Fuimos al cementerio la última vez que estuvimos en Zaragoza. Yo creo que no pasan cuatro meses sin que nos demos una vuelta por aquella ciudad de los muertos. Tiramos las flores viejas de Ikea y pusimos unas nuevas, también de Ikea. Son bonitas, resistentes y baratas.
No solemos ir el día de Todos los santos. Hay mucho tráfico, mucha gente, en fin: es un rollo. No voy a escribir ahora lo que todos sabemos: que los muertos se levantan y acuestan junto a nosotros cada día, que viven y vivirán mientras les recordemos, etcétera. No lo voy a escribir aunque sea verdad porque lo he escrito cien veces y ya me aburre hasta a mí.
Voy a escribir, a riesgo de equivocarme, que nuestra generación es acaso la última en darle importancia a estos desvelos escatológicos, la última en tomarnos en serio un compromiso que, sin dejar de estar alimentado por el amor, no deja de ser una herencia cultural.
Las incineraciones crecen día a día precisamente para no dejar a nuestros hijos esas obligaciones. Maite y yo queremos que nos incineren cuando dejemos de existir, y ni siquiera le damos importancia a lo que puedan hacer con nuestros restos. Ni océanos ni ríos ni campos de amapolas: cualquier sitio nos parece bien, sobre todo si es cómodo para quien quiera ocuparse de ese menester. Lo que no queremos es que nos guarden en ningún lugar, ni en una casa ni en un trastero: las cenizas están hechas para ser esparcidas por el viento, siempre que se tenga en cuenta su velocidad y dirección. Amén.
miércoles, 1 de noviembre de 2017
Todos los santos
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6 comentarios:
Hola Jesús, cuanto tiempo.
Sinceramente espero que te equivoques con tu predicción de "que nuestra generación es acaso la última en darle importancia a estos desvelos escatológicos".
Tras la incineración de seres queridos (mi hermano, mi cuñado o mis suegros, en mi caso), basta con tener un lugar "especial" donde poder ir cuando se quieran poner esas flores reales o imaginarias.
A mi al menos, me siguen dando mucho más de lo que cuestan esos pequeños homenajes de recuerdo que hago sin fijarme en el calendario.
Hola, Marga, mucho tiempo.
Comprendo lo que dices. Esparcir las cenizas al viento es impedir que exista un lugar donde acudir cuando uno quiera, no un día predeterminado. Y tal vez tener un sitio (mi suegro está en un columbrado del cementerio de Zaragoza, a muchos metros del nicho de su mujer) está bien por lo que tan bien expresas: tener un lugar especial donde acudir, donde reunirte simbólicamente con ellos.
Un compañero de coro murió de un cáncer fulminante hace ya muchos años. Se llamaba José Javier Arias. Era una persona buena, ecologista, alguien muy especial. Sus cenizas sirvieron de fertilizante para pequeños plantones de pinos y encinas en la Sierra de San Quílez, en Binéfar. Algunos se convirtieron en árboles y otros no (los conejos silvestres son muy voraces y no entienden de nuestra poesía), pero allí está y, a la vez, no está. Donde verdaderamente está es en la frase donde le he mencionado, como todos nuestros muertos están donde estamos nosotros y les recordamos e, incluso, como nos pasa a Maite y a mi con sus padres, cuando imitamos humorísticamente algunas de sus frases favoritas, o sus maneras de ser. Porque al cabo de los años esas cosas pasan, aunque sea algo que cueste entender para personas que nunca han perdido a nadie.
Imagino que hacerse mayor es esto. Y homenajes todos los que queramos. Un miércoles a medianoche o sentados en la mesa de la cocina con una copa en la mano, en silencio. Lo que quiero decir, no sé, es que el lugar especial donde poner flores, y entiendo perfectamente lo que dices, y lo respeto; el lugar especial donde poner flores, quiero decir, es nuestro cerebro, sus neuronas cargadas de memoria. Y también nuestro corazón, ese rítmico e invisible músculo impulsando cada segundo litros de miedo, valor, y esperanza ciega como sólo puede serlo la esperanza.
Un beso para ti y otro para Javier.
Permitidme que frivolice un poco, después de vuestros sentidos (y bonitos) comentarios: pues yo a ti te veo en un campo de cereales con amapolas salpicadas, Jesús.
Besos y abrazos.
¡Y yo también! (Cuando no esté el propietario de la finca, claro).
Pero para eso tendría que morirme en primavera.
Cualquier montículo con romero y tomillo y cagarrutas de ovejas estaría bien. O en un río (aunque no estoy seguro de que eso sea higiénico ni legal). Pero un río estaría bien. Un pequeño arroyo de esos que se secan en verano.
Besos.
Hola Jesús.
Gracias por tu respuesta... pero no soy Marga, soy Javier.
No sé si resultó una idea un poco "ñoña", pero en los albores de este medio de comunicación (y Marga insiste en que fui uno de los primeros miles de pioneros en tener un módem en España, a mediados de los noventa), decidimos crear unas direcciones de correo electrónico tomando como base un acrónimo de los nombres de la pareja y anteponiendo la inicial del nombre de cada uno de la casa. Bueno, así la "j." de Javier.
No es tema de este post, pero quería también que supieras que te sigo aquí con cierta regularidad y me alegra cuando comentas buenas noticias y me entristece cuando transmites desazón, tristeza o cansancio.
Últimamente mantengo la teoría, tan rebatible, de que a diferencia de la convención generalmente aceptada, a los amigos, cómo a la familia, no siempre se les elige.
Un abrazo.
Hola, Javier. Pensé que era Marga por su referencia a su hermano.
Mi primer módem fue en 1996, así que podemos compartir esa condición de colonos digitales.
Yo sí que creo que a los amigos se les elige, como a las parejas. Por eso hay separaciones, reencuentros, divorcios, etcétera.
Un abrazo.
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