Desde el colegio del otro lado de la calle llegan los maullidos y gritos de una gata, ¿es posible que esté en celo en pleno mes de diciembre? Suena el teléfono. Es mi hija, que me llama para que vaya a buscarla. Me visto rápidamente, bajo al garaje, arranco el coche y salgo a la calle desierta. Había olvidado lo agradable que es conducir a través de Zaragoza de madrugada. A medida que voy acercándome al centro comienzo a ver más gente en las aceras: algún caminante solitario, parejas, grupos de jóvenes. Paula me espera en el lugar acordado. Veo que se está despidiendo de su amigo y hago descender el cristal de la ventanilla para ofrecerme a acercarle a su domicilio. Me dice que gracias pero no, que no hace falta. Ella entra en el coche, se sienta a mi lado. Qué guapa está. Jamás imaginé que tendría una hija. Jamás imaginé que sería así. No le digo nada y enfilo la avenida. Los semáforos se ponen rojos y verdes ajenos a la ausencia de tráfico. Paula me cuenta algunas cosas, algunas dudas, lo que han cenado, me dice que tiene mucho sueño. «En cuanto lleguemos a casa podrás irte a la cama, cariño», le digo. Conduzco como si estuviese tocando un violoncello, como si estuviera escribiendo a máquina, como si me dejase llevar por la corriente de un gran río. El navegador de mi cerebro me hace girar en la siguiente calle, tirar recto hasta la rotonda del final y después torcer a la izquierda. Ayer hacía lo mismo al volante de un viejo Seat 127, el corazón henchido de felicidad e ignorancia. ¿Ayer he dicho? ¡Hace más de veinticinco años! Ya hemos llegado. Pulso el mando a distancia de la puerta metálica, entro en sus fauces, maniobro para aparcar. Mi hija y yo atravesamos a pie el garaje de los zombis, aunque ella está tan cansada que ni siquiera es consciente de que conmigo está a salvo. Subimos en el ascensor. Llegamos a casa. Los desesperados maullidos de los gatos siguen alcanzándonos desde las instalaciones del colegio que hay al otro lado de la calle. Me sirvo un whisky con hielo, abro la tapa del MacBook, escribo esto.
lunes, 7 de diciembre de 2009
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15 comentarios:
Me has emocionado. Pronto iré yo a buscar a mi hija...
Un abrazo
Qué bien, Elvira. Te deseo lo mejor. Un beso.
Qué suerte.
Hola, Nán, hablando de suerte te contaré que hemos vuelto a Binéfar hoy al mediodía, y en la carretera nacional 240, unos diez o quince kilómetros antes de llegar al pueblo de Angüés, nos hemos encontrado con un accidente de tráfico: un todo terreno se había salido de la calzada y había volcado en un campo de cebada. Había algunas personas alrededor del vehículo, una mujer con un bebé en brazos, dos señoras que se abrazaban llorando, un hombre consciente tendido en el suelo que era atendido por otros dos. Un policía nos ha ordenado seguir adelante. Durante unos cuantos kilómetros, como suele suceder en estos casos, hemos guardado silencio en el coche. Luego, en el tramo de autovía terminada que circunvala Peraltilla, le he dicho a Maite: «¿Has visto qué luz más bonita hay hoy?», y era verdad. A la derecha el campo se extendía en una sucesión de fincas de brotes verdes y lomas de piedra arenisca, sólo rota por la rectísima y brillante estela de un canal.
Siempre, desde que te conozco, Jesús, he pensado que eres un tío con mucha, mucha suerte...
Pareces salido de los Evangelios Apócrifos.
Y en realidad, cumplidas las responsabilidades que tenemos para con nosotros mismos, nuestra familia, los que nos rodean y queremos, y el mundo, ¡la vida es eso!
Mi hijo (no fue, ay, una hija), recuerda haber aprendido de mí 3 o 4 cosas; una de ellas es: "la tristeza es contrarrevolucionaria".
Teresa, ojalá pudiera transferirte mucha de esa suerte que dices que piensas que tengo. Me gustaría mucho. Bueno, de hecho acabo de decidir que lo hago al decírtelo ahora. De corazón.
Nán, esta tarde he preparado una cazuela de cordero buenísima. He sofrito la carne con su sal y su pimienta, la he retirado, luego he puesto cebolla, ajo, mucho ajo, una cabeza entera de ajos bien picados, pimientos verdes y, cuando ya estaba todo bien pochado, un buen palmero de vino blanco. Después he vuelto a poner el cordero, he añadido agua hasta casi cubrir, unas hojas de laurel, perejil, un poco de romero de la maceta de la terraza, y luego nada más: chup-chup a fuego lento indefinidamente. Una hora. Dos horas. Dos horas y media. La carne se deshacía en la boca. Lo hemos cenado con un Borgoña que compré el sábado en Zaragoza. Estaba de miedo.
Jesús: El otro día, durante una visita de 36 horas que nos hizo, mi hija hablaba y hablaba en la cocina de casa, y yo la miraba atentamente. Por primera vez ví en su cara a la mujer de 35 años que es ahora, y se borró para siempre la de la niña que siempre he tenido delante.
Puedo imaginar ese momento, gracias a ti, perfectamente. Ha de ser algo muy intenso y revelador. Mi hija cumple mañana diecisiete años. Espero poder estar en tu situación en el futuro, dentro de dieciocho años. Un abrazo.
Tu Paula ya sale de noche, ya tiene un amigo. Cómo pasa el tiempo para todos
La mía lleva con el mismo novio más de año y medio... ¡desde los 4! :D
En fin, qué bien contado; como siempre. La vida es eso, claro, es quererse.
Un abrazo.
Mmmmm. ¡qué bien huele!
Ay, Portorosa, el tiempo corre, vuela, y ellas, nuestras Paulas, nos lo recuerdan. Fíjate, ya casi estamos en Navidad. Un abrazo.
" aunque ella está tan cansada que ni siquiera es consciente de que conmigo está a salvo". Pues yo creo, fíjate, que lo sabe de sobra: de ahí que las veas rendida de cansancio. ;-P
PS: yo también me apunto al guiso...
Un abrazo
Puede ser, Gemma, es posible que nuestros hijos sepan que con nosotros pueden estar seguros. Esto es algo natural, instintivo, al fin y al cabo sucede en todas las especies animales, ni siquiera es algo estrictamente propio de la nuestra. Una de las cosas que más me sorprendieron cuando inicié el camino de crear mi propia familia fue la aparición de sentimientos primitivos, sentimientos más propios de un oso (mi aspecto actualmente) que de una persona.
Un abrazo.
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