domingo, 16 de junio de 2019

Dieciséis de junio

Recuerdo los cuartos delanteros de mi caballo galopando en un camino entre campos de cebada recién cosechados en las afueras de Tudela, Navarra, hace decenas de años. El compás de mi cuerpo sobre la silla, el viento en mi rostro. Se llamaba “Coyote” y era un mil sangres de cabeza grande y noble como él solo. Hace ya mucho tiempo que habrá muerto.

Anoche soñé que volvía a cabalgar. No sé si montaba a “Coyote” o a “Llivia”, la yegua que muchos años después alquilé en el club hípico de Banyoles durante nuestra estancia allí. Cada semana iba dos o tres veces y me perdía con ella entre los bosques. Era tan noble como aquel caballo de mi adolescencia pero rubia y un poco más tranquila.

Amo a los caballos, y sé que subirme encima de ellos tal vez no sea el modo más adecuado de demostrar mi amor, pero hace muchos años que no monto y sigo amándolos igual, así que igual sí es un amor verdadero.

Anoche soñé que galopaba sin apenas luz de luna. Incluso soñando tenía la lucidez suficiente para, sabiendo que estaba soñando, disfrutar de la experiencia como si fuese real, pues todas las sensaciones lo eran.  Galopaba despacio a través de los caminos entre viñas y campos de maíz y de cebada que rodean esta pequeña ciudad. De vez en cuando acariciaba el musculoso cuello del animal para que supiera que todo estaba bien. Era tan feliz.

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