En la azotea del edificio de enfrente permanecen los adornos luminosos navideños, apagados. Caigo en la cuenta de que están allí todo el año, anónimos y grises, casi invisibles en la fachada anónima y gris. Una costumbre triste pero práctica.
Los húmedos y blandos campos de cebada tienen el tono verde del musgo. Contrastan con los árboles desnudos y las zarzamoras secas de los caminos. La cordillera, que en los días claros parece estar a un paseo de distancia, luce al fin cimas blancas -pero esta mañana el propietario de un restaurante de Cerler me dijo que el viento se estaba llevando toda la nieve.
Enero se precipita hacia adelante como si en vez de edificios con adornos luminosos navideños apagados me rodease el mar somero que cubría este lugar hace millones de años. Trilobites tan frescos como mi corazón recorren el fondo arenoso. El viento dibuja olas en la superficie, llevándoselas.
lunes, 26 de enero de 2015
Trilobites
viernes, 16 de enero de 2015
Conozco ese tipo de poder
A menudo, hablando con amigos y familiares, afirmo con mi habitual desfachatez que los seres humanos somos animales esquizofrénicos. Cómo no serlo si, conociendo con absoluta certeza que nos precipitamos hacia la muerte, somos capaces de seguir adelante como si nada o, tras inventarnos tantas y tantas religiones pretéritas y presentes, como si todo.
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Los que matan en nombre de Dios, ¿saben algo del ADN, del Bing-Bang, saben que en el cosmos existen miles de millones de galaxias como la nuestra? Los que matan en nombre de Dios, ¿saben que durante las primeras siete semanas de desarrollo todos los embriones humanos son hembras sin excepción alguna? Los que matan en nombre de Dios, ¿saben que a lo largo de la historia de la humanidad aparecieron miles de religiones por las que se combatió, se murió y se asesinó, de la mayoría de las cuales ya no queda sino el eco polvoriento de tablillas de arcilla y pergaminos? Los que matan en nombre de Dios, ¿no son capaces de imaginar que la existencia humana es algo un poco menos idiota que el relato que defienden, algo un poco menos ofensivo a la inteligencia, incluso a la imaginación?
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Pero no seré yo quien diga que la religión sólo ha traído muerte y destrucción al mundo: he cantado a Bach, a Haendel, me he estremecido de la coronilla a los pies en el altar de muchas iglesias mientras la música más bella del mundo rogaba a nuestro Señor que perdonara los pecados del mundo; junto a mis compañeros del coro interpreté la música más bella del mundo expresando el indecible sufrimiento de una madre a los pies de la cruz romana donde su hijo judío agonizaba como el cordero del sacrificio. Estuve allí. Conozco aquel consuelo, su comunión inefable. Conozco ese tipo de poder. Volveré a sentirlo.
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Me llama mi hija desde Barcelona. Hablamos de los últimos sucesos en París. Me dice que algunas veces siente un poco de miedo al viajar en metro por si hay un atentado. Le digo que los islamistas radicales no vencerán, le digo que lo que debemos hacer es seguir viviendo de esta manera que tanto les saca de quicio. Generaciones enteras dejaron sus vidas en el barro por las libertades, los besos en la calle, el matrimonio entre personas del mismo sexo. No permitiremos, le digo, que nuestra imperfecta y decadente civilización retroceda cinco siglos como si nada hubiera pasado. Nos espera el espacio exterior, la colonización de otros planetas liderada por mujeres y hombres, el avance en el conocimiento de las partículas más elementales de la realidad, el avance en el conocimiento del universo entero. Es un territorio en el que no tienen cabida los decapitadores.
martes, 6 de enero de 2015
Penínsulas
Por la mañana fuimos a dar un paseo por el campo a la derecha de la carretera de Berbegal, unos cuantos kilómetros más allá del hospital de Barbastro. Hacía mucho frío y el suelo estaba blando, casi tierno. Al respirar exhalábamos humo, una de las maravillas invernales que más me gustan desde que tengo conciencia. El camino cruzaba campos de olivos en cuyas lindes crecían enebros y encinas carrascas. En el horizonte se elevaba el Monasterio del Pueyo y detrás, aparentemente cerca, la cordillera cuajada de cimas blancas. Al cabo de un rato llegamos a un gran viñedo limpio como los huesos de un cordero. Había huellas de jabalí que yo, cual un khoisan cualquiera, señalaba con mis manos envueltas en guantes de lana. En las zonas de sombra permanecía el hielo de la madrugada creando inversos mapas de penínsulas, islas y estrechos propicios para emboscar antiguos imperios que se creyeron eternos. A lo lejos se escuchaba el eco de los coches en la autovía.
Anotado por Jesús Miramón a las 23:43 | Diario , Fotografías
domingo, 4 de enero de 2015
Felices zombis
Este impulso de seguir,
de continuar adelante
sin pensarlo demasiado.
Tener hambre y sed cada día
a pesar de los banquetes,
cerrar los ojos cada noche,
abrirlos por la mañana.
Sentir tantas dudas que,
como el deseo,
nunca se apagan.
Qué ángeles ciegos, qué
felices zombis sin espejo,
macacos miopes, futuros
astronautas valientes.
jueves, 1 de enero de 2015
Miles y miles
A las seis de la mañana Carlos me despertó con un whatsapp pidiendo que fuese a buscarle a Binéfar, donde le había dejado la tarde anterior. Gruñí para mí mismo como el viejo cascarrabias que comienzo a ser, me puse cualquier cosa encima, bajé al garaje, subí al coche y salí al exterior. Me sorprendió no ver a nadie por la calle en una madrugada tan festiva como la del primer día del año, pero el hecho es que mi barrio de Barbastro aparecía absolutamente desierto. Al salir a la carretera el termómetro marcaba tres grados bajo cero. Conduciendo a través de las viñas me sentí perplejo ante la nitidez de la miríada de estrellas que cubrían el cielo nocturno.
Recogí a mi hijo y regresamos a casa. Durante el trayecto de treinta kilómetros apenas nos cruzamos con cuatro o cinco coches. Le pregunté qué tal se lo había pasado y me contestó que no había estado del todo mal, aunque -añadió- cada vez le gustaban menos las fiestas programadas. Por alguna razón pensé que todo estaba bien. El termómetro había descendido hasta los cinco grados bajo cero y, como si el frío tuviese el poder de la claridad, miles y miles de estrellas brillaban en el espacio exterior con una limpieza nunca vista, casi más propia de un planetario que de la pura naturaleza.
miércoles, 31 de diciembre de 2014
Somos lo que flota, no lo que empuja
Si cuando tenía veinte años, allá por 1983, me hubieran dicho que hoy, a punto de dejar atrás 2014 y entrar en el misterioso 2015, escribiría sentado a una mesa de madera en una habitación sin ojos de buey con vistas a Marte o Júpiter, bebería bourbon en un vaso de vidrio corriente y mi cuerpo entero continuaría siendo totalmente natural, sin piezas de plástico biológico ni mejoras electrónicas implantadas en mi cerebro, no lo hubiera creído.
Debo repetir la cifra: 2015. ¡Leí decenas de cuentos de ciencia ficción cuya acción se desarrollaba hace ya mucho tiempo! ¡Cuentos donde colonizábamos otros planetas! ¡Cuentos donde la humanidad se homogeneizaba a cambio de justicia e igualdad! Cuentos donde los androides soñaban con ovejas eléctricas, cuentos donde los condenados políticos eran enviados al mesozoico en una máquina del tiempo llamada «El martillo», cuentos que hablaban de mundos nuevos, vehículos voladores, ciudades aéreas, lunas cubiertas de hielo.
En la calle brillan las luces navideñas que el ayuntamiento instaló hace algunas semanas. Los ciudadanos caminan encogidos sobre sí mismos para protegerse del intenso frío entre edificios que bien poco se diferencian de los que se erguían en la ciudad de Pompeya antes de ser enterrada por la violenta erupción del Vesubio. Yo escribo en una máquina de escribir con pantalla mientras escucho El Mesías de Händel con la misma maravillada estupefacción que lo escuchaba hace treinta años. Salvo las canas, la barba, el sobrepeso y la propensión a emocionarme por cualquier cosa, poco he cambiado desde entonces. Permanecen las preguntas y el ansia de respuestas, ansia inútil pues el tiempo -como los ríos, el mar o la lluvia- nos es absolutamente ajeno: no ya el futuro, ni siquiera el presente nos pertenece. Somos lo que flota, no lo que empuja.
lunes, 29 de diciembre de 2014
viernes, 26 de diciembre de 2014
Decían la verdad
Cuando los poetas
hablaban de un río
decían la verdad.
martes, 23 de diciembre de 2014
Un cuento de Navidad
Al principio no habían querido escuchar a los vecinos y amigos que cargaban sus pertenencias en coches y carros de mulas y abandonaban la ciudad. Ellos, la familia de este cuento, siempre habían vivido allí, igual que sus padres y los padres de sus padres y los padres de los padres de sus padres. Su religión era muy antigua, más antigua que todas las que les rodeaban, y siempre, durante siglos y siglos, había sobrevivido, ¿por qué habría de ser diferente ahora? Además la esposa estaba encinta de ocho meses y no consideraban conveniente someterla a un viaje sin destino.
Cuando las primeras rancheras Toyota cargadas de milicianos enfilaron la avenida principal seguidas por los carros de combate tomados al ejército gubernamental, nuestros protagonistas se quedaron en casa, quietos, discretos, silenciosos. Aquellas banderas negras y las consignas y disparos al aire no tenían nada que ver con ellos, sólo había que aguantar las primeras semanas, pensaban, y esperar que las aguas se calmaran.
Pero pronto comenzó el terror: todos los policías y soldados que se habían rendido pretendiendo ser respetados como prisioneros fueron ejecutados tumbados unos junto a otros en sus propias fosas comunes, y cualquier comentario descuidado podía ser considerado apóstata y condenar al desgraciado a la crucifixión o la decapitación en la plaza pública. La policía moral comenzó a patrullar todos los barrios para imponer su visión de la fe y prohibir el consumo de alcohol, la libre indumentaria de las mujeres, la música occidental, las fotografías alegres, cualquier atisbo de libertad mental, y cuando, ya fuera por azar o por la denuncia de vecinos malintencionados, encontraban a miembros de otras religiones, les exigían, además de sumisión e invisibilidad, el pago de un impuesto para librarse de la muerte.
Fue a principios de diciembre cuando el padre vio con claridad que se habían equivocado quedándose. Supo de buena fuente que durante la noche grupos de asesinos compuestos por invasores y ciudadanos criminales entraban en las casas de los que ellos llamaban infieles para asesinar a los hombres, saquear todo lo que podían encontrar y esclavizar a mujeres y niños sin importarles impuestos ni humanidad alguna. Para no asustar prematuramente a su mujer embarazada planificó en secreto, ayudado por su hijo mayor, el acopio de provisiones y gasolina que les permitiera llegar a la frontera. No olvidó el dinero que sería necesario para los sobornos, ni tampoco los atuendos y pañuelos que vestirían su esposa e hijas para superar los controles de carretera.
Salieron de la ciudad una mañana fría, poco después del amanecer, pues era mejor pasar los controles a la luz del día que en la oscuridad de la noche, cuando todo resultaba sospechoso. Les ordenaron detenerse en tres ocasiones y en todas ellas los milicianos echaron un vistazo a los ocupantes del coche, tres de las cuales viajaban totalmente cubiertas por el hábito negro que sólo dejaba asomar los ojos asustados, y les dejaron pasar. Cuando hubieron dejado atrás la periferia de la ciudad donde sus antepasados habían vivido durante siglos abandonaron la autopista principal y tomaron vías alternativas que amigos ya a salvo les habían enviado por whatsapp. Las carreteras secundarias, cada vez en peor estado y con más curvas, subían y subían hacia las montañas a través de un majestuoso paisaje de bosques de cedros y cimas cubiertas de nieve, y a medida que ascendían, más y más lejos parecían quedar las plazas públicas de cabezas empaladas, las mutilaciones ejemplarizantes, las lapidaciones, las crucifixiones, toda aquella demencia casi irreal, como de otro mundo.
El puesto fronterizo se hallaba situado en la cumbre de la cordillera, y por el brillo en la mirada de los soldados el padre supo que había hecho bien reuniendo dinero en pequeños fajos de billetes. Se quedaron también la televisión de plasma y los dos teléfonos móviles que llevaban, además de los relojes y la Play Station que el hijo mayor había escondido inútilmente al fondo del maletero, pero finalmente pasaron al otro lado de la barrera metálica donde había la misma nieve, los mismos árboles, las mismas rocas, las mismas nubes atardeciendo sobre un paisaje alpino y donde, sin embargo, todo era diferente.
Fue cerca de media noche, descendiendo hacia el valle donde titilaban las luces de una ciudad, lejanas y diminutas como estrellas, cuando la madre se puso inesperadamente de parto. Había roto aguas y el tiempo se terminaba. Las niñas lloraban y el chico miraba hacia adelante con los ojos muy abiertos. Al salir de una curva apareció una cabaña de pastores junto a un prado y allí se detuvieron. El resto es sabido.
viernes, 19 de diciembre de 2014
Aquella maravillosa e infundada esperanza
Salgo de la consulta médica oficialmente curado. Mi cerebro, después de diez largos meses de tratamiento pautado y sin ayuda química durante las últimas cuatro semanas, vuelve a producir por sí mismo la cantidad necesaria de serotonina que hace que los seres humanos sintamos, sin ser conscientes de ello, aquella maravillosa e infundada esperanza que nos caracteriza.