martes, 7 de marzo de 2017

Gorriones

Hoy ha sido un día muy bueno -básicamente lo que viene a ser un día normal para casi todo el mundo- porque no he sufrido más de la cuenta y sin motivo. Y eso que los martes también abrimos la agencia por la tarde, de cuatro a siete concretamente, y acabamos los cinco derrotados. Al salir de la oficina mis compañeros y yo hemos hecho notar que ya no era de noche. Cada día la luz dura un poco más.

En los ratos en los que no había clientes miraba por uno de los ventanales y observaba con placer a los pajarillos que pueblan el pequeño jardín que nos rodea. He visto una pareja de verderoles que se perseguían junto a un muro como si estuviesen en celo, y también una lavandera -qué raro verla tan lejos del agua-, y los pequeños carboneros comunes que abundan en invierno a nuestro alrededor y comen el fruto oscuro de unos pequeños árboles de la acera cuyo nombre desconozco. También había gorriones, mis preferidos.

Me gustan tanto los pájaros pequeños. No tengo nada contra las cigüeñas, son espectaculares como pterodáctilos primitivos, su planeo nos remonta a tiempos en lo que ni siquiera existíamos como especie; tampoco tengo nada contra los buitres de inmensas alas que a veces giran en grupo cerca de la autovía camino de Zaragoza: un jabalí o una oveja muerta, cualquier cosa muerta: son el resultado de una naturaleza grande y pesada y necesaria sobre cuerpos muertos y grandes y pesados y necesarios.

Pero yo adoro al humilde gorrión cazador de migas de pan y restos de chucherías y lo que sea menester entre las ruedas de nuestros coches, las mesas de las terrazas, nuestra cercanía alimenticia. Su redondo cuerpo de plumón en invierno. Su resistencia y alegría infinitas en las mañanas más frías.

lunes, 6 de marzo de 2017

Una madriguera

Esta mañana a última hora, cuando ya ni siquiera estaba atendiendo a ninguna persona, he sufrido un ataque que he mantenido oculto para mis compañeras aunque, como me conocen muy bien, se han dado cuenta. Me he puesto como tantas veces una pastilla de Orphidal bajo la lengua y he esperado. Me dolía el brazo izquierdo y sentía que mi corazón latía a toda velocidad mientras las orejas se calentaban como brasas y el acúfeno sonaba cada vez más y más alto y agudo en mis oídos. Toda la jornada había estado bien, incluso demasiado bien, con almuerzo incluido en el despacho para celebrar pasados cumpleaños, y risas y conversaciones amables; demasiado bien, en cierto sentido. No sé.

Al volver a casa me preguntaba de nuevo erróneamente por qué me pasan estas cosas. No he comido y directamente me he ido a la cama. Maite, que ya tiene experiencia con estos episodios míos, me ha dejado tranquilo estando dispuesta a ayudarme cuando yo lo necesitase. Pero cuando estoy así convierto todo lo que me rodea en una madriguera, transformándome en un animal solitario, silencioso y asustado intentado huir precisamente de lo único que no puede huir: de sí mismo.

Ahora, antes de irme a la cama, me siento reventado como un caballo del que han abusado galopando sin descanso hasta caer al suelo; me siento tan cansado... Aunque sé que probablemente mañana por la mañana estaré bien, y ese estado durará unos días, con suerte unas semanas, ¿tal vez lo que me queda de vida? Daría lo que fuera. Lo que fuera.

sábado, 4 de marzo de 2017

Diez años

La tierra, marzo de dos mil diecisiete. Siguen sin existir colonias humanas en otros planetas a pesar de que el calentamiento global continúa avanzado inexorablemente. La joven española que hace diez años estudiaba partituras en su apartamento de Salzburgo ahora es una pianista profesional y vive en Berlín. La estación espacial internacional continúa orbitando alrededor de nuestro mundo y los almendros, tras varios días de sol, florecen entusiasmados e ignorantes del frente frío que se aproxima y les pondrá a prueba.

¿Qué ha sido de mí en estos últimos diez años? Casi todo está en este diario, incluido el paréntesis del Cabo de Hornos.

Hace diez años mi hijo tenía nueve años, mi hija catorce, y Maite y yo cuarenta y tres. Son acontecimientos que no tienen más mérito que los de cualquiera de las millones de olas que a cada segundo rompen en la orilla de todas las rocas y playas de la tierra. Y sin embargo, sí, nos parecen tan especiales y únicas. ¿Por qué si no hubiese dedicado tanto tiempo a escribir las mil doscientas setenta y nueve entradas que he escrito en este lugar desde el cuatro de marzo de dos mil siete, por no hablar de todo lo que había escrito antes, en Innisfree desde mayo de dos mil cuatro y a continuación en el Cuaderno de un hombre de cromañón?

Caminamos sobre los huesos de quienes cantaron y amaron y odiaron y volvieron a amar antes que nosotros, y todos y cada uno de sus supervivientes no somos sino el fruto de sus éxitos y sus fracasos.

Algo que siempre me ha conmovido profundamente son las siluetas de manos como las nuestras registradas hace miles y miles de años en cuevas profundas y riscos expuestos a la lluvia y el viento. En ellas duermen los futuros planos de la estación espacial y también los de las naves que nos permitirán colonizar otros planetas antes de que el nuestro colapse como así sucederá más tarde o más temprano.

Nuestras vidas son un parpadeo, un estornudo, una epifanía, una tragedia, un orgasmo entre miles de millones, algo que brilla y se apaga como las gotas de lluvia que caen a la luz de la farola de nuestra acera apareciendo y desapareciendo mil veces por segundo mientras el río crece al otro lado.

Puedo afirmar sin que me tiemble la voz que en estos diez años no he aprendido gran cosa. A escribir, si acaso, un poco, a fuerza de practicar, pero de lo que de verdad me interesa no he aprendido demasiado.

¿Por qué existimos en vez de no existir? ¿Qué significa todo esto? ¿El mundo es una pregunta o una respuesta? ¿Por qué sé qué es el amor y al mismo tiempo soy incapaz de responder las preguntas anteriores?

viernes, 3 de marzo de 2017

Regresa

La lluvia nunca viene,
la lluvia regresa para que
la luz de las farolas de la calle
la revelen haciéndome feliz
desde la ventana de la cocina.

Yo soy como ella, nunca
vengo, siempre
regreso. La escucho
y me parece estar
escuchándome a mí.

miércoles, 1 de marzo de 2017

El mar de los Sargazos

Hace unos días me desvinculé definitivamente de la Coral de Binéfar. No fue una decisión fácil, pero no había vuelto a ensayar desde el concierto de Navidad, en el que participé pensado erróneamente que estaba regresando. ¿Por qué abandono el coro? Bueno: el infinito cansancio con el que llego al viernes es una de las causas principales, así como los treinta kilómetros que me separan de donde viví durante tantos años; (y mi enfermedad).

Cuando lo comuniqué a través del grupo creo que lo comprendieron y todo fueron besos y lo sentimos y todo lo mejor para ti, sentimientos sinceros que agradecí con toda mi alma antes de salir por la puerta.

Debo confesar que para mí fue una liberación, pues cada viernes sin acudir a los ensayos me sentía muy culpable y, al mismo tiempo, tan cómodo quedándome en casa... En fin, sentimientos contrapuestos que no me hacían demasiado bien precisamente.

Dejo atrás una etapa. No creo que vuelva a cantar nunca más en público. La música nunca me abandonará porque la utilizo para todo: para cocinar, para conducir, para escribir -sobre todo para escribir-, pero no volveré a asumir un compromiso como el que supone ensayar cada semana y actuar en conciertos y todo eso.

Sabiendo de primera mano lo hermoso y bonito que es desarrollar proyectos con otras personas, y recomendándoselo a todo el mundo, no, yo no lo volveré a hacer. Tal vez sea mi edad (o mi enfermedad), pero voy a ser egoísta y voy a ocuparme de tirar de mis propios cabellos fuera de las arenas movedizas, fuera del mar de los Sargazos, fuera de la nieve de la Antártida.

domingo, 26 de febrero de 2017

Feliz ignorancia

Despierto a las once de la mañana de un domingo de luz ligeramente mortecina. Me siento descansado y fresco, pero cuando voy al lavabo a hacer pis me miro en el espejo y veo... no sé, una mezcla del señor patata y los monstruos que aparecían en El viaje de Chihiro. M. corrige exámenes en la cocina. Levanta la cabeza de su trabajo y al verme, en vez de salir corriendo, me sonríe y me dice que le dé un beso. Hay muchas cosas que no entiendo.

viernes, 24 de febrero de 2017

Qué no lo es

Mi enfermedad le ha dado la vuelta a mi cerebro. Es algo que me fastidia en muchos sentidos pero contra lo que no puedo combatir. Amaba los días grises, los días de lluvia, los días nublados... Ahora me hacen polvo, me destruyen, me hunden, hacen que mi cerebro se inflame presionando en los huesos de mi cráneo, hacen que mi corazón se acelere y me falte la respiración. Afortunadamente existen las pastillas de Lorazepam que he aprendido a disolver en la base de mi lengua para que hagan efecto mientras continúo atendiendo a mis clientes.

Después de años odiándolo, ahora amo el buen tiempo. El sol, la luz, el cielo abierto y limpio. Y la estabilidad sobre todo. Hoy, por ejemplo, la presión atmosférica sobre este diminuto lugar del mundo había variado tanto respecto a la de ayer que he terminado mi jornada laboral a duras penas. La química de mi cerebro se rebelaba con todas sus fuerzas ante semejante agresión de la naturaleza, porque mi cerebro sólo quiere paz, ningún sobresalto. Y no era el único, mis compañeras también sentían el mismo dolor de cabeza, la perturbación de lo habitual. Tal vez sentimos estos cambios porque nuestro trabajo consiste sustancialmente en utilizar nuestra memoria y nuestra empatía hacia quien tenemos sentado al otro lado de la mesa.

Debo decir adiós, un triste y melancólico adiós, al mal tiempo que fue fuente de mi felicidad. Es algo tan extraño. Aunque, a fin de cuentas, qué no lo es.

jueves, 23 de febrero de 2017

Tanto

El nivel del río frente a mi casa descendió y ahora se precipita sin prisa hacia el futuro que nos espera a todos. El tiempo cruzó la frontera artificial que separa un día del siguiente y yo permanezco aquí, respirando y escribiendo. En realidad nada significa especialmente nada. Venimos y nos vamos, no hace falta ningún poeta que nos lo recuerde con bonitas palabras. Y a la vez sí, tanto.

martes, 21 de febrero de 2017

Puertas

Amo mi trabajo, pero si el mundo fuese únicamente un reflejo de lo que conozco, la vida se dividiría, no siempre justamente, entre las vidas que llegan y las vidas que desaparecen.

Hoy he atendido a una mujer francesa que conozco desde hace años. Su fuerte acento siempre me cautivó, pero hoy se trataba de algo muy distinto. A su marido español le habían diagnosticado en tres semanas un cáncer terminal. Le dije que lo sentía muchísimo y le tomé la mano. Su dolor y estupefacción invadieron mi cerebro de un modo que no puedo explicar. Ella lloró. Yo me lo impedí al precio que pago.

Andén

Salió del coche frente a la estación de autobuses después de darme un beso y un abrazo. En esta familia nunca hemos sido de despedirnos agitando la mano en el andén.

Ha estado una semana con nosotros. Mi princesa convertida en reina, mi niña convertida en una mujer. Tomé unos días de vacaciones para que por las mañanas no estuviera sola en casa.

Fuimos a caminar junto al canal a través del campo. Ella, fotógrafa desde que era muy pequeña, retrataba los campos de cebada, las encinas, los almendros abandonados, el romero, la superficie blanda y labrada. Me decía que allí en Noruega echaba mucho de menos este paisaje que también yo aprecio tanto: este paisaje suave y humanizado desde que romanos y árabes lo poblaron durante siglos, esta desconocida Toscana aragonesa de viñedos y olivos.

Ha sido una semana maravillosa junto a mi hija hablando sin ambages de cualquier tema: el amor, el desamor, nuestro pasado común, su futuro. La sorpresa de ver en ella cosas mías y de su madre, darme cuenta del resultado del éxito biológico del sexo entre personas de orígenes distintos.

Vino a casa con un septum en la nariz y estaba preciosa, me gustó mucho. Uno de los misterios de ser padre es contemplar el fruto, abrazar a una joven mujer que a menudo, por no decir siempre, es más inteligente y sensata que tú.

En nuestra familia nunca hemos sido de agitar la mano en el andén. Mi hija y yo nos hemos despedido con un beso y un abrazo, y después me he alejado de ella hasta la próxima ocasión.