viernes, 9 de julio de 2010

Tan fácil ahora

Flotas haciéndote el muerto. No recuerdas con exactitud cuándo lo aprendiste pero el caso es que sabes hacerlo. Piensas en ello mientras flotas con los pies por delante, subiendo y bajando a merced de las olas. El mar suena en los oídos sumergidos y el sol quema en silencio el rostro que asoma. Tu técnica, reconócelo, es un poco defectuosa y debes ayudarte discretamente con los brazos. Cierras los ojos. La playa y sus habitantes, así como el paseo marítimo y los edificios, dejan de existir. ¿Cuándo aprendiste a hacerte el muerto? Parece tan fácil ahora.

miércoles, 7 de julio de 2010

Rugido menguante

Salgo a la terraza en busca de un poco de aire fresco. Las campanadas eléctricas de la iglesia de San Pedro resuenan impertérritas en medio de la noche, ajenas a la gente que duerme y las ignora por costumbre. Hay estrellas en el cielo, las veía claramente hasta que encendí la luz. El aire fresco es escaso, por no decir inexistente: la brisa que sopla esta noche no lograría hacer bailar la llama de una cerilla. Recuerdo que en Zaragoza había personas que en noches como ésta dormían en los balcones. Yo ronco demasiado para permitírmelo, ¡despertaría rodeado por una furiosa horda de vecinos asesinos armados con antorchas y escopetas!

La noche ofrece su eco a los sonidos: cerca de aquí gira una lavadora y más allá, en la carretera, algunos vehículos transportan a sus conductores dejando atrás el rugido menguante de sus motores. ¿A dónde se dirigen atravesando el canto de los grillos?

martes, 6 de julio de 2010

Hacer kilómetros

Esta semana estoy de vacaciones y ayer llevé a Paula a Segur de Calafell, donde mis padres, mi hermana y sus hijos están pasando unos días; estará con ellos hasta el viernes, cuando vayamos a buscarla. Creo que apenas pasaron cinco minutos desde que descendí del coche, besé a los yayos, mi hermana y mis sobrinas, que nos esperaban en la playa, y me lancé al agua del mediterráneo, que en esta época todavía está fresca. Ah, cuánto echaba de menos bañarme en el mar. Claro que, como cada verano, hoy me he levantado rojo cual turista germánico. Siempre me pasa lo mismo.

El caso es que estos días no paro de hacer kilómetros de un sitio a otro: si no es para ir a buscar a uno es para llevar a otra o para acudir a un compromiso o qué se yo. Suerte que me encanta conducir. De hecho las dos actividades que más me relajan, dejando aparte el sexo, son cocinar y conducir. Si estoy nervioso por cualquier motivo no existe mejor remedio para mí que ponerme a preparar comida o subirme al coche y perderme por carreteras y caminos. Y por cierto, hablando de sexo y verano... pero no, de eso mejor escribiré otro día.

domingo, 4 de julio de 2010

Una cena en Zaragoza

Anoche cenamos en un restaurante de Zaragoza, un sitio muy bonito al lado del río y frente a la basílica del Pilar. Habíamos acudido allí invitados por una amiga que se casó el viernes. Mi mujer y ella son íntimas desde que tenían siete años. Siempre me han llamado la atención estas amistades de toda la vida porque yo no guardo ninguna tan lejana. La novia estaba radiante, feliz, y me emocionó mucho volver a verla. Fue una cena un tanto especial porque nos habíamos reunido por un lado los amigos de la novia y por el otro los del novio, sin conocernos previamente, pero el ambiente fue estupendo (no negaré que, además del cariño fluyendo de aquí para allá y de allá para aquí, probablemente tuviese algo que ver la noticia que anunciaba que España se había clasificado para las semifinales del campeonato del mundo de fútbol). Comimos muy bien y después de los postres y el café subimos a la terraza del local, un lugar que ofrecía unas vistas absolutamente espectaculares del río y la basílica. Allí tomamos unas copas y charlamos a la fresca que una oportuna tormenta de verano, caída mientras cenábamos, nos había dejado como último regalo.

viernes, 2 de julio de 2010

Dos salamanquesas

Estábamos José Luis y yo hablando amigablemente en la terraza del Chanti cuando de pronto, plaf, a uno o dos metros de distancia de nuestra mesa han caído del cielo dos salamanquesas. Una se ha dirigido rápidamente hacia la cercana pared azul y la otra, algo más aturdida por el golpe, se ha quedado en la acera, recuperándose. Tras la sorpresa inicial mi amigo y yo hemos bebido un sorbo de nuestras respectivas copas, me he levantado un momento para hacer una fotografía con el móvil, y a continuación hemos seguido charlando sobre esto y sobre lo otro: fotografías, literatura, música, internet, exploración, consciencia.

lunes, 28 de junio de 2010

Un viaje inesperado

A media mañana Carlos me llama al teléfono móvil desde el hotel cercano al cámping donde pasa unos días de campamento. Me dice que se encuentra mal, que le duele la tripa, que ha vomitado durante toda la noche, que vaya a buscarlo. Salgo del trabajo, subo al coche y enfilo la carretera que lleva a las montañas. Kilómetro a kilómetro voy dejando atrás viñedos, campos de cebada y olivos. Los embalses están llenos y las copas de los árboles asoman en el agua. Pronto el verdor de los pinos y los abetos da paso a congostos de roca negra rezumante de humedad, tras los cuales se abren pequeños valles surcados por ríos a cuyas orillas florecen negocios turísticos de rafting y piragüismo. Localidades poco pobladas, algunos restaurantes a pie de carretera, bellísimas casas de piedra, prados con vacas y caballos. En algunas zonas de las cumbres todavía brilla la nieve. Atravieso Benasque, dejo atrás el desvío a Cerler y las estaciones de esquí, continúo en dirección a los Llanos del Hospital y me desvío en el Hotel Turpi, junto al cual está instalado el campamento donde mi hijo lleva una semana. Él, muy pálido y con gesto serio, me espera en la recepción. «¿Qué tal estás, cariño mío?», le digo. Se acerca a mí, sus ojos azules brillando no sé si de emoción o de fiebre, y nos abrazamos. Comunico a los monitores nuestra partida, les doy las gracias, subimos el equipaje al coche y emprendo el viaje de vuelta. El adolescente-niño de trece años se duerme enseguida, agotado por una gastroenteritis común, y yo conduzco dejando atrás los deliciosos dieciséis grados de temperatura para acercarme kilómetro a kilómetro a los treinta y tres terribles grados del lugar donde vivimos.

domingo, 27 de junio de 2010

Tormenta de verano

La tormenta que el calor presagiaba ha llegado al fin, acompañada de aparatosos truenos infantiles. Me gusta la lluvia a la luz del sol.

miércoles, 23 de junio de 2010

Casa de guardacostas

Mientras guardo las cosas de la compra en la despensa de la galería echo un vistazo al otro lado de la calle y veo a nuestra vecina de enfrente poniendo la lavadora al tiempo que habla por teléfono, el aparato sujeto entre la cabeza inclinada y el hombro derecho. Es una chica muy joven que se instaló a mediados del año pasado. Tiene la costumbre, como nosotros, de no bajar la persiana, así que es frecuente, aún sin querer, ver su mesa de la cocina dispuesta con los platos de la cena, normalmente para ella sola, en ocasiones para sus amigos, algunos de los cuales salen al balcón a fumar. Supongo que también ella nos habrá mirado sin querer alguna vez, yo en la cocina atareado entre ollas y sartenes, Maite corrigiendo exámenes y trabajos, mi hijo conectado al messenger en el ordenador del salón.

Hoy mi joven vecina estaba poniendo la lavadora mientras hablaba por teléfono; hace unos meses la sorprendí colocando en la barandilla un macetero con flores que al cabo del tiempo murieron por falta de riego; el otro día vi cómo extendía con cierta dificultad un tendedero plegable para secar la ropa, y juro que a punto estuve de llamarla para ofrecerle mi ayuda.

Es curioso pero, no sé, creo que he desarrollado cierta inexistente e invisible relación con esa chica que no me conoce. Me recuerda a mí mismo cuando con veintipocos años fui a vivir a Gerona y tuve que aprender a toda prisa los rigores cotidianos de la supervivencia: cocinar, poner lavadoras, limpiar, tratar de que creciera alguna planta a mi alrededor, ordenar los libros en unas estanterías recién compradas, colgar en la pequeña sala aquella lámina de Edward Hopper en la que aparecía una casa de guardacostas junto al mar.

sábado, 19 de junio de 2010

Descalzos

El fallecimiento de José Saramago trae un inmenso alud de epitafios, panegíricos, elegías y artículos. Entre los que he leído hay uno que narra un viaje que el escritor hizo por Portugal el año pasado. Saramago tenía ochenta y seis años y, en un momento dado, le cuenta al periodista lo siguiente:

«El recuerdo más dulce de mi vida es el del momento de volver a mi pueblo cuando se acababa el curso en Lisboa. Tomaba el tren de las 5,55 horas en el Rossio y, a mediodía, estaba en Mato do Miranda. En el mismo salto que daba para salir del tren, me descalzaba, y no volvía a ponerme los zapatos hasta que volvía a Lisboa».

Estas frases me han conmovido. Tengo la intuición de que en los últimos días eran ese tipo de imágenes las que resucitaban en su memoria, por encima de premios, condecoraciones y reconocimientos. He recordado algo que el abuelo Antonio comentó cuando ya estaba muy enfermo, pocos meses antes de morir, algo que escribí en «Innisfree» el 21 de agosto de 2004:

Esta semana le daban la tercera sesión al abuelo. El martes se fueron los dos, padre e hija, a Zaragoza, y el jueves fui a buscarlos después del trabajo para traerlos a casa en el coche. Regresábamos a Binéfar por la carretera a través de los campos amarillos. De vez en cuando yo echaba un vistazo al espejo interior: el hombre miraba a través de la ventanilla con ojos perdidos. Maite ponía su mano izquierda en mi pierna derecha, contenta de volver a verme, contenta de regresar. También yo estaba contento de volver a estar con ella. Junto al arcén corría el agua de una acequia. El abuelo dijo: «Cuántas veces no me habré bañado yo en una acequia». Volví a echar un vistazo al retrovisor: Antonio seguía mirando con sus ojos muy azules a través de la ventanilla. Durante unos segundos sentí que había escuchado sus pensamientos, pero abrió levemente la boca para continuar: «En verano, cuando el calor apretaba como hoy, me bañaba en las acequias, así me refrescaba. Me desnudaba y me metía en el agua». El coche ronroneaba a cien kilómetros por hora. «Yo entonces era un crío». Lo pronunció sin ninguna entonación especial, impertérrito, mientras en un segundo regresaba a su infancia de pastor, su niñez única e irrepetible, lejana, insólita, inimaginable; un tiempo anterior a la supervivencia, al festejo, al traslado a Zaragoza en busca de mejores oportunidades; un tiempo anterior a los días felices de la madurez, la paternidad, los nietos; una época anterior a los tristes días de la enfermedad y la muerte de su mujer, y ahora su propia decadencia. El agua de la acequia fluía bajo la luz del sol junto a la carretera. «Yo entonces era un crío», dijo, y no volvió a decir nada más durante el resto del viaje.

Dicen que al final de la vida recuerdas con más exactitud cómo era la cocina de tu niñez que el menú que comiste ayer. Las frases de José Saramago y Antonio Puértolas, uno escritor galardonado con el premio Nobel y otro jubilado de la Red Nacional de Ferrocarriles, enlazan directamente con la nota que se encontró en la cartera de Antonio Machado tras su muerte, aquella tan famosa que decía:

Estos días azules y este sol de la infancia.

Descansen en paz todos ellos como descansaremos nosotros, descalzos para siempre, los pies sumergidos en el agua clara de las acequias bajo el sol.

Viaje relámpago

El viernes por la tarde emprendo un viaje relámpago de ida y vuelta a Zaragoza. Los campos verdes ahora son dorados. La periferia de la gran ciudad es deprimente: paisajes posnucleares, apocalípticos. Recojo a Paula y sus amigas en la residencia y vuelvo a la carretera. Ellas duermen, agotadas tras su semana de inmersión en la facultad de ciencias. Las despierto al llegar a Binéfar, dejo en sus respectivas casas a A. y L. y al cruzar el umbral de la mía me doy cuenta de lo agotado que estoy. Me tenderé en la cama con la intención de descansar un poco y me dormiré en el acto. Cuando despierte será demasiado tarde para acudir al ensayo con el coro, noche cerrada en la claraboya del techo, los horarios echados a perder.