Despierto bruscamente de un sueño que no puedo recordar y compruebo que son las seis y cuarto. "Todavía puedo dormir un poco más", me digo, hasta que me doy cuenta de que estoy vestido sobre la cama sin deshacer y es por la tarde. Entonces recuerdo: me acosté a las cinco y he dormido una siesta intempestiva. Fuera todo está oscuro y la casa está en silencio. Maite corrige trabajos en el salón. Salgo al pasillo del submarino (todos los pasillos de todas las casas donde he vivido me recuerdan a submarinos), entro en la sala donde ella trabaja y todo, durante esos segundos o minutos, me parece extraño, insólito, como si hubiese despertado en el cuerpo de una persona distinta a mí, como si fuese el avatar de alguien. Tengo cincuenta y cuatro años y aún no comprendo casi nada de todo esto.
martes, 2 de enero de 2018
Pureza
Vuelvo al trabajo después de una semana de vacaciones. A las ocho de la mañana hay unos sorprendentes siete u ocho grados de temperatura. El río Vero se precipita hacia el mar con un caudal más bien escaso. Sorteo dos o tres cagadas de perro en la acera. El cielo, como siempre, es lo más puro del paisaje urbano, aparentemente ajeno a quienes vamos de aquí para allá como las hormigas de un hormiguero.
Hoy he jubilado a cuatro personas. También tramité una pensión de viudedad. Tarjetas sanitarias europeas. Información sobre el futuro. Consuelo sobre situaciones sin salidas administrativas posibles.
En alguna parte leí no hace mucho tiempo lo siguiente: "Lo mejor que puedes regalarle a alguien es tu atención". Puedo asegurar, después de muchos años de profesión, que es una verdad absoluta. Otra verdad es lo que puedes aprender de todas esas personas anónimas que se sientan frente a ti y, más a menudo de lo que creeríais, acaban contándote anécdotas de su vida sorprendentemente íntimas. Saben que mi profesionalidad les protege.
El día termina y el nuevo año comienza a caminar. Los rechonchos gorriones comen nuestras migas en las calles de Barbastro con la alegría propia de los seres puros, puros como el cielo.
Anotado por Jesús Miramón a las 22:47 | Diario , Vida laboral
lunes, 1 de enero de 2018
El límite del horizonte
El horizonte -no el mío, no el tuyo, no el de los que creen o no creen en fechas importantes, no el de quienes ni siquiera piensan en ello- es hoy. Hoy es el límite del horizonte de toda la humanidad.
miércoles, 27 de diciembre de 2017
El ojo de la aguja
Dos mil diecisiete se precipita hacia el ojo de la aguja como todos sus hermanos anteriores. Yo escribo frente al espejo del cristal del ventanal del salón abierto al exterior oscuro de Zaragoza.
Maite y Paula, que vino de Bergen para pasar estos días con nosotros, se han ido de compras. A menudo suenan sirenas -no sé si de ambulancias o de policía o de bomberos- como si el mundo estuviese acabándose, aunque no es verdad. Son sonidos de las ciudades grandes a los que quienes vivimos en lugares pequeños no estamos acostumbrados (pero yo viví aquí durante toda mi juventud).
La navidad ya ha pasado. Cociné para veinte de las personas que más quiero en el mundo y todos disfrutamos de la comida, la bebida y, sobre todo, la compañía. Mis padres van siendo cada vez más mayores y estas reuniones tienen cada año un sentido más profundo. Nuestras vidas se enhebran.
miércoles, 20 de diciembre de 2017
Ni nuevo ni pertinente
Este año he decidido que no me gusta la Navidad. Me hace mucha ilusión cocinar para mi familia, para mis padres y hermanos y sobrinos, pero reconozco que me haría la misma ilusión hacerlo en septiembre o en febrero. Sé que no estoy diciendo nada original, pero la Navidad y toda su parafernalia, los adornos, las compras, etcétera, me ponen enfermo, e imagino que si no fuese ateo todavía me pondrían peor.
Y como no estoy escribiendo nada nuevo ni pertinente ni que aporte lo más mínimo a nadie, aquí termino. ¿Ya he dicho que no me gusta nada la Navidad?
domingo, 17 de diciembre de 2017
Respeto
Volviendo de sacar dinero de un cajero automático y comprar el pan he visto el cuerpo de un pájaro pequeño en la esquina de la calle. Se trataba de un gorrión que, como todo el mundo que me conoce sabe, es mi pájaro favorito. Su rígido cadáver había perdido la esponjosidad del plumaje de invierno, y lo que quedaba era su pequeño cuerpo delgado y la cabecita de lado, las membranas de sus ojos unidas en un gesto de frío, aceptación y abandono.
He sacado el móvil del bolsillo y he estado a punto de hacerle una fotografía, pero al ver su imagen en el teléfono he sentido pena, he dudado y finalmente, tras mirar a mi alrededor como si hubiese estado a punto de cometer un crimen, he desistido de ello.
Antes no me pasaba. Hacía fotografías a todo tipo de animales muertos. Mis blogs son testigos. Algo ha ido pasando en mí durante estos años para que ahora no quiera hacerlas o, mejor dicho, para que ahora sienta al principio, como siempre, el intenso deseo de fotografiar pero, en el momento de pulsar el botón, aquel algo me lo impida. No sé, no estoy seguro de qué es, pero creo que tiene que ver con el respeto.
sábado, 16 de diciembre de 2017
Caudal
Escucho las voces alegres de los nuevos vecinos, bastante más jóvenes que nosotros, que han debido invitar a amigos a cenar. Después me pongo los cascos para escuchar música mientras navego y escribo. ¿Por qué los edificios modernos tienen las paredes tan delgadas?
El río Vero viaja hacia el lejano mar con muy poco caudal a pesar del frío de la semana pasada. Frío y agua no son sinónimos. Alguna mañana caminé al trabajo a tres grados bajo cero, todos los coches cubiertos de hielo, el cielo alto y puro, mi alma respirando a través de los pulmones dejando un rastro de humo.
El frío me hace feliz. Bajo el abrigo llevo las mismas camisetas de manga corta que utilizo todo el año. El otro día recogí con la mano nieve de un coche aparcado en la calle de alguien que había bajado de Cerler o vete tú a saber de dónde, y me la llevé a la nariz. No olía a nada. Ni siquiera a frío.
Los pequeños pájaros urbanos sobreviven a las heladas y buscan en los parques y los bancos de las aceras la comida que dejamos caer sin querer. Contemplar cómo van de aquí para allá con esa alegría tan ajena a mi inteligencia me hace sentir esperanza. Son tan pequeños y al mismo tan resistentes y hermosos.
Al llegar cada mañana a la pequeña Agencia comarcal de la Seguridad Social de Barbastro donde trabajo abro mi ordenador y, por decirlo de algún modo, compruebo que mi ropa interior está limpia, que huelo bien, que estoy en orden, que las personas a las que voy a atender se irán tras una buena experiencia conmigo. Sé cómo suena lo que digo e insisto y añado: me gusta mucho. Yo les informo y les ayudo. Si supieran cuánto me regalan ellos a mí: las cosas que me cuentan, sus realidades, sus anhelos, sus frustraciones, sus alegrías, sus penas, su humanidad sin filtros. Si supieran todo lo que aprendo.
Los vecinos siguen de fiesta. Son una pareja joven como en su día lo fuimos Maite y yo. Espero no arruinarles la sobremesa de la cena con mis ronquidos.
Anotado por Jesús Miramón a las 00:46 | Diario , Vida laboral
jueves, 14 de diciembre de 2017
Veintiocho palabras
Sólo son veintiocho palabras: tú que estas leyendo lo que he escrito y yo que lo estoy escribiendo existimos durante un instante. Esto es todo lo que sucede.
domingo, 10 de diciembre de 2017
Migas de pan
Camino entre los árboles
sin blancas migas de pan
que me guíen
bajo la luna llena.
No viajo solo y
al mismo tiempo
viajo solo.
Más allá del bosque
me aman.
+
lunes, 4 de diciembre de 2017
Pajaricos
Tengo el recuerdo del soto de Tulebras como el de un maravilloso paraíso. El río Queiles fluía prístino, puro y virgen antes de llegar a Cascante y después a Tudela, y después al Ebro (a partir de ese momento ya sí, en un río tan grande, rumbo al mar que es el morir).
Guardo como un tesoro aquellos veranos con mi primo Emilín. Tulebras era y sigue siendo un pueblo diminuto, con apenas cuatro calles, un convento y un claustro. Su festividad, a mediados de agosto, según recuerdo, es San Bernardo, y todo el pueblo huele a a albahaca.
Con Emilín salíamos a cazar pajaricos con trampas a las que atábamos alicas, las hormigas aladas que salían de los hormigueros después de las tormentas. También pescábamos cangrejos en el río limpio junto a los prados de hierba y los chopos, los álamos y los abedules.
La primera vez que me enamoré fue en Tulebras, y lo hice de una chica de Bilbao. Se llamaba María Jesús. Yo debía de tener trece o catorce años. Me enamoré, por supuesto, con toda la pasión propia de mi edad, a muerte, al estilo de Romeo y Julieta, y le escribí cartas que sus padres censuraban y nunca llegaron a su destino; y diré que, al margen de amar a mi actual compañera y madre de nuestros dos hijos, si pienso en aquella lejana adolescente de entonces, prácticamente una niña como yo, algo se remueve en mi corazón.
Todo lo que acabo de describir es el escenario que convierte el fallecimiento de mi tía Carmen Miramón en un acontecimiento muy triste para mí. Aquellos veranos en los que vivíamos en su casa junto a la carretera, aquellas fiestas de San Bernardo, éramos de Tulebras, no de Cascante, no de Zaragoza.
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Mi tía Carmen era, toda ella, bondad pura. No existe en el universo entero nadie que, por mucho que se empeñase, pudiera decir lo contrario. Era un ser humano bueno en el más estricto sentido de la palabra. Hermana de mi padre. Mi tía Carmen de Tulebras.
Sus últimos años fueron muy duros para Emilín y Elenita, mis primos. Cuidar a alguien que no te reconoce ha de ser algo que te pone a prueba sin medias tintas. Ellos estuvieron allí. Además de quererles como primos hermanos les admiro como seres humanos. Aunque, ahora que lo pienso, en realidad no existe diferencia alguna entre el Emilín que conocí cuando explorábamos el soto y vivíamos como pequeños salvajes y el hombre en el que se convirtió después. Hablo de honestidad, hablo de valor; hablo -de él y de mi prima Elenita- del amor que les permitió estar al pie del cañón hasta el final.
Mi tía Carmen, después de años padeciendo la terrible enfermedad, murió la pasada madrugada. Yo, por motivos de trabajo, no podré asistir a su funeral. Asistí al de su marido, mi tío Emiliano, pero no podré asistir al suyo, y me da mucha pena, incluso rabia, pero no puedo. Mi trabajo no me lo permite.
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Regreso al soto de Tulebras. Los prados verdes junto al río. La brisa entre los árboles cuando éramos jóvenes y pensábamos que nuestros padres eran inmortales.