martes, 14 de diciembre de 2021

Espigas y ceniza

Ayer llamé a Zaragoza y no era un buen día. Mi madre estaba enfadada porque mi padre, de ochenta y cinco años, no le dejaba tener las llaves de casa. Y es que ya se ha ido más de una y dos veces de improviso. En una ocasión en la que yo estaba en la ciudad fui a buscarla a toda velocidad porque papá me llamó, y la encontré caminando por la acera de la calle con la ropa y las zapatillas de andar por casa mientras su marido, como un comando especial, la seguía escondiéndose entre los coches y en los portales de las casas cuando ella se giraba para saber si alguien la vigilaba.

Hoy estaba mejor. La única consecuencia positiva de padecer Alzheimer es que, en ese olvido general, también incluye que ayer no estaba bien y se quería ir de casa y se quería morir, así que cada día es un nuevo comienzo para ella, a veces cada hora, aunque no para su cuidador, a quien intentamos acompañar y cuidar todo lo que podemos.

Todo sigue adelante, día a día. El río Ebro ha crecido y en todas las televisiones advierten de inundaciones históricas que ya han arrasado pueblos, cultivos y caminos. En Zaragoza se estima que la gran avenida suceda esta noche y mañana, aunque ya las orillas que cruzan la ciudad están desbordadas. La naturaleza no comprende ni calcula, sólo sucede y nada más, como en el volcán de La Palma, los tornados de Estados Unidos o los terremotos. Nosotros no somos más que la loma de una colina o la corteza de un árbol ante su empuje, no somos más que los hormigueros de los caminos o la colmena de un árbol sumergido por la crecida. Y, sin embargo, tenemos nuestras minúsculas biografías, nuestros mayúsculos sufrimientos que a la naturaleza y al tiempo les son absolutamente indiferentes.

Y así ha de ser, así debemos aceptarlo por duro que resulte a menudo. La enfermedad de las personas a las que amamos, incluso las de quienes, como en mi caso, me trajeron a este mundo extraño y alienígena hace ya tantos años, para el universo tienen la importancia de un grano de arena en una playa inmensa, como sucede con las grandes obras de arte, los triunfos deportivos o las caricias más tiernas.

Hoy estaba mejor. Escucho su voz y sé al instante qué está pasando, y lo mismo ocurre cuando el teléfono lo descuelga mi padre. Sé, sobre todo trabajando donde trabajo, que el Alzheimer forma parte de la vida de miles y miles de familias como la mía. Sé, aproximadamente, lo que nos espera, pero prefiero no pensar en ello, hago ese esfuerzo y, por ahora, logro ir poco a poco. Ver desaparecer ante tus ojos la inteligencia, la memoria, la sabiduría y el raciocinio de una de las personas a las que más amas en este mundo es duro, pero debemos seguir adelante porque cada mañana, al despertar, somos supervivientes. Porque lo somos, porque fundamentalmente los seres humanos somos eso: supervivientes y mortales, nada más ni nada menos.

Yo también me hago mayor y, sin haber aprendido demasiado, esto sé: el amor es lo más importante, lo que nos da fuerzas para extinguirnos sin arrepentimiento cuando la inundación, o la lava, o el tornado o el terremoto nos convierta en espigas y ceniza que arrastra el viento. Sé que no tiene ningún sentido pero yo, en mi vulgar corazón que recibe y envía sangre cada segundo con precisión mecánica, lo comprendo así. El amor no impide que finalmente seamos nada o menos que nada en el grandioso y absurdo espectáculo del mundo, pero tiene un poder inconmensurable: su dulzura, su consuelo, su verdad casi tan inmensa como el olvido.

5 comentarios:

Elvira dijo...

Muy hermoso, Jesús. Un abrazo

fernando dijo...

Precioso, Jesús.

Jesús Miramón dijo...

Jó, es que no sé qué más decir que gracias. Gracias, Elvira, gracias, Fernando, besos y abrazos.

andandos dijo...

Es que es verdad, Jesús. Un gran abrazo

Jesús Miramón dijo...

Un abrazo fuerte, José Luis.