Nunca sueño con el Sur. Siempre sueño con el Norte. Sé que es absurdo porque todos somos el Sur y el Norte de algo. El Norte de España es el Sur de Europa, e incluso Bergen, la ciudad de Noruega donde vive y trabaja mi hija, es también un Sur.
Si creyese en la reencarnación, una de las poéticas más absurdas que la imaginación humana ha creado, yo debí haber sido un oso cavernario en la última glaciación, antes de que ésta terminase, en su punto álgido. Porque amo el frío. Porque hace años que en ninguna estación me quito las camisetas de manga corta y la única diferencia consiste en ponerme un abrigo al salir a la calle o en no ponérmelo.
Por eso el calentamiento global de nuestro planeta me da tanto miedo. Me da tanto miedo que mi único consuelo, aunque sirva de poco porque tengo miles de millones de nietos y bisnietos, es que mi cuerpo físico no lo sufrirá directamente pues ya habré muerto. Aunque, ¿qué diferencia hay entre sentirlo directamente o imaginarlo? Ninguna. Yo diría más, yo diría que a menudo la imaginación, al menos en mi caso, tiene en mi percepción de la realidad un peso mucho más potente que la realidad -lo cual explica mis enfermedades y mis tratamientos y mis asuntos.
Nunca sueño con el desierto. Nunca sueño con el calor o, sencillamente, mi cerebro, sabio como el de todos, obvia los malos recuerdos arrinconándolos. Mi sueño favorito es el Norte, el frío, los grandes espacios, una cabaña donde Maite no viviría ni loca, caballos, la leña crepitando en el fuego.
jueves, 13 de junio de 2019
Trece de junio
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