Hoy hace un año que comencé a escribir este cuaderno, el tercero que redacto. Como no tengo whisky decido celebrarlo con un té verde a media tarde.
martes, 4 de marzo de 2008
domingo, 2 de marzo de 2008
Treinta kilómetros
No he salido de casa en todo el fin de semana. En épocas tan perezosas me asalta cierta sensación de mala conciencia. Hoy, por ejemplo, ha hecho un domingo extraordinario, luminoso, radiante, un día perfecto para ir a dar un paseo por el campo; pero no me apetecía, no me apetecía lo más mínimo, me apetecía más levantarme tarde, no afeitarme, cocinar sin prisa, dormir la siesta, mirar una película, leer tranquilamente, disfrutar de las comodidades de nuestra azarosa fortuna... ¿Y la mala conciencia entonces? Qué peso de plomo el de una educación judeocristiana basada en el esfuerzo, en el sufrimiento, el pecado, el sacrificio, la lucha permanente contra nuestras debilidades. Nunca fui inmune a ella, y seguramente por eso esta tarde he recorrido treinta kilómetros ficticios sobre una bicicleta amarilla y estática. Ahora hace rato que hemos cenado. La noche, como cada día, ha convertido las ventanas en espejos.
sábado, 1 de marzo de 2008
Antonio López
Anotado por Jesús Miramón a las 12:45 | Nombres propios
miércoles, 27 de febrero de 2008
Fin y principio
Noche agitada, inquieta. En la acera conversa una patrulla de soldados armados. Arden algunas casas. Salgo a la terraza de atrás y, de pronto, contemplo con vista de pájaro el paseo Fernando el Católico de Zaragoza. Lo sobrevuelo con asombro omnisciente. Negros nubarrones navegan sobre mí. Se avecina una tormenta, el fin del mundo.
Suena el reloj despertador. Me ducho, me afeito, me visto, preparo los bocadillos, preparo mi café con leche, subo a la buhardilla, salgo a la terraza de atrás. El cielo es una pálida gasa de color azul sobre los tejados y las antenas de televisión. Las cigüeñas crotoran en el campanario de la iglesia de San Pedro. La mañana es fría en el principio del mundo.
viernes, 22 de febrero de 2008
Un accidente casual
La mujer caminaba delante de mí en el puente del Amparo sobre el río Vero, en Barbastro, cuando de repente ha resbalado y ha caído al suelo estrepitosamente, golpeándose la cabeza contra el suelo. Me he acercado corriendo y la he tomado de los hombros. Ella estaba confusa. ¿Qué me ha pasado?, preguntaba llevándose la mano al cuero cabelludo. Otro hombre que también se había acercado ha dicho: ha pisado una cagada de perro, señora, no hay derecho, habría que meter al dueño en la cárcel. Entonces me he dado cuenta de que bajo su cuerpo había un excremento canino totalmente aplastado, gran parte del cual había ido a pringar el lateral del pantalón de pana de la mujer. La hemos sentado en la escalera de entrada de una cercana entidad financiera. ¿Quiere que la acerquemos al ambulatorio?, le he preguntado. No, no, ha dicho, ya estoy mejor, sólo será un chichón... y esto, ha comentado con una mueca de asco mientras se señalaba el manchurrón de porquería en su ropa. La gente rodeaba la boñiga chafada y nos miraba fugazmente al pasar. ¿Está segura?, le he dicho. Sí, sí, gracias, ha contestado, me iré a casa. ¡Es una vergüenza!, decía mi compañero de socorro, ¡una verdadera vergüenza, habría que llamar a la policía! Sin hacerle caso he ayudado a la señora a ponerse en pie, le he dicho adiós, cuídese, y he seguido mi camino.
martes, 19 de febrero de 2008
¿Y ahora qué?
Lluvia ayer y hoy. Escasa en estos tiempos de sequía pero suficiente para empapar las recientes y tiernas flores de los almendros, suficiente para hacer charcos en los caminos. Debería comprar unas botas de agua, unas de esas altas botas de color verde que utilizan los ganaderos, así podría ir a pasear por el campo en días como estos, podría pisar los charcos de los caminos de la sierra. Creo que la última vez que tuve unas botas de agua era un niño pequeño. Por vulgar que resulte, si pienso en él siento un poco de melancolía. Esa es la verdad, no lo puedo evitar. Salgo a la terraza y constato que ha dejado de llover. Hay una tórtola turca en el pretil de ladrillo. Sus pequeños ojos de color vino me observan sin miedo. Digo hola y ella inclina la cabeza hacia la izquierda, como si preguntase ¿y ahora qué? Entro en casa. Ha empezado a oscurecer. Enciendo la luz. Me siento en esta mesa. Escribo estas palabras.
sábado, 16 de febrero de 2008
Una visita familiar
La luz del sol matutino alumbra sin sentimientos el paisaje de los Monegros. Los montes de arenisca modelados por el viento emiten un oxidado fulgor de bronce bajo el cielo pálido, y en las torres de alta tensión se reúnen hasta cuatro o cinco nidos de cigüeñas. Conduzco hacia Valfonda de Santa Ana, un diminuto pueblo de colonización en el interior de la comarca. Allí vive, en compañía de su mujer, el único tío carnal que le queda a M. Durante el trayecto, además de cigüeñas, vemos cuervos, bandadas de estorninos, rapaces de tamaño mediano, grupos de pájaros pequeños que a nuestro paso levantan el vuelo en los zarzales del arcén de la carretera.
Valfonda es una plaza de la que irradian cuatro calles. El tío de M. está esperándonos en el principio de la suya y nos saluda con el brazo. Su presencia nos impacta a todos porque se parece muchísimo al yayo Antonio, su hermano. Aparco, salimos del coche, saludamos al matrimonio, sonreímos y nos alegramos de vernos después de tanto tiempo. Tienen una perrita que viene a nuestro encuentro balanceando el rabo. Mientras C. se agacha para jugar con ella me doy cuenta de que P. está llorando. ¿Qué te pasa, cariño?, le digo. Es que es igual que el yayo, dice, y me acuerdo mucho de él. Bueno, es verdad, se parece mucho, le digo, pero si te ve llorar nos pondremos todos muy tristes, ¿has visto qué perra más bonita tienen? Entonces P. se va con C. a jugar con el animal y se le pasa un poco la pena.
Comemos sopa de cocido, ensalada y ternasco a la brasa, regado con vino tinto de Ribera del Duero. Con el café aparecen álbumes de fotografías en blanco y negro. En ellos hay abuelos, tíos, primos y también antepasados desconocidos y lejanos como extranjeros. En algunas imágenes está M. con ocho o nueve años, con doce. Siempre me conmueven profundamente las fotografías de mi mujer cuando era pequeña, en ellas observo su precioso rostro radiante de felicidad infantil y me doy cuenta de lo que me ha entregado, del maravilloso milagro que el amor significa en realidad.
A eso de las cinco de la tarde nos vamos. Prometemos llamarles por teléfono cuando lleguemos a casa. Conduzco junto a la vía del tren, conduzco junto al canal de hormigón por donde no baja ni una gota de agua. Los cuervos se calientan en los tejados de las pocas casas de adobe que salpican aquí y allá este paisaje que tanto me gusta. No hay una sola nube en el cielo casi blanco. Algo en mi interior me dice que todo está bien. Disfruta de todo esto, dice, y lo hago.
viernes, 15 de febrero de 2008
La oración de los pájaros
Por la mañana, junto a la carretera, los pajarillos saludan la aparición del sol agrupados en las ramas más altas de los árboles. Cantan: “Oh, disco de luz, calienta nuestros pequeños y acelerados corazones”.
jueves, 14 de febrero de 2008
San Valentín
Cada mañana hace los bocadillos del almuerzo de sus hijos y su mujer. Le gusta hacerlos y pone en ello mucho cariño, untándolos a conciencia con tomates de colgar y un chorreón de aceite de oliva virgen. Los prepara de choped de lata, de secallona, de tortilla de espinacas si sobró el día anterior -que siempre sobra-, de jamón serrano, de salchichón, de mortadela, de muchas cosas. Pero el bocadillo número uno es el de parmesano: corta escamas de queso y las coloca sobre el pan con tomate, después añade un poco de aceite y a continuación espolvorea orégano antes de cerrarlo.
Hace unos cuantos meses él estaba trabajando cuando su teléfono móvil emitió el escandaloso sonido que anuncia la llegada de un mensaje. Una vez la persona a la que estaba atendiendo se hubo marchado leyó lo que su mujer le había enviado. Decía así: "He tocado el cielo con el bocadillo de parmesano. Te quiero".
Anotado por Jesús Miramón a las 22:01 | Diario , Vida laboral
miércoles, 13 de febrero de 2008
Un cuento esquimal
1.
En septiembre de 1851 la nave Investigator, comandada por el capitán Robert McClure, quedó bloqueada por el hielo en la bahía que él mismo bautizó con el nombre de la Misericordia Divina, en la isla de Banks, en el círculo polar ártico. Allí pasó el invierno con su tripulación. El verano siguiente los hielos no abandonaron la zona y se vieron obligados a soportar un invierno más en terribles circunstancias. Afortunadamente en primavera de 1853 fueron hallados por una expedición de rescate enviada por su nave gemela, el Resolute, que había pasado el invierno en la isla de Melville. Ambos barcos formaban parte de la fuerza expedicionaria británica que había partido en busca de la desaparecida expedición Franklin. Fue muy duro para McClure abandonar el Investigator, un navío de 450 toneladas cubierto de planchas de cobre, pero finalmente los hombres y sus rescatadores se fueron de allí dejando atrás el buque atrapado en el hielo.
2.
Nadie sabe quién fue el primer kanghiryuakmiut que avistó aquella enorme sombra entre la niebla, lo más probable es que se tratase de un cazador especialmente osado, pues nunca la gente de su tribu había llegado tan lejos en el norte. Para aquel hombre la aparición del Investigator entre los bloques de hielo tuvo que ser todo un acontecimiento, tal vez terrorífico. Nunca antes había visto obra alguna de hombres blancos, ni siquiera conocía de su existencia, suceso que acontecería en 1906 al contactar con balleneros norteamericanos, así que aquella gran nave cubierta de metal debió de ser para el cazador inuit una experiencia semejante a la que sería hoy para nosotros encontrar un flamante vehículo espacial cargado de tesoros misteriosos.
Los kanghiryuakmiut y kanghiryuachiakmiut, que vivían en la isla Victoria, comenzaron a organizar excursiones anuales hasta la bahía de la Misericordia. Viajaban con poca carga en sus trineos para reservar espacio y acarrear la mayor cantidad posible de materiales del Investigator. Era un largo viaje durante el cual se alimentaban de las presas que cazaban en el camino: caribúes y bueyes almizcleros al principio, en el valle del río Thomsen, donde los arqueólogos estudian hoy los restos de los campamentos de aquellas expediciones, y ánsares, peces y focas más al norte. El destino merecía la pena: bandas de hierro, maderas blandas, lonas de vela, tejidos diversos, planchas de cobre, cabos de cáñamo, lana, utensilios metálicos, clavos, herramientas, cuero… la enigmática ballena de madera y metal parecía inagotable.
Los esquimales recorrieron aquella ruta hasta 1890, fecha en la que el buque debió de hundirse en la bahía o acaso se alejó a la deriva. Nunca fue encontrado.