viernes, 24 de febrero de 2017

Qué no lo es

Mi enfermedad le ha dado la vuelta a mi cerebro. Es algo que me fastidia en muchos sentidos pero contra lo que no puedo combatir. Amaba los días grises, los días de lluvia, los días nublados... Ahora me hacen polvo, me destruyen, me hunden, hacen que mi cerebro se inflame presionando en los huesos de mi cráneo, hacen que mi corazón se acelere y me falte la respiración. Afortunadamente existen las pastillas de Lorazepam que he aprendido a disolver en la base de mi lengua para que hagan efecto mientras continúo atendiendo a mis clientes.

Después de años odiándolo, ahora amo el buen tiempo. El sol, la luz, el cielo abierto y limpio. Y la estabilidad sobre todo. Hoy, por ejemplo, la presión atmosférica sobre este diminuto lugar del mundo había variado tanto respecto a la de ayer que he terminado mi jornada laboral a duras penas. La química de mi cerebro se rebelaba con todas sus fuerzas ante semejante agresión de la naturaleza, porque mi cerebro sólo quiere paz, ningún sobresalto. Y no era el único, mis compañeras también sentían el mismo dolor de cabeza, la perturbación de lo habitual. Tal vez sentimos estos cambios porque nuestro trabajo consiste sustancialmente en utilizar nuestra memoria y nuestra empatía hacia quien tenemos sentado al otro lado de la mesa.

Debo decir adiós, un triste y melancólico adiós, al mal tiempo que fue fuente de mi felicidad. Es algo tan extraño. Aunque, a fin de cuentas, qué no lo es.

jueves, 23 de febrero de 2017

Tanto

El nivel del río frente a mi casa descendió y ahora se precipita sin prisa hacia el futuro que nos espera a todos. El tiempo cruzó la frontera artificial que separa un día del siguiente y yo permanezco aquí, respirando y escribiendo. En realidad nada significa especialmente nada. Venimos y nos vamos, no hace falta ningún poeta que nos lo recuerde con bonitas palabras. Y a la vez sí, tanto.

martes, 21 de febrero de 2017

Puertas

Amo mi trabajo, pero si el mundo fuese únicamente un reflejo de lo que conozco, la vida se dividiría, no siempre justamente, entre las vidas que llegan y las vidas que desaparecen.

Hoy he atendido a una mujer francesa que conozco desde hace años. Su fuerte acento siempre me cautivó, pero hoy se trataba de algo muy distinto. A su marido español le habían diagnosticado en tres semanas un cáncer terminal. Le dije que lo sentía muchísimo y le tomé la mano. Su dolor y estupefacción invadieron mi cerebro de un modo que no puedo explicar. Ella lloró. Yo me lo impedí al precio que pago.

Andén

Salió del coche frente a la estación de autobuses después de darme un beso y un abrazo. En esta familia nunca hemos sido de despedirnos agitando la mano en el andén.

Ha estado una semana con nosotros. Mi princesa convertida en reina, mi niña convertida en una mujer. Tomé unos días de vacaciones para que por las mañanas no estuviera sola en casa.

Fuimos a caminar junto al canal a través del campo. Ella, fotógrafa desde que era muy pequeña, retrataba los campos de cebada, las encinas, los almendros abandonados, el romero, la superficie blanda y labrada. Me decía que allí en Noruega echaba mucho de menos este paisaje que también yo aprecio tanto: este paisaje suave y humanizado desde que romanos y árabes lo poblaron durante siglos, esta desconocida Toscana aragonesa de viñedos y olivos.

Ha sido una semana maravillosa junto a mi hija hablando sin ambages de cualquier tema: el amor, el desamor, nuestro pasado común, su futuro. La sorpresa de ver en ella cosas mías y de su madre, darme cuenta del resultado del éxito biológico del sexo entre personas de orígenes distintos.

Vino a casa con un septum en la nariz y estaba preciosa, me gustó mucho. Uno de los misterios de ser padre es contemplar el fruto, abrazar a una joven mujer que a menudo, por no decir siempre, es más inteligente y sensata que tú.

En nuestra familia nunca hemos sido de agitar la mano en el andén. Mi hija y yo nos hemos despedido con un beso y un abrazo, y después me he alejado de ella hasta la próxima ocasión.

martes, 14 de febrero de 2017

Antes de San Valentín

El pasado domingo aparqué frente a la panadería y crucé la calle para comprar pan antes de ir a caminar por el campo. M. se quedó en el coche. Compré la barra de pan, salí a la calle, monté en la Picasso, le di el pan a mi compañera y reemprendí la marcha. Al cabo de unos segundos ella me dijo que me había observado yendo a la panadería y después, a través del escaparate de ésta y, de un modo distinto, se había sentido muy enamorada de mí; que le había parecido un hombre atractivo, guapo, mirándome como si fuese un extraño y no su marido. Me gustó mucho oír sus palabras, aunque no tanto como ella.

domingo, 12 de febrero de 2017

Pajarito de invierno

A veces creo que tengo la solución a mis problemas al alcance de la punta de los dedos. ¿Puede un ser humano modificar su propia bioquímica? En mi interior sé que sí. ¿Y entonces? Qué palabra más peligrosa: valor. Peleo un combate en el que cada puñetazo que doy impacta en mi mandíbula, en mi nariz, en mi hígado.

Oh, dioses lares, quiero volver a ser feliz y hacer felices a las personas que me rodean, lo quiero, lo echo de menos, lo necesito con toda mi alma: quiero abandonar la medicación, quiero dejar atrás este largo periodo de sufrimiento. Quienes me leéis desde hace años habéis asistido a todo el largo y sinuoso proceso. Si escribo tan descarnadamente sobre él es por si acaso he podido o pudiera haber ayudado a alguien. Muchos de vosotros habéis leído en el pasado el diario de mi felicidad cotidiana, eso sucedió durante mucho tiempo, ¿recordáis? Después llegaron mis primeros problemas, mi sufrimiento, mis procesos.

No me arrepiento de exponerme de este modo pero estoy cansado, muy cansado. Estoy tan cansado de tomar cada mañana un antidepresivo y ansiolíticos antes de ir a trabajar. Estoy agotado, casi sin fuerzas, pero mañana será otro día y no uno cualquiera: ¡mi hija viene a vernos! Haré lo que sea necesario para que se sienta a gusto con su familia. Intentaré dejar de darme puñetazos. La abrazaré y sentiré contra mi cuerpo de hipopótamo su delgado cuerpo de pajarito de invierno.

Desgraciadamente

No hay mucho más que pueda hacer. Si tuviera que confesar mis defectos no sabría siquiera por dónde empezar. Me agotan, me disminuyen, a veces me hacen crecer, a veces me ayudan a escribir, pero no sabría siquiera por dónde empezar. Ahora me jode ser tan estúpidamente humano y después doy gracias por serlo y pagar el sacrificio.

No hay mucho más que pueda hacer. He probado incluso a dejar de escribir durante largas temporadas como cuando los submarinos se sumergían y ordenaban silencio absoluto para que nadie pudiera detectarlos en la superficie del océano durante la segunda guerra mundial. No podían ni hablar ni susurrar ni emitir sonido alguno: esa era su única oportunidad de salvarse para destruir más tarde a su enemigo.

Yo no tengo enemigos, y en realidad debo confesar que es algo que me fastidia un poco. No sé, ¿cómo es posible no tener enemigos? ¿Qué mierda de vida has vivido para no tenerlos?

Tampoco puedo hacer mucho respecto a eso. No voy a salir ahora a la calle con mi pijama a cuadros y mi chaqueta de lana paleolítica a insultar a los dueños de perros que caminan por las aceras bajo la luz de las farolas. Hace frío y, sobre todo, me daría vergüenza. La vergüenza: esa caliente, antigua y conocida compañera que nunca me abandonará.

viernes, 10 de febrero de 2017

Desiertos de color incierto

Hace horas que la noche
cubrió este lugar del mundo.

En Siberia yacen mamuts congelados
en la turba helada.

El humilde río de mi ciudad fluye
al otro lado de la calle
a merced de la gravedad rumbo
hacia el remoto mar abierto.

La estación internacional espacial
orbita alrededor del planeta y
los astronautas hacen fotografías
en las que no aparece nadie salvo
estuarios de colores,
cordilleras espectaculares y
desiertos de color incierto.

Qué frágil y delicado es
acariciar siquiera
qué significa todo esto.

martes, 7 de febrero de 2017

Sin dejar rastro alguno

En los países pobres las personas nacen y mueren sin dejar rastro alguno. No hay registros civiles, no hay juzgados, no hay un control de la población. Si uno muere antes de hacerse adulto ni siquiera queda un recuerdo social que, por otra parte, se extinguirá rápidamente generación tras generación hasta desaparecer.

En los países ricos las personas nacen y mueren registrados por juzgados civiles. Certificados de nacimiento, certificados de matrimonio, certificados de defunción. Estadísticas. Pirámides de población. Estimaciones demográficas. En los países ricos las personas nacen y mueren dejando un rastro burocrático sin fin: puntos del carnet del conducir, empadronamientos, antecedentes penales, premios literarios, páginas web, fotografías en Instagram.

Pero una cosa es cierta: también las generaciones de los países ricos se extinguirán, pues a menos que podamos exportar nuestros cuerpos o nuestra inteligencia y sus recuerdos a recipientes que puedan huir de este planeta sin dañarlos, no habremos sido sino el brillo de una luciérnaga al otro lado del río. Sólo eso.

Tanta ambición, tanta pompa, tanta ridícula importancia. Cada uno de nosotros seremos el tembloroso fulgor de la última brasa del último fuego antes de desaparecer definitivamente en la oscuridad, aunque seamos enterrados o incinerados con nombres y apellidos, y música probablemente, y las lágrimas de algunas decenas de personas que nos recordarán durante años en forma de fotografías, vídeos y recuerdos.

En los países pobres las personas nacen y mueren sin dejar rastro alguno. Es algo que me conmueve profundamente y que sucede diariamente. No hay registros civiles ni juzgados, a menudo ni siquiera imágenes familiares. Para la miseria heredada durante generaciones las fotografías son un lujo fuera de su alcance; alguna vez, como mucho, aparece la figura de un alumno perplejo delante de un mapa colgado en la pared y poca cosa más. Pero, por mucho que lo parezcan en esas imágenes de color sepia, no son espectros, no son zombis, no son conjuntos de músculos sin esperanzas, frustraciones, miedo y terror al agua negra y helada que los engullirá sin piedad.

En el mar las personas desaparecen sin dejar rastro alguno. Nada de su valentía, nada de su solidaridad o mezquindad durante la travesía, nada de sus amores de adolescencia, nada de las discusiones con sus padres y hermanos dejará rastro alguno, nada de sus momentos de soledad bajo un cielo tan limpio y cubierto de estrellas que no podemos ni imaginar.

lunes, 6 de febrero de 2017

Bajo una suave lluvia

El río frente a mi casa fluye tan alto que ha superado el cauce de hormigón armado que lo domeñaba y el agua corre sobre las malas hierbas que rodean la obra. Me gusta.

El paseo de la mañana en medio del campo lo hicimos bajo una suave lluvia. Me gustó.

Todo es sencillo si eres lo suficientemente inteligente para darte cuenta. Yo no lo soy.