Después del trabajo nos vamos a comer al restaurante Bodega del Vero, que además es tienda de delicatessen. Es navidad y todos los escaparates de Barbastro están adornados. Mientras camino flanqueado por mis dos compañeras pienso en todos los giros casuales que me han traído hasta aquí, a esta ciudad, a esta compañía. Hace poco más de diez años nunca lo hubiera imaginado. Saludamos a alguien a cada paso, consecuencia de nuestro contacto diario con el público. "¡A pasar buenos días!", nos dicen; "¡Igualmente!", contestamos. Entramos en el restaurante por la zona de la tienda y bajamos a la bodega, donde nos han reservado una mesa junto a la chimenea encendida. Para abrir boca pedimos una bandeja de jamón de jabugo y pan de Azara con tomate, y continuamos con una ensalada de brotes con queso de cabra gratinado, foie a la plancha sobre tostadas con mermelada de manzana y cebolla, y para terminar cabrito guisado; el vino, por supuesto, de Somontano, una botella de Laus Tinto Roble, un crianza de dos mil cuatro. Hacía mucho tiempo que no comía tan bien. Cuando salimos son ya las cinco menos cuarto y está empezando a atardecer. Vamos a casa de R. a tomar un café. Mientras prepara las cosas en la cocina miro las fotografías de la librería del salón, en las que su familia y sus hijos van creciendo de retrato en retrato: es un recorrido enternecedor y me doy cuenta del cariño que siento por mis compañeras de trabajo, dos de las personas del mundo que más horas del día comparten conmigo. El café de la nueva cafetera Nespresso de R. está, efectivamente, riquísimo, cremoso y con un aroma increíble. Su marido me ofrece una copa pero he de conducir y la pospongo para otra ocasión. Charlamos un rato y al salir a la calle ya es de noche. Regreso a casa sin prisa, sin superar los cien kilómetros por hora. La luz de los faros ilumina la carretera.
miércoles, 19 de diciembre de 2007
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