Ayer, preparando un cocido para comer, recordé de pronto a Marina y Nacho. ¿Cuánto tiempo hacía que no pensaba en ellos? ¿Diez, quince años? ¿Cuánto hacía que no pensaba en Bañolas? En un instante vinieron a mi memoria imágenes de aquella época. Ella era de Santoña y él de Valladolid. En una ocasión nos invitaron a comer cocido en su vieja casa alquilada de techos muy altos y suelo de cerámica hidráulica. La cocina tenía una ventana que daba al pasillo. Bebimos vino de Ribera de Duero. Tenían un hijo precioso que se llamaba Aitor, y durante unas semanas en las que su madre estuvo escayolada por una mala caída yo me ocupé de llevarle después de clase a la piscina cubierta donde hacía natación. Los paseos junto al lago, los grandes plátanos de la orilla, las casetas de baño noucentistas y decadentes. El bosque mágico de Can Ginebreda. La muralla medieval frente a nuestro balcón del carrer Pia Almoina. Marina era compañera de M. en el seminario de Lengua y Literatura Castellana del instituto. Cenábamos juntos muchas veces, a menudo pizzas de un establecimiento próximo cuyo cocinero era italiano (mi preferida era la de cebolla con olivas negras). Se fueron trasladados a un instituto de Santander antes de que nosotros, cursos después, hiciésemos lo mismo hacia Aragón. Al principio nos llamábamos de vez en cuando, después nada. Perdimos el contacto. Suele pasar. Sin embargo ayer, después de tanto tiempo, recordé con exactitud el domingo en que nos invitaron a comer cocido en su casa hace casi veinte años, y durante unos segundos recuperé aquel cariño, aquella luz, incluso me sentí un poco dueño de algo.
martes, 8 de enero de 2008
Suscribirse a:
Enviar comentarios (Atom)
2 comentarios:
Dueño de buenos recuerdos; lo que nos llevamos de lo vivido. Casi nada...
Un abrazo.
Dueño de buenos recuerdos, es verdad, porque los malos se cayeron de los bolsillos durante el camino. Un abrazo.
Publicar un comentario