Al salir del trabajo voy a una peluquería. Allí una chica desconocida me coloca una bata blanca, me invita a sentarme en una butaca, apoya con suavidad mi cabeza en el hueco del lavadero, empapa mi pelo de agua caliente, lo enjabona y aclara una vez, dos veces, y a continuación me practica un masaje que poco a poco, a medida que sus dedos giran con lentitud presionando con fuerza inesperada el cuero cabelludo, logra disolver la barahúnda de voces que traía de la agencia en el interior de mi cráneo. Al terminar le doy las gracias por el masaje y añado: «lo necesitaba». Ella sonríe con timidez y se aleja, su trabajo ha terminado, será otra persona quien me corte el pelo.
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