Por la mañana fui a pasar la revisión de la ITV al polígono industrial de Barbastro. Delante de mí sólo había un coche. Mientras esperaba mi turno contemplé los montes circundantes, un terreno pelado y sin demasiado interés. Recordé cuando mis padres nos llevaban a campos semejantes a pasar la mañana del domingo, cualquier sitio nos valía para correr y saltar. Una vez, y ahora me invade la duda sobre si sucedió en la realidad o es uno de esos sueños que acaban por ser idénticos a ella, encontramos el fósil de un pez grabado en una lasca de piedra, allí, en el suelo, y lo estuvimos examinando entre nuestras manos infantiles, y después ya no sé qué hicimos con él. Guardo un recuerdo gozoso de aquellos montes áridos donde sólo crecían ralos arbustos, iguales a los que esta mañana contemplaba desde el coche esperando mi turno detrás de un viejo Ford Escort. Tras pasar la inspección sin ningún problema me alejé del taller y me detuve en un apartado aparcamiento de camiones. Salí del coche, abandoné la zona asfaltada y ascendí por la colina. La tierra estaba blanda, cubierta de verdín. Caminé durante cinco o diez minutos hasta alcanzar una pequeña cima desde la que se veía la carretera Nacional 240, unos lejanos viñedos en el valle del río y más allá la ciudad de Barbastro. Respiré el aire húmedo y frío. Me sentí bien. Pensé: «estoy aquí». Luego regresé al polígono industrial, tan feo y posnuclear como cualquier otro, y conduje hasta el trabajo. Llevaba varias horas atendiendo al público cuando me di cuenta de que había barro en mis zapatos y en los bajos de los pantalones.
jueves, 4 de marzo de 2010
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