sábado, 13 de marzo de 2010

Decimotercer día

Viaje relámpago a Zaragoza. Han abierto al tráfico un nuevo tramo de la autovía en construcción y durante varios kilómetros atravesamos campos inéditos. Para los ojos que vamos a conocer, unos ojos glaucos y pequeños incapaces todavía de centrar la mirada, el mundo entero es, desde el primer grano de arena hasta los últimos cúmulos de galaxias, un territorio virgen.

viernes, 12 de marzo de 2010

Duodécimo día

Hoy ha muerto uno de los mejores escritores de la historia de la literatura española, un destilador del castellano más transparente y honesto, ajeno a la retórica y la prosopopeya, y por mi parte no puedo más que agradecer sus libros, algunos de los cuales leí cuando era apenas un adolescente pasando a formar parte de lo mejor de mi educación sentimental; pero es que yo a Miguel Delibes lo admiraba también por ser al mismo tiempo un señor normal, un hombre de pueblo en el mejor sentido de la palabra, fiel a su mundo, fiel a su mujer fallecida a los cuarenta y ocho años, fiel a su familia, a su amor al campo, fiel incluso a la editorial donde editó la totalidad de sus libros, un escritor insólitamente indiferente, por hombre bueno, por sabio, al aspecto más vanidoso y superficial que muestra a menudo el escenario literario. Que la tierra le sea leve.

jueves, 11 de marzo de 2010

miércoles, 10 de marzo de 2010

Décimo día

Hace veinte minutos atravesé la linea que separaba el martes del miércoles, dejando atrás el noveno día de este mes de marzo de dos mil diez y adentrándome en el décimo. Por increíble que parezca no sobrevino un tenue cambio de presión atmosférica, tampoco se escuchó un gong, no se levantó un repentino golpe de viento haciendo flamear la cortina de la terraza, mi corazón no se detuvo durante un instante, no se aceleró. Es así como algo puede morir y algo puede nacer.

martes, 9 de marzo de 2010

Noveno día

AÑOS TREINTA

Años treinta
Aún no estoy
Germina la hierba
Una niña come un helado de fresa
Alguien escucha a Schumann
(el loco Schumann,
el perdido)
Qué suerte,
Aún no estoy
Lo oigo todo

Adam Zagajewski.
Traducción de Xavier Farré.
Tierra de fuego, Acantilado, 2004.

lunes, 8 de marzo de 2010

Octavo día

Una mujer belga se sentó al otro lado de la mesa. Era muy bella. Me miró con sus ojos verdes e hizo algunas preguntas. Su acento extranjero me resultaba tan excitante que me hacía sentir ligeramente incómodo, pero eso era algo, pensé, que ella no podía saber. Una vez la hube informado de las cuestiones que la habían llevado hasta allí hicimos algunos comentarios sobre el tiempo. Me dijo que había nevado copiosamente en Graus, algo infrecuente a estas alturas de marzo. Mientras hablaba me sorprendió el tamaño y aspecto de sus manos, grandes y fuertes como las de un leñador. Hablamos de los almendros en flor, de los verdísimos campos de cebada, hablamos de las inminentes amapolas, que a ella le gustaban tanto como a mí, y me contó que en Bélgica echaban tal cantidad de pesticidas en los campos que casi se habían extinguido. Luego, al darse cuenta de que había otras personas esperando, se levantó, sonrió, me dio las gracias, se despidió y se fue.

domingo, 7 de marzo de 2010

Séptimo día

De pronto recordé aquellas verbenas, su atmósfera vagamente polvorienta, los altos vallados de madera levantados para los encierros.

sábado, 6 de marzo de 2010

Sexto día

Primero fueron Nati y Jesús, y de su unión llegaron a este mundo Jesús, Javier, Carlos y Susana; luego aparecieron Maite, Ana, Concha, Gustavo, y de aquellos gozosos revolcones bajo las sábanas o en la mesa de la cocina vinieron a este planeta Patricia, Paula, Carlos, Javier, Laura, Celia, Olivia, Sofía, Bruno en julio del año pasado y hoy, seis de marzo de dos mil diez, el último miembro del fruto de la aventura que iniciaron Nati y Jesús hace cuarenta y ocho años. Mi nuevo sobrino se llama Diego Miramón y, como quienes le precedieron, ha nacido para ser amado, amado por muchos.

jueves, 4 de marzo de 2010

Cuarto día

Por la mañana fui a pasar la revisión de la ITV al polígono industrial de Barbastro. Delante de mí sólo había un coche. Mientras esperaba mi turno contemplé los montes circundantes, un terreno pelado y sin demasiado interés. Recordé cuando mis padres nos llevaban a campos semejantes a pasar la mañana del domingo, cualquier sitio nos valía para correr y saltar. Una vez, y ahora me invade la duda sobre si sucedió en la realidad o es uno de esos sueños que acaban por ser idénticos a ella, encontramos el fósil de un pez grabado en una lasca de piedra, allí, en el suelo, y lo estuvimos examinando entre nuestras manos infantiles, y después ya no sé qué hicimos con él. Guardo un recuerdo gozoso de aquellos montes áridos donde sólo crecían ralos arbustos, iguales a los que esta mañana contemplaba desde el coche esperando mi turno detrás de un viejo Ford Escort. Tras pasar la inspección sin ningún problema me alejé del taller y me detuve en un apartado aparcamiento de camiones. Salí del coche, abandoné la zona asfaltada y ascendí por la colina. La tierra estaba blanda, cubierta de verdín. Caminé durante cinco o diez minutos hasta alcanzar una pequeña cima desde la que se veía la carretera Nacional 240, unos lejanos viñedos en el valle del río y más allá la ciudad de Barbastro. Respiré el aire húmedo y frío. Me sentí bien. Pensé: «estoy aquí». Luego regresé al polígono industrial, tan feo y posnuclear como cualquier otro, y conduje hasta el trabajo. Llevaba varias horas atendiendo al público cuando me di cuenta de que había barro en mis zapatos y en los bajos de los pantalones.