Es sábado y me levanto a las siete y cuarto para no perder la cadencia del tratamiento que me está devolviendo poco a poco el olfato. Mi familia duerme, la casa está en silencio y cierro la puerta de la cocina para no despertarles mientras desayuno. Hay muy pocas nubes en el cielo, apenas unos borrones de color rosa pálido a gran altitud. Uno de los muchos aviones que cruzan sobre nosotros deja una estela blanca en dirección al norte e inmediatamente le asigno Barcelona como origen de su vuelo. Ayer telefoneó mi hija. Hace más de un mes que no viene a casa, inmersa en exámenes que todavía no han terminado. Tengo tantas ganas de verla que por un momento la emoción me impide respirar.
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