me ha hecho mucha ilusión. Adoro el invierno y su pureza, ya lo sabéis. Si creyese en la reencarnación, algo que no sucede -no creo en ninguna religión como para creer en algo tan absurdo-; si creyese, digo, en la reencarnación como un juego, diría que en mi existencia anterior en este planeta (y no en otro, más fallos de esa creencia pero dejémoslo estar), en mi existencia anterior en este planeta, vuelvo a decir, debí ser esquimal u oso polar o, simplemente, una foca de la Antártida. Me veo bien allí tumbado en los pedazos de hielo flotantes, rodeado de mi harén. Sí, lo sé, soy simple. Mucho más que una foca, diría yo.
lunes, 18 de febrero de 2019
Dieciocho de febrero
Escucho desde mi rincón que acaba de llamar nuestra hija a su madre. Hablan mucho por teléfono, si no cada día cada tres o cuatro como mucho. Siempre llama ella, ese es el trato no explícito pero acordado silenciosamente. No queremos interrumpirla en su trabajo o sus relaciones sociales. Escucho que Maite le cuenta que ayer hice el siguiente comentario: "Me gustaría que Paula estuviera aquí para poder abrazarla y besarla con mis brazos de oso y que luego volviese a su laboratorio en Bergen". La teletransportación. Star Treck. Oh, sí, eso me gustaría. Lo utilizaría muchísimo. Me voy cinco minutos a la casa del bosque de mi amigo en Girona y vuelvo. Me voy quince minutos a la costa asturiana y vuelvo. Por favor, científicos del mundo entero: dejad todas vuestras investigaciones y haced posible la teletransportación. Y si es a través del tiempo todavía mejor. Viajaría hacia el pasado y el futuro a todas horas hasta perder el presente, hasta desaparecer. Me conozco.
domingo, 17 de febrero de 2019
Diecisiete de febrero
Siempre de Barbastro a Zaragoza y de Zaragoza a Barbastro (antes lo fue de Binéfar a Zaragoza y de Zaragoza a Binéfar). Creo que nuestra querida y vieja Picasso, con sus catorce años y trescientos treinta mil kilómetros, se sabe la carretera de memoria.
A medida que nos alejábamos de la provincia de Zaragoza y nos acercábamos a la de Huesca el color del paisaje variaba suavemente del ocre al verde y aparecían, al fondo, las cumbres nevadas de la cordillera.
Maite tiene, entre otros muchos, el superpoder de ser capaz de leer o corregir exámenes a mi lado sin marearse. Ha corregido muchos en todos estos años. ¡Sin marearse! ¿Podéis creerlo? Le dan igual las curvas, los baches, lo que sea. Eso sí, me pide silencio y la radio apagada, algo que tampoco me importa demasiado primero: porque me lo pide ella, y segundo: porque me encanta conducir oyendo sólo el ruido del motor y nada más. Me relaja muchísimo, y yo soy alguien que, por mi naturaleza, necesita relajarse. Mucho.
sábado, 16 de febrero de 2019
Dieciséis de febrero
Por la mañana, antes de comer, fuimos a visitar a mis padres, que suelen pasar el invierno en su piso de Zaragoza. Mi padre tiene ochenta y tres años y mi madre cumplirá ochenta.
Mamá, hace cuatro o hace cinco años, sufrió un ictus, un infarto cerebral, un síndrome de Menier, hoy es el día que todavía no sabemos qué le sucedió exactamente, qué interrumpió una vejez que tenía muy buena pinta. Sí, sé que estas cosas pasan, pero en un instante se quedó sorda y ciega, y en unos segundos recuperó la vista y recuperó, aunque no al cien por cien, el oído izquierdo, tal vez el derecho, no recuerdo.
Desde entonces su calidad de vida empeoró. Microinfartos cerebrales, vértigos, dolores insoportables de cabeza, etcétera. La sanidad pública se ocupó, lentamente, de ella. Le han colocado un implante cloquear para mejorar su oído y mejorar el equilibrio y los mareos, y cada cierto tiempo le pinchan en la cabeza y en los músculos del cuello para mejorar su calidad de vida, una calidad que, básicamente, consiste en no sufrir. Pero sufre. Sufre porque tiene pérdidas de memoria y ella sabe que las tiene. Hoy estaba muy flojica, muy baja de moral. Pero la semana que viene le vuelven a pinchar. Lo hacen cada tres meses y entonces repunta y está bien durante unas semanas, aunque después languidece poco a poco hasta desesperarse. "Mamá, la semana que viene volverás a estar mejor, ya verás", le he dicho.
En un momento dado me he ido a la cocina con mi padre, que es quien la cuida con todo su amor y, también, quien soporta el dolor y las quejas que a menudo se vuelven contra él, quien está más cerca, injustamente. No sé qué palabras he pronunciado para decirle que comprendía por lo que estaba pasando porque, entre otras cosas, era mentira, pues por muchos casos que, por mi oficio, conozca, y conozco muchísimos, ninguno es igual a otro, y menos cuando se trata de tu propia familia. Pero sé que él ha comprendido mi intención y mi amor y mi admiración a su paciencia y su cariño y su bondad.
Pobre mamá, tan delgada y con un hilo de voz diciendo que así no merecía la pena vivir, sentada en el sofá en medio de un salón lleno de retratos de hijos, nueras, yerno, nietos; fotografías de bodas, de vacaciones, de comidas en el huerto. Yo, mientras la escuchaba, observaba sus pómulos, sus ojos profundamente negros, el rostro que contemplé cada día durante toda mi vida hasta que salí de casa, y luego me volví a la derecha para observar a mi padre, su perfil patricio y noble, sus ojos cansados pero firmes, su paciencia y su amor, diciéndole a mi madre "cariño" antes de cada palabra.
Lo vivo con serenidad. Tengo cincuenta y cinco años para cumplir cincuenta y seis en mayo. No ignoro el precio del tiempo, aunque eso no me haya impedido llorar mientras escribía el párrafo anterior. Cada etapa de la vida tiene su afán, su felicidad, su dolor y su olvido. En un momento dado mi madre ha dicho que no le daba miedo morir, que le daba más miedo sufrir y hacer sufrir a los demás.
Sé lo que sucederá y puedo decir que ahora, mientras escribo, ya he dejado de llorar. Pienso de modo un tanto absurdo en la famosa y magnífica película Zulú. A menudo la vida se parece a eso: luchar con todo lo que tienes contra todo lo que venga.
viernes, 15 de febrero de 2019
Quince de febrero
Ningún día es normal.
Todos lo sabemos.
Hacemos como que
no lo sabemos pero
en el fondo,
a nada que algo
nos sucede,
lo sabemos con total claridad:
ningún día, ninguno,
es normal.
jueves, 14 de febrero de 2019
Catorce de febrero
Aprovechando que mi pareja tiene fiesta en el instituto, la llamada "semana blanca", aunque ni siquiera sea una semana entera, me he tomado dos días libres y esta tarde hemos viajado a Zaragoza.
Después de cenar he venido a la habitación de mi hija a escribir y delante de mí tengo un corcho donde hay dibujos y pinturas suyas. Siempre le ha gustado mucho dibujar, y se le da muy bien. En otros tiempos hubiera sido una científica de las que dibujaban la materia de su estudio, como hacía Ramón y Cajal, autor de unos dibujos absolutamente extraordinarios.
Era ya de noche cuando hemos entrado en la gran ciudad y, como siempre, desde lejos brillaba como una colonia espacial. En Instagram sigo a la NASA y me gusta contemplar las fotografías que los astronautas hacen de la tierra. Los países desarrollados brillan en la cara oscura como árboles de navidad; los países pobres, los territorios despoblados y los pocos lugares vírgenes que quedan son espacios de oscuridad.
Siempre he pensado cuan íntimamente están ligados el arte y la ciencia. Ambos comparten dos afanes muy humanos: explorar y dar testimonio. Si volviera a nacer, además de pastor en la Patagonia, cocinero propietario de un pequeño restaurante cerca del mar pero no en el paseo principal, director de orquesta o simplemente músico profesional, agente forestal, arqueólogo, médico, enfermero, gaucho en la pampa argentina, cazador en Alaska, camionero australiano, piloto de Fórmula Uno, domador de caballos, pintor, astronauta, si volviera a nacer, digo, también me gustaría ser científico. Investigar lo inimaginablemente pequeño o lo inconmensurablemente grande. Sí. Aunque lo de ser pastor en la Patagonia tira mucho, la verdad.