lunes, 21 de diciembre de 2015

Esperanza

Hoy he conducido hasta Barbastro, donde estamos empadronados mi hijo y yo, para votar en las elecciones generales. Era su primera vez y me hacía ilusión que lo hiciésemos juntos. Pensé que algún día, dentro de muchos años, tal vez recordaría que la primera vez que votó lo hizo a mi lado.

Antes de ir a ejercer nuestro derecho hemos ido a comer al restaurante El trasiego. Era también la primera vez que comíamos juntos, solos él y yo, en un buen restaurante, y hemos disfrutado mucho. Ha sido un día muy especial para los dos.

No importa el voto que hayamos elegido cada uno de nosotros frente a la mesa de las papeletas, lo que me ha emocionado es que dos generaciones exactas, yo y mi hijo, estábamos haciendo uso de un derecho que ha costado mucha tortura y muerte a lo largo de los siglos, un derecho que todavía hoy no existe en muchos lugares de nuestro planeta. Quería que él fuera consciente de ese privilegio, fuesen cuales fuesen los resultados del escrutinio.

Es cierto que yo no tengo sus dieciocho años.  Sé que la democracia no es perfecta, sé que existen intereses financieros capaces de poner de rodillas a países enteros, como vimos recientemente en Grecia. La edad me ha convertido en cínico a mi pesar, pero no en cruel, tampoco en un pesimista sin remedio.  Me niego a ello. Creo en las mejores virtudes de nuestra especie y, como padre, mi voluntad es legar esa esperanza.

jueves, 17 de diciembre de 2015

Soy el caballo

Debemos tomar las riendas de nuestra vida. Recuerdo la primera vez que escuché esta frase, hace dos o tres años, cuando comenzaron mis comunes problemas mentales. Ni ansiedad ni depresiones ni pollas: tenemos que tomar las riendas de nuestra vida, y ya está.

Así, de primeras, suena muy bien. Nada puede objetarse a semejante propuesta: tomar (de una puta vez) las riendas de tu vida (para que desaparezcan la puta ansiedad, la puta depresión y todas las demás posibles putas cosas que te impiden ser feliz). Fin de la coletilla.

Pero se da la circunstancia de que yo sé montar a caballo. Aprendí muy joven en Tudela, cuando era un adolescente, y muchos años más tarde, en Bañolas, salía a pasear dos veces por semana con una preciosa yegua que se llamaba LLivia. Sé lo que son unas riendas, sé para lo que sirven y sé que pueden utilizarse mal, muy mal, o con sentido común -sabiendo siempre que unas riendas son lo que son: un instrumento para dar órdenes.

Soy, a mi pesar, poeta, y comprendo que la frase "Debemos tomar las riendas de nuestra vida" es una metáfora de la peor especie, pero como además fui jinete de verdad esa metáfora precisamente, y no otra, no me sirve. O sí me sirve, pero para darle la vuelta: la vida, nuestra vida, no puede ser sometida fácilmente. No sirve la fuerza bruta, no sirven los tirones. Necesitamos aire, sentir que de algún modo todavía somos libres, ese es el secreto para que un animal de quinientos kilos no te envíe volando a Saturno.

Tengo cincuenta y dos años y no soy dócil: eso complica las cosas. Tengo tendencia a las adicciones y eso complica (mucho) las cosas. Mis riendas, las que yo mismo habría de tomar en mis manos, según parece, deberían estar construidas de un material eléctrico y paralizante, algo en cualquier caso rotundo, aniquilador, para que tuviera un efecto duradero en el tiempo. Esto es algo que todavía no se ha inventado.

¿Debo tomar las riendas de mi vida? Seguramente, lo que sucede es que me reconozco en el caballo, no en el jinete.

lunes, 14 de diciembre de 2015

Un milagro

Debes imaginar que tienes setenta y nueve años y conduces, en compañía de tu esposa de setenta y seis, por una carretera que has recorrido no cien veces sino mil, miles de veces entre el pueblo navarro donde naciste y la ciudad aragonesa en la que sacaste adelante a tu familia. Es un día más, el primero de diciembre de un dos mil quince que ya comienza a terminar. En la parte de atrás del coche viajan convenientemente ancladas y desiertas las sillas para niños que utilizas para llevar a tus nietos. En el maletero una bolsa de plástico llena a rebosar de pimientos del huerto que regalarás a tus hijos. Quedan pocos kilómetros para llegar a Zaragoza, el tráfico en el que estás inmerso fluye pacíficamente en caravana a unos ochenta o noventa kilómetros por hora cuando de repente, en unos segundos, todo sucede: interpretas que el coche que se incorpora a la carretera nacional desde la derecha va demasiado deprisa, crees que vas a impactar con él e inconscientemente te desvías a la izquierda para chocar contra un camión conducido por un joven rumano que nada ha podido hacer para evitarlo. Los cinturones de seguridad se tensan sobre tu cuerpo y el de tu mujer fijándolos al asiento; los airbags estallan impidiendo la colisión de vuestras cabezas contra el volante y la guantera del coche; el vehículo, ya destrozado en tan breve lapso de tiempo, rebota en la rueda izquierda del camión y gira sobre el asfalto hasta quedar orientado en dirección contraria a la que hasta hace un instante conducías tranquilamente.

Tú no lo sabes, pero durante un instante has perdido el conocimiento y algunos cristales se han clavado en tu rostro. Tu esposa no está a tu lado, su asiento ligeramente desplazado por el impacto está vacío y no consigues abrir tu puerta destrozada. Cuando logras salir por el otro lado la ves sentada en el suelo junto a un hombre que se ha puesto el preceptivo chaleco fluorescente. Te dices que todo lo que está pasando es imposible, te dices que finalmente la tragedia os ha alcanzado, que lo que siempre les sucedía a otros finalmente os ha pasado a vosotros, y mientras lloras sin saber siquiera que estás llorando va a suceder algo increíble, algo estadísticamente imposible: uno de tus cuatro hijos aparecerá en medio del caos; uno de vuestros hijos, Carlos Miramón Arcos, profesor de matemáticas que casualmente conducía hacia el instituto donde había sido convocado a una reunión de evaluación esa misma tarde y no otra, a esa misma hora y no a otra, aparecerá antes de que lleguen las primeras ambulancias y la Guardia Civil de tráfico, antes de todo lo que va a desencadenarse; uno de vuestros hijos estará a vuestro lado y comenzará a tomar decisiones, comenzará a calmar vuestra ansiedad sobreponiéndose a la suya, comenzará a daros todo su angustiado y puro amor.

Horas, días más tarde, en el hospital, en la UCI, contaréis que cuando lo visteis aparecer en medio del accidente pensasteis que estabais soñando, que se trataba de una epifanía, ¿de qué otro modo entender que estuviese allí en ese preciso instante?

Mi hermano me telefoneó mientras viajaba con vosotros en la ambulancia. No era consciente del milagro que estaba protagonizando. ¿Cómo podía serlo? Pero sucedió. En eso consisten los milagros. El azar. La ignorancia.

miércoles, 25 de noviembre de 2015

Como ningún tesoro pueda serlo

Hoy he pasado el día en Binéfar. Por la mañana había quedado con un amigo a quien no veía, imperdonablemente, desde hace mucho tiempo. Hemos dado un paseo por el camino del penchat, el territorio en el que ha creado muchas de sus fotografías. Siempre que hablo con él aprendo mucho, más aún: me cura en cierto sentido. Para quienes os preguntéis cómo es José Luis sólo diré una cosa: es una de las personas más buenas, inteligentes y afables que he conocido en mi vida. No, no dejaré que vuelva a pasar tanto tiempo sin quedar con él.

Al mediodía había quedado a comer con unas amigas. Las quiero tanto. Nos conocimos en la coral hace muchos años pero la relación ha ido más allá. Los amores. Los hijos. La vida. Ellas me conocen, han visto el fondo de mi corazón, me han escuchado hablar sin ambages, sin defensas, abierto en canal. Me han conocido cuando estaba en la cima y cuando estaba abajo, y yo las he conocido así también. Al lado, en el mismo parámetro del amor sexual, el amor conyugal, sitúo la amistad: inmune al tiempo transcurrido entre reunión y reunión, valioso como ningún tesoro pueda serlo.

Hablo de fortuna. Debería recordarlo cuando la ansiedad me asedia y empuja al precipicio, debería recordarlo cuando el zumbido de mi cerebro crece y crece diciéndome que la vida desafina, que todo está fuera de sitio, que ha comenzado la cuenta atrás, que todo lo que consideraba sólido empieza a descomponerse. Debería recordar la fortuna de que tantas personas maravillosas me quieran. El amor, la amistad, es el mejor chaleco salvavidas ante el tsunami. El mío es grande y fuerte. Conduciendo de Binéfar a Barbastro caí en la cuenta. Al atravesar uno de los puentes de la autovía cerca de Monzón vi a un hombre paseando por un camino en medio del campo de vuelta a casa. Se avecinaba la noche. Me reconocí en sus pasos, uno detrás del otro.

lunes, 23 de noviembre de 2015

Tampoco

Soy uno entre
siete mil millones.

Tampoco es tan poco.

miércoles, 18 de noviembre de 2015

Intimidad

Vivo, como tantas personas de este país, en un apartamento de tabiques escuálidos. Hará dos o tres meses que llegaron mis nuevos vecinos, una joven pareja con una niña pequeña y otra a punto de salir al mundo. Cuando semejante milagro sucedió yo les tramité las prestaciones de maternidad y paternidad. Les dije que éramos vecinos. Ellos me dijeron que venían de Zaragoza.

No les dije que ya les conocía por la voz alegre de su hija mayor, una niña feliz a todas luces. No les dije que escuchar involuntariamente sus gritos de gozo cuando jugaban con ella me llenaba de felicidad a mí también.

Ahora se filtra a veces el llanto de la pequeña recién llegada. La felicidad de la hermana repentinamente mayor no parece haber disminuido, su voz aguda continúa alegrando el silencio de mi casa de soltero.

¿Cómo podría explicárselo sin que pareciese una perversión? A veces, sin poder evitarlo por culpa del grosor de las paredes, escucho las canciones que la madre le canta al bebé recién nacido. Me hacen llorar. ¿Cómo podría explicárselo?

martes, 17 de noviembre de 2015

Mentiroso

Poco a poco me alejo. Siento que me alejo. Hubo un tiempo en el que pretendí escribir la verdad y nada más que la verdad. Mentiroso: sabes que la única manera de escribir la verdad es callarse. El mundo sucede y nada más. Es sólido como tú. Te arrasa. No necesita que nadie lo escriba. Pesa y huele.

lunes, 16 de noviembre de 2015

Fuurin

FUURIN

La pequeña campana cuelga en el picaporte de la puerta del salón, así que cada vez que entro y salgo su sonido inocente aleja de la casa cualquier atisbo de desesperanza. Es pequeña, de bronce, muy bonita, un regalo de Paula cuando volvió de Japón. Se llama fuurin, «campanilla de viento». Existe la creencia de que allí donde suena nunca sucederán catástrofes.

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Cuando Carlos regresó a casa de madrugada, tan tarde como cualquier otro viernes, yo todavía estaba despierto. En realidad me había acostado muy pronto, hacia las diez y media o las once de la noche, pero antes de dormir había querido leer las últimas noticias y esa decisión me había mantenido despierto siguiendo los trágicos acontecimientos. Le dije: «Los yihadistas han atentado en París, han asesinado a mucha gente». Mi hijo me miró con sus ojos brillantes de viernes por la noche y rápidamente se dirigió al ordenador para informarse de lo que había sucedido.

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Por la mañana fui a buscar a Maite a la estación de autobuses. Caminaba a través de la pacífica y provinciana ciudad, mal dormido y sin dejar de pensar en lo que había sucedido en el corazón de Europa. En la plaza del Mercado, como cada sábado, se habían instalado las pintorescas paradas de verduras de los hortelanos de la zona, una costumbre mantenida milagrosamente, semana tras semana, siglo tras siglo, desde la Edad Media.

Ella llegó y la abracé como un oso, besándola y tratando de disimular inútilmente mi angustia –pero ella me conoce demasiado bien. Después volvimos a casa, bueno: a una de las dos casas que actualmente podemos considerar nuestras mientras las circunstancias nos impiden reagruparnos.

Al entrar al salón del pequeño apartamento de Barbastro la campanilla japonesa nos puso inmediatamente a salvo.

GUERRA

Hace muchos años que estamos en guerra, y lo que nos enfrenta es tan terrible, tan cruel hasta niveles caricaturescos, tan obsceno, pornográfico, sanguinario, surrealista, que nuestro sentido de la realidad se empeña en negarlo, se empeña en buscar argumentos políticos, sociológicos, económicos, antropológicos. Religiosos.

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Un hombre camina pausadamente por el centro de una calle europea disparando a diestro y siniestro, deteniéndose a rematar a los heridos. Su dios es el único dios. Si muere irá al paraíso y, mientras tanto, su deber es ejecutar al máximo número de inocentes posibles. Idólatras. Cruzados. Apóstatas.

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No ignoro las pocilgas de polvo y hormigón en las que son sometidos los palestinos. Territorios de escombro y basura. Niños disfrazados de soldados con ametralladoras de juguete y pañuelos negros en la frente. Nunca se sabrá cuántos de los muertos en París apoyaban la causa palestina. Están muertos.

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Estamos en guerra. En guerra contra los decapitadores, en guerra contra quienes venden como esclavas a las mujeres no musulmanas y, al mismo tiempo, convierten en esclavas de facto a las mujeres musulmanas que se ofrecen voluntariamente como ofrendas de la yihab. Estamos en guerra contra los que convierten el asesinato más abyecto en un vídeo de youtube, pensando que semejantes horrores harán que nos atemorizemos. Y sí, nos aterrorizan, su encarnizamiento no es de este mundo, pero es tanta la maldad, tanta la crueldad, que no provoca más intención en nuestro espíritu, tan poderoso como su odio, que combatirlo.

miércoles, 11 de noviembre de 2015

Qué animal tan hermoso

Después de mucho tiempo esta mañana fui a pasear por el campo antes de ir a trabajar. Cuando aparqué junto al canal de hormigón la oscuridad de la noche se retiraba del cielo. Había una niebla alta que a los pocos pasos empapó mi cabeza. Los pájaros todavía dormían en los árboles oscuros. El canal estaba vacío. Caminé a paso ligero escuchando la radio a través de los auriculares. En los márgenes arenosos del camino los animales habían dejado la huella de sus correrías nocturnas: las profundas de los jabalíes, las más livianas de zorros y garduñas, heces de pequeños frutos, cagarros caninos. Poco a poco, paso a paso, fue haciéndose de día. Cuando regresé el mundo había cambiado. Un poco más allá, en la linde de la carretera, había un pequeño zorro atropellado. Tal vez fuese uno de los que vi durante mis paseos del verano. Su cuerpo yacía de costado sobre el asfalto, inmóvil, casi intacto. Qué animal tan hermoso. No estaba allí cuando llegué, así que en algún momento debimos habernos cruzado en el camino. Lo imaginé esquivándome sigilosamente sin saber que se dirigía a la muerte. Subí al coche y volví a casa.

lunes, 9 de noviembre de 2015

Y principio

Esta es la quinta estación. Regresaron los ataques de ansiedad cuando menos lo esperaba, después de muchos meses de paz. Pero mi vida, esta vida pedestre, vulgar, diletante, parece estar hecha de guerra. Nunca tendré la paz de las hojas secas de los castaños de indias cayendo sin preguntas al otro lado del ventanal de mi lugar de trabajo. La rebeldía inflama mis venas sin ningún objetivo preciso, ciega como la furia, obscena, suicida. Es como si en estos cincuenta y dos años no hubiera aprendido nada. Nada de nada.