La vida, como la nieve, como la muerte, sucede sin esfuerzo, cae y se disuelve sin que nada podamos hacer mirando sonrientes desde las ventanas. Siempre fue así.
domingo, 10 de enero de 2021
martes, 5 de enero de 2021
La vida natural
Hoy es cinco de enero del año dos mil veintiuno, las temperaturas en España han caído considerablemente y se anuncian nevadas abundantes incluso en lugares donde casi nunca nieva. Tras despedirnos de nuestra hija que viajaba de vuelta a Noruega hemos conducido desde Zaragoza hasta Barbastro y todo era igual que siempre, como si todos los días de mi mundo fuesen el mismo día, todos los paisajes el mismo, el cielo azul cubierto de nubes a kilómetros de altitud el mismo, yo y mi mujer a mi lado en el coche corrigiendo trabajos de Lengua y Literatura los mismos, la vida entera la misma. Yo, en estos primeros días del nuevo año, no me siento en absoluto diferente al que era en las postrimerías del año que ya no existe en presente; tengo y siento los mismos defectos y las mismas virtudes. Soy el mismo y, lo más importante: siento que el mundo es exactamente igual que hace una o dos semanas. Y no quiero referirme a la pandemia mundial que asola el mundo y, tú y yo lo sabemos, un día se apagará como los incendios forestales. Me refiero a otra cosa que siento en las tripas, algo que siempre ha existido y existirá. La vida natural, la existencia real y simple y probablemente aburrida, el decurso de los acontecimientos humanos, casi siempre comunes, casi siempre antiguos, fluye sin cambios ni celebraciones ni calendarios. Y este pensamiento no es algo que me incomode sino que me consuela, me conmueve. Disuelve expectativas, disuelve toneladas de peso invisible en mis espaldas. Somos eslabones anónimos en una cadena, pasajeros de vuelos comerciales sobrevolando el mar del norte y sus plataformas petrolíferas bajo las estrellas de la noche, durmiendo.
jueves, 31 de diciembre de 2020
El dormitorio de mi apartamento
A veces me sucede que no siento ningún interés por el futuro. Mi existencia en este presente continuo me insinúa que no merece la pena perder el tiempo en algo que, aparentemente, ni siquiera es de mi incumbencia porque no somos propietarios de nada, no existe nada que nos pertenezca.
Estas mañanas con temperaturas bajo cero se hielan los charcos en los caminos del campo, los caminos bajo las copas de los árboles desnudos de hojas, los árboles desnudos de hojas bajo el cielo y las nubes que se transforman en nieve kilómetros arriba, curva tras curva.
Aquí y ahora me acostaré en el dormitorio de mi apartamento, cerraré los ojos y despertaré en otro lugar al margen del futuro. Siempre fue así.
martes, 22 de diciembre de 2020
Pasos de nadie
Este invierno no es un invierno de Chéjov; este invierno no es un invierno de Jack London. La pandemia lo congeló todo en primavera. Ningún sonido se escucha en los bosques imaginados. La nieve no cruje bajo los pasos de nadie. La noche es oscura y húmeda. Escribo dentro de mi casa, a salvo de nada.
sábado, 19 de diciembre de 2020
Aunque no me conozcas
Creo en la humanidad. Participo, sólo con respirar, en su destino. Todo lo comparto con ella, mi existencia no tiene sentido sin ella, su fragilidad me conmueve hasta el tuétano. Dime, qué puedo hacer si me precipito hacia el futuro a tu lado, dame la mano aunque no me conozcas.
jueves, 26 de noviembre de 2020
Nada sabe de mí
Hace mucho tiempo que murieron las moras en los zarzales, secas y arrugadas como núcleos radioactivos, cigotos de verano, cerebros diminutos. El invierno se acerca y mi cuerpo huele a refugio abandonado, a cenizas. No recuerdo nada excepto cuando duermo. La verdad, esa manada de lobos, me rodea aproximándose cautelosamente; la verdad nunca leyó un libro, no tuvo familia; la verdad nada sabe de mí, sólo tiene hambre.
sábado, 31 de octubre de 2020
Humo de leña
No he escrito nada en un mes, absolutamente nada salvo listas de compra, menús semanales, anotaciones de trabajo, cálculos, teléfonos, recordatorios en mi calendario de sobremesa.
La segunda ola de la pandemia mundial continúa segando vidas en todos los idiomas y latitudes. La mía y la de los míos fluye lentamente de ese modo absurdo en el que suceden las existencias corrientes.
Salgo a tender la ropa de la lavadora al balcón frente al río de minúsculo caudal. El aire trae olor a vegetación húmeda y humo de leña. Es un aroma familiar y al mismo tiempo más antiguo que yo y que mis antepasados. La proximidad del invierno me hace feliz.
martes, 29 de septiembre de 2020
El amor de los cocodrilos
A menudo olvido que mi viaje no lo hago solo. Con frecuencia dejo fuera a quienes precisamente están más cerca de mí, a quienes forman parte del pequeño mundo que yo he contribuido a crear de la nada. Mis problemas mentales, mis adicciones, los dejan fuera y no creo que sea algo accidental sino una manera de protegerme de lo que más quiero.
El viernes viene Paula desde Noruega. No la vemos desde la última nochebuena. Iré a buscarla al aeropuerto y prometo no abrazarla tan fuerte como para romperla, pero qué ganas tengo de tener a mi ratoncita entre mis brazos de oso. Nadie en la juventud conoce los lazos que tendrá con nadie, ni siquiera con sus hijos. Yo digo: es mejor no saberlo, que sea una sorpresa.
Yo siento un vínculo con mis hijos primitivo, de cocodrilo, un vínculo en el que la inteligencia no existe. Moriría por ellos, y no lo digo en sentido figurado. Asesinaría por ellos, y tampoco lo digo en sentido figurado. Sé que en mis cuerdas vocales hablan mis genes utilizándome, domesticando mis neuronas y todas las células de mi gordo cuerpo en su propio interés. Me da igual. Ya dije que en este territorio la inteligencia no existe.
Conduciré a Barcelona y esta vez espero no equivocarme de Terminal del Aeropuerto, como la última vez. Soy un desastre. Siempre lo he sido: un desastre total. Pero el amor me acompaña. No es suficiente para curarme y ayudarme a vivir libre y limpio, aunque sí para seguir adelante. No veo la hora de ver aparecer a mi hija en el aeropuerto. Tanto tiempo sin sentir su cuerpecillo de pájaro entre mis brazos. Mi amor de veintisiete años, una mujer ella como un hombre su hermano de veintitrés. No, no hago el viaje solo. Qué sencillo, qué básico es el amor para los cocodrilos como yo. Maldigo mi cerebro humano.
miércoles, 23 de septiembre de 2020
Hermanos
En estos tiempos duros me salvan las personas a las que atiendo en mi trabajo. Hay tanta honestidad y bondad en el mundo. La mitad de mis usuarios son inmigrantes, y la mayoría desprenden una serenidad y alegría que me reconforta al otro lado de la mampara y la mascarilla que me distancia de ellos. Cada uno es distinto: tímidos, pícaros, alegres, melancólicos, hay de todo, pero me siento tan cercano a ellos como a un familiar. Sus inquietudes, miedos y preocupaciones son las mismas que las mías. Soy incapaz de comprender siquiera básicamente el racismo: todos los seres humanos somos iguales, sólo son distintas las circunstancias. Yo me desvivo con ellos, igual que con los españoles, a conciencia, sin ahorrarme el mínimo gesto de respeto y cariño. Llevo muchos, muchos años atendiendo a personas de casi todas las nacionalides, edades y condición. He aprendido algo que quiero compartir contigo: somos lo mismo. Todos somos lo mismo, créeme y no lo olvides nunca. La única esperanza de nuestra especie, además de la exploración del espacio estelar, reside en reconocer eso: todos somos lo mismo, todos somos hermanos.
Haber sido amados
El otoño ha llegado con sus pies tan descalzos como los míos. Las aves comienzas a volar hacia el sur. Todavía voy a trabajar con pantalones cortos pero las cosas están cambiando. Siempre es la primera vez de todo y el otoño siempre fue mi estación favorita, que mamá tenga alzheimer no cambia eso. Me mantengo en pie junto a mis hermanos y mi padre: no existe la ola que pueda derribarnos a todos al mismo tiempo. La vida es un don y yo conozco su sentido: amar y ser amados. No existe otro secreto. Amar y ser amados. Haber amado, haber sido amados.