jueves, 8 de agosto de 2019

Ocho de agosto

Bajo el agua el mundo es distinto. Con mi hija al lado esta mañana hemos buceado en las rocas a la derecha de la cala El Castell, una playa virgen que se salvó de la especulación inmobiliaria y turística gracias a que los vecinos de Palamós se opusieron a la construcción de un campo de golf y diversas urbanizaciones. Ahora es un lugar que recuerda cómo debió ser en su día la costa brava.

El caso es que hemos estado buceando allí un buen rato. Había peces limón, gobios, hemos visto un pulpo, doradas, peces que ella y yo llamamos arcoíris porque su cuerpo contiene todos los colores pero cuyo nombre real desconocemos. Un paraíso donde, bajo el agua, sólo escuchaba el leve crujido de los animales comiendo en las algas de las rocas y el sonido de mi respiración en el tubo de plástico. Paula a veces se lanzaba hacia abajo y descendía dos, tres metros. Yo, que estoy operado de sinusitis, sólo lo he hecho en dos ocasiones porque enseguida se me tapan los oídos y me da miedo. No sé cuánto rato habremos estado allí, señalándonos el uno al otro cuando veíamos algo interesante, dejándonos mecer por las olas, ajenos al exterior. Esto es lo que venía buscando.

Por la tarde hemos ido a la lonja. Habíamos ido en los ochenta, cuando vivimos en Bañolas, y también he notado la diferencia. Ahora es un espectáculo para turistas. ¡Gambas de Palamós a noventa y siete euros el kilo! Los turistas extranjeros compraban de todo, pero hemos estado haciendo cuentas y cada gamba salía como a cinco o seis euros. Yo comprendo a los vendedores: agosto, Palamós lleno hasta arriba de holandeses, franceses y alemanes con un alto poder adquisitivo ¿cómo no aprovechar la oportunidad? Pero yo no pago ochenta euros por dieciséis gambas, por buenas que estén. Tal vez en invierno los precios sean diferentes. La verdad es que me he llevado un pequeño chasco.

Luego hemos ido a pasear por el barrio viejo, lo que fue Palamós hace siglos, ahora calles pintorescas con restaurantes y tiendas de ropa y heladerías. Después de un rato yo tenía mucho calor y me he venido a casa. Maite y Paula, ahora, mientras escribo, todavía están por ahí, inasequibles a la temperatura y la humedad. He puesto el aire acondicionado a veintidós grados mientras me duchaba con agua fría y ahora lo he subido a veintitrés. Me he servido una cerveza helada. Del día de hoy me quedo con el largo rato que he pasado buceando en la cala con mi hija. Ese casi silencio bajo el agua a ratos fría en función de las corrientes, la bella fauna marina allí, tan ajena a nosotros y nuestras relaciones familiares y nuestras vacaciones y nuestras vidas.

miércoles, 7 de agosto de 2019

Siete de agosto

Todavía no me he acostumbrado a la humedad de la costa. Quienes nacimos tierra adentro lo pasamos mal sometidos a ella. Menos mal que el apartamento que hemos alquilado tiene aire acondicionado porque no sé si podría dormir sin su ayuda. Donde sí se está bien es dentro del mar. Entrando y saliendo, siempre fresco a pesar del sol y la humedad.

Palamós se ha convertido desde los ochenta en una ciudad más grande que Barbastro; una ciudad, Palamós, que en verano se transforma en un caos de tráfico de coches y personas en las aceras de las calles y paseos principales. Nosotros vamos a bañarnos temprano y nos retiramos cuando comienza a llegar la gente, como hemos hecho siempre, pero Palamós ya no es el lugar que conocí cuando vivíamos en Banyoles hace más de veinte años, o al menos yo no lo recuerdo así. Aunque es inevitable: cuando Maite y yo nacimos en el planeta vivían tres mil millones de personas y ahora somos casi ocho mil millones. Es algo exponencial salvo en la España pobre y agraria, sin turismo ni playas, donde la población disminuye cada día hasta vaciar del todo territorios enteros. Sucede en Teruel, sucede en Soria, sucede en muchas provincias del interior.

Pero estoy de vacaciones y lo que quiero y necesito es relajarme, descansar, nadar y bucear en el mar, que es una de las cosas que más me gusta hacer, y comer bien y dormir largas siestas. Ni siquiera tengo ganas de hacer largas excursiones y visitar otros lugares. Mañana iremos a Cala Castell, a quince minutos en coche. A las nueve o nueve y media. A las once y media o doce de vuelta a casa pasando por el supermercado para improvisar la comida. Me apetece hacer un suquet de peix. Compraré la típica picada, que aquí ya venden preparada en un sobre; patatas y pescado y tomate, y también caldo de pescado. Con un buen vino blanco Bach Viña Extrísima seco bien frío estará buenísimo (o eso espero).

Me encanta cocinar en vacaciones porque puedo permitirme recetas lentas, hechas con productos frescos y servidas al momento. Cocinar para Maite y Paula, y también para mí. ¿Puede haber algo mejor después de haber buceado junto a mi hija junto a las rocas que envuelven la cala mirando peces y respirando a través de nuestros tubos de plástico? Creo que no. Me'n vaig a dormir. Bona nit.

martes, 6 de agosto de 2019

Seis de agosto

Segundo día en Palamós. Por la mañana nos hemos bañado en el mar mientras Paula dormía. Me gusta hacerme el muerto boca arriba y dejarme mecer por las olas, me relajo tanto que podría dormirme así (aunque imagino que esa posibilidad, físicamente, no es posible), y lo hago tan bien que Maite, que estaba a mi lado, se ha asustado y me ha dado un empujón diciéndome que realmente parecía muerto. Eso significa que me quiere. Yo también a ella. Tranquilamente, sin aspavientos. Nuestra nueva sombrilla es de color azul. He cocinado unos espaguetis a la vongole de escándalo. Escribo esto solo en el apartamento. Ellas se han ido a pasear. Un ochenta y siete por ciento de humedad no es para mí. Escribo esto al refugio del aire acondicionado. Las vacaciones, sobre todo para gente como yo, también tienen su punto de desequilibrio y adaptación. Diré también: el whisky con mucho hielo también está bien rico y frío. Esta noche cocinaré tortilla de patatas. Quiero que Paula, antes de que regrese a Noruega, recupere grasa, engorde, deje de ser aunque sea durante unos días la ratoncita flaca que es ahora. Voy a ponerme a ello después de escribir esta entrada en el diario. Mi modo de agradecer la vida es escribir y cocinar. Es la manera que hace que, para mí, merezca la pena.

lunes, 5 de agosto de 2019

Cinco de agosto

Trato de concentrarme durante unos segundos en las olas que rompen en la playa y se van para dar paso a las siguientes. Es difícil porque estoy en la playa de Palamós, rodeado de centenares de personas, familias, niños pequeños, Maite y Paula detrás de mí esperando, gaviotas de dos o tres especies distintas aparentemente dispuestas a descuartizarnos a todos si cerramos los ojos durante más de veinte segundos.

Corre marinada pero la humedad de la costa hace que los treinta grados de temperatura sean para mí un infierno que me empapa de la cabeza a los pies. Afortunadamente el apartamento que hemos alquilado tiene aire acondicionado, pero es el primer día y estoy muy cansado. El Jesús Miramón que devoraba kilómetros como si no hubiese un mañana ya no existe, fue tragado por un agujero negro hace mucho tiempo y sigue siendo tragado por ese mismo agujero negro ahora mismo, en esta vivienda de Ana y Carlos, una encantadora pareja de Gerona.

Hoy apenas nos hemos mojado los pies caminando por la orilla, pero mañana espero poder bañarme de verdad. Nada como sentir la fuerza del mar levantando y bajando un elefante marino flotante como yo; nada como deslizarme sobre su superficie en una cala de rocas contemplando el fondo respirando a través del tubo de plástico, asombrado de este mundo absolutamente insólito.

domingo, 4 de agosto de 2019

Cuatro de agosto

Hoy, literalmente, no he hecho nada. Nada de nada, absolutamente nada. He madrugado porque últimamente madrugo mucho, cosas de hacerme más mayor, he desayunado y después no he hecho nada. Ni siquiera, horas más tarde, comida, porque teníamos judías verdes con patatas que trajimos de Barbastro y, con un tomate rosa, unas anchoas y unos huevos duros las he convertido en una ensalada fría. He visto la carrera de Fórmula Uno, una de mis pasiones desde siempre, y nada más. No he leído, no he escrito. Cuando ha terminado la carrera de coches he dormido una larga siesta en el sofá, eso sí. Pero nada más. Hace un rato he metido mi ropa en una maleta para el viaje de mañana y ya está. Es raro no hacer nada y, a la vez, me doy cuenta de que está bien. Tras las emociones de ayer me hacía falta no hacer nada hoy. Si no hubiese hecho tanto calor me hubiera ido a pasear con Maite, pero cuando ha vuelto me ha dicho que había hecho muy bien quedándome en casa, y ella me conoce mejor que nadie.

Es importante saber no hacer nada. No es fácil. Y, ojo, no hacer nada no es aburrirse, yo jamás me aburro porque, como todo el mundo, siempre estoy pensando. Pienso mucho, tal vez demasiado. Debería aprender a no pensar en nada. He intentado no pensar en nada muchas veces pero todavía no lo he conseguido, me dijeron que hacían falta maestros que me enseñaran y yo no quiero maestros, yo soy Robinson Crusoe.

No hacer nada, dejar pasar el tiempo tranquilamente, disfrutar de una carrera de coches, de un documental o sencillamente navegar por internet sin un destino definido, mariposeando aquí y allá, es maravilloso. Debería hacerlo más a menudo. Estoy de vacaciones.

sábado, 3 de agosto de 2019

Tres de agosto

Hoy hemos tenido una comida familiar muy especial. Mi madre cumplió recientemente ochenta años y hoy nos hemos reunido absolutamente toda la familia: ellos, sus hijos y parejas, sus nietos y las parejas de sus nietos. Veintidós personas aparecidas y unidas entre sí en este mundo como consecuencia de que los jóvenes, casi niños, que fueron se enamoraran y decidieran emprender juntos esta aventura tan extraña y en ocasiones absurda.

Ahora mi madre no está bien. Tiene problemas de salud y mi padre la cuida. Ella cumplió, como digo, ochenta años y él tiene ochenta y tres. Les hemos regalado una fotografía milagrosa en la que aparecen bailando hace sesenta y cinco, cuando empezaron a salir ella con quince y él con dieciséis. La fotografía, en blanco y negro, la enviamos a imprimir en un ancho bloque de madera y, como no se la esperaban, les ha gustado mucho. Mi padre, al ver a su compañera con quince años, se ha roto un poco; mi madre, víctima de su enfermedad, no ha reaccionado demasiado, se sentía un poco confundida, pero luego ha pasado a darnos un beso a cada uno para agradecernos que estuviésemos allí con ellos.

La comida, como siempre en el restaurante El lechugero de Cascante, Navarra, maravillosa: ensalada de escarola con anchoas y foie, canelones de bogavante, zamburiñas, y de segundo espalda de ternasco al horno o chuletón o rodaballo o merluza rellena de chipirones en su tinta. Hemos comido bien, hemos bebido bien, nos hemos reído, hemos llorado un poco con la entrega de la fotografía, y ahora, ya en nuestro apartamento de Zaragoza, puedo decir que creo en el amor duradero. En mi familia más cercana lo tengo a mi alrededor, y cuando nos reunimos me doy cuenta de la suerte que hemos tenido todos nosotros. No es frecuente. Yo estoy con Maite desde los dieciocho o diecinueve años y tengo -tenemos los dos- cincuenta y seis, y la quiero muchísimo; mis hermanos lo mismo, ¡pero si hasta mi hijo, con veintidós, lleva con su chica tres años o más y están la mar de bien por ahora! Por cierto, ella ha conocido en esta comida por primera vez a la familia Miramón al completo, algo que me gusta mucho porque ya la sentía como parte de nuestra pequeña familia y ahora, desde hoy, también de la grande.

El día termina y estoy cansado. Los problemas de salud de mi madre me preocupan, pero hace tiempo que los sufre y eso hace que, de algún modo, vayamos aceptándolos. Afectan a su capacidad cognitiva y, aunque hay días que está mejor, otros no tanto. Mi padre lo sabe bien. El joven de la fotografía que baila con ella la cuida sesenta y cinco años después (y veinte personas más) con un amor tranquilo e inmenso, como es él.





viernes, 2 de agosto de 2019

Dos de agosto

A las once y media iremos a buscar a Paula a la estación de Delicias, en Zaragoza. Es precioso que un barrio -y una estación de tren y autobuses- se llame Delicias. El lenguaje y las palabras son preciosos, tesoros pequeños que utilizamos constantemente sin darnos cuenta de su potencia, de su poder.

Atardece lentamente en el privilegiado horizonte urbano frente a nuestro piso, libre de edificios. No sé si mi hija vendrá cenada, pero voy a hacer a una pizza casera de atún y champiñones. Y también ha quedado algo de las alcachofas con guisantes y jamón que comimos al mediodía. Y tenemos tomates rosa de Barbastro, y mozarella de búfala, y albahaca, y paté, y fuet, y jamón bueno. En mi familia la comida es una religión.

Pero hace calor. Escribo estas letras al auxilio de un ventilador (en Zaragoza no tenemos aire acondicionado, algo que tendremos que resolver más temprano que tarde). Me ha gustado mucho escribir: "escribo estas letras al auxilio de ". Me ha hecho sentir, durante unos segundos, heredero de una larga tradición de náufragos. Aunque, ¿quién no es un náufrago si se mira en el espejo? Hoy en Tuiter leí algo que me gustó mucho: "Tú eres tu problema". Por supuesto que sí. Mírate en el espejo ahora mismo y dite a ti mismo que no eres ni tu problema ni un náufrago. Luego recuerda el sabor de la comida, la alegría del amor, el sexo, los sueños.

jueves, 1 de agosto de 2019

Uno de agosto

El primer día de vacaciones siempre estoy nervioso. No sé por qué. He pagado el impuesto de circulación de la vieja Picasso, le he pasado la revisión de la ITV, he comprado dos panes integrales con cereales en la panadería de Mohamed, y toda la mañana estaba nervioso. Me cuesta acostumbrarme a estar de vacaciones. Siempre me pasa. Soy un hombre, como ya os habréis dado cuenta, de rutinas, de hábitos (no todos buenos). He pasado por la oficina para recoger una cosa y he atendido a dos personas de paso. Luego me ha llamado una gestoría a mi móvil y les he resuelto la duda y les he enviado por mi correo un formulario que necesitaban y yo sabía dónde buscar. Y así.

Ahora estoy en Zaragoza. En Barbastro ha quedado Carlos, que está trabajando en una bodega para sacarse unos euros mientras piensa en su futuro como bombero forestal. Le hemos pedido que cuide del apartamento durante estos días, pero yo, que también tuve veintidós años, sé perfectamente en lo que está pensando. No pasa nada.

Sopla el cierzo de pared a pared en nuestro piso de Zaragoza. Es un gustazo. En el barranqué, que es como le llamamos a Barbastro los que vivimos allí, no suele haber viento porque precisamente es el fondo del río Vero, una hondonada en el terreno. Pero aquí, en Monsalud en Zaragoza, un poco más altos que el el resto de la ciudad, el cierzo corre que da gusto y me refresca mientras escribo estas líneas. En invierno es terrible, pero en verano es un consuelo cuando llega la noche.

Mi primer día de vacaciones y mi primer mes entero de vacaciones en muchos muchos años. Este verano ha coincidido que ni mi compañera ni mi compañero querían tomarse un día en agosto, así que he aprovechado. ¿Recordaré algo cuando regrese dentro de un mes (si no ha pasado algo que me haya hecho regresar antes)?

Esta noche intentaré dormir bien. En Zaragoza suelo dormir mejor que en Barbastro. Escribir escribo igual. Creo que podría escribir en cualquier parte del mundo con las mismas carencias y los mismos posibles y diminutos hallazgos. Miro a mi alrededor y doy testimonio de la casi nada. De lo casi invisible. Ese es mi proyecto.

miércoles, 31 de julio de 2019

Treinta y uno de julio

Último día antes de las vacaciones. Somos una región enorme pero poco poblada, una provincia con muy pocos habitantes y, después de tantos años, el amplio territorio que mi agencia comarcal abarca no impide que haya atendido siquiera una vez a casi todos los usuarios que vienen a preguntarme e informarse. Esto es algo que me encanta, porque así como mi memoria es atroz para casi todo, no lo es para las personas. Es como si, tras tanto tiempo atendiendo al público, mis neuronas espejo se hubieran especializado y me fuese imposible olvidar que el hijo de aquel ganadero era forestal o aquella señora de tal pueblo se cayó de la banqueta descolgando una cortina. Y siempre les sorprende que lo recuerde y, también me doy cuenta, lo agradecen mucho. Imagino que a mí también me sucedería: sentir que no soy un número nada más. Pero no lo hago a propósito, es un "superpoder" adquirido por el uso de ese aspecto concreto de la memoria en mi trabajo diario.

Mañana comienzan mis vacaciones y no estoy exaltado, no salto de felicidad. Estoy tranquilo. La semana que viene la pasaremos en la playa, y el resto entre Barbastro y Zaragoza. Me hace ilusión bucear con mi tubo y mis aletas, más aún si es junto a mi hija que vive tan lejos todo el año; y comprar unas gambas de Palamós en la lonja del puerto, y comer un arroz negro cerca del mar; y dormir mucho, y leer, y escribir este diario, y hacer fotografías y desconectar de la información de la Seguridad Social que cada día ocupa mi cerebro para transmitirla a los demás. Pero no es estrictamente una liberación porque me gusta mucho mi trabajo. Y es ahora, en los albores o pre-albores de mi vida profesional, aunque todavía me quedan algunos años, cuando me doy cuenta de la suerte que tengo. Ni tomar vacaciones es la alegría mayor de mi vida ni regresar será una condena a los infiernos. Soy un ser humano muy afortunado, y no sólo por lo que he contado en esta página de hoy. Lo soy porque me gusta mi trabajo y, sobre todo, porque me siento querido, amado en este mundo que a veces no comprendo del todo, este mundo que exploraré hasta el último momento de mi vida consciente. Ser amado es lo mejor que me ha pasado, me pasa y me pasará jamás, y no encuentro palabras para expresar tanto agradecimiento, tanta felicidad.

martes, 30 de julio de 2019

Treinta de julio

Cinco y veinte de la madrugada.  Estoy despierto desde las tres y media.  No me preocupa más allá de que mañana lo notaré un poco en el trabajo porque no suelo tener insomnio, pero me doy cuenta de lo larga que es la noche. La noche, en su centro, parece interminable.