Los canelones me han salido exactamente como quería. Sin tonterías, como los hacía mi querida suegra Josefina. Sin queso, sin tomate, sin hierbas, sin nada. Carne picada, bechamel, unos trozos de mantequilla y al horno. En su simplicidad residía su secreto. Su hija y yo, comiendo, nos hemos mirado y hemos afirmado con la cabeza. Ese premio me llevo. Los próximos los haré con su tomate triturado y su foie. Y su queso rallado sobre la bechamel. Aunque los de hoy estaban tan buenos que no sé. Podremos elegir.
Fui a votar por la mañana. Enfadado, muy enfadado por el estéril resultado de la última vez que fui a votar, hace cuatro días; enfadado después de decir en público y en privado que si no se ponían de acuerdo yo ya no votaba más, pero he ido a votar. En un viejo colegio infantil ahora cerrado a la docencia. No he ocultado mi voto en las cabinas. Lo tenía clarísimo.
Luego, antes de volver a casa, he ido a una tienda donde venden comida preparada y he comprado seis empanadillas y seis croquetas. Para el vermú. El vermú es sagrado en esta familia. Sagrado.
domingo, 10 de noviembre de 2019
Diez de noviembre
sábado, 9 de noviembre de 2019
Nueve de noviembre
He puesto una bandeja de patatas en el horno con sus correspondientes hierbas provenzales, su sal, su aceite, su agua, su soja, y ahora sólo queda esperar. Cuando estén hechas pondré la cola de salmón sobre ellas y en cinco minutos estaremos cenando.
El sábado por la noche, desde que era pequeño y vivía con mis padres, es sinónimo de tranquilidad, seguridad, felicidad. Un sitio seguro. Lo sigue siendo.
viernes, 8 de noviembre de 2019
Ocho de noviembre
Al fin ha llegado el frío, ese fenómeno últimamente desconocido, y todo se ha vuelto del revés. Parece mentira. En eso se nota lo primates que somos, como cuando llueve y de repente todo se convierte en caos. Llevamos el impulso histérico adherido a nuestra inteligencia, dispuesto a anularla con entusiasmo a la mínima ocasión.
Yo, como quienes me seguís desde hace tiempo ya podéis imaginar, soy feliz: frío. El frío. La lluvia. Ha nevado mucho en el Pirineo y nevará más. Se siente en el viento, que nos llega helado desde allí. Soy feliz. Se acabó temporalmente la tortura del "buen tiempo". Adiós al calor, al sudor, a lo que no puede evitarse ni quedándose desnudo. Es el tiempo de ir añadiendo ropa, algo que sí funciona, algo que sí es útil.
Anhelo expirar el humo cálido de mi boca como si fumara. Sentir en mi rostro el frío que lo estimula y tensa y revive. Soy más Neandertal que Cromañón. Amo el frío. El frío me despierta de la cada vez más larga y sudorosa noche del verano. Asomo mi cabeza de oso polar. Ha llegado el momento.
jueves, 7 de noviembre de 2019
Siete de noviembre
Desperté de la siesta sin la sensación de resucitar de la muerte o regresar de un pozo negro, lo cual ya es una novedad. Bien. Equilibrio. Armonía. El día continúa. Cenaremos pulpo a feira con patatas y tostadas con crema de queso de cabrales (brutal). Tengo que cortarme las uñas de los pies. Ahora que ya no utilizo sandalias me he descuidado un poco. Hoy fui a la peluquería: parezco un marine recién llegado al cuartel. Es lo que quiero: tres meses sin volver a cortarme el pelo. Es de noche. Dos mil diecinueve comienza a tomar velocidad, se precipita hacia el ojo de la aguja. No sabe, como yo, que al otro lado hay una playa donde las olas llegan por primera vez una y otra vez, por primera vez una y otra vez, y así siempre. Por primera vez una y otra y otra y otra y otra vez.
miércoles, 6 de noviembre de 2019
Seis de noviembre
Hace mucho tiempo que ya es de noche. Las doce de la madrugada, mi frontera, se acerca lenta y rápidamente a la vez. No pasa nada, tengo oficio más que suficiente no ya para escribir sino para decir la verdad: la vida es algo maravilloso, una oportunidad, luz.
Y lo digo yo, que cada mañana me tomo mi antidepresivo y mis ansiolíticos. La vida es algo maravilloso, y acaso quienes necesitamos una ayuda química para darnos cuenta somos más conscientes de ello.
Tú que me estas leyendo ahora date cuenta, por favor. Tú que no necesitas ayuda química, tú que sencillamente existes sin ningún esfuerzo: existir es algo absolutamente insólito en el universo. Explora. Vive. No ignores ese privilegio. Yo intento no hacerlo cada día.
martes, 5 de noviembre de 2019
Cinco de noviembre
Hoy me he pasado el día en el Aeropuerto del Prat de Barcelona. Mi hijo volvía de Chile a las tres y treinta y cinco minutos de la tarde, pero anoche me mandó un mensaje diciéndome que, por el cambio horario, en realidad llegaba a España a las once y treinta y cinco de la mañana. Total, que hoy he madrugado un poquitín y a las diez y media ya estaba en el Aeropuerto del Prat de Barcelona, pero resulta que no, que la hora real de llegada era la inicial: las tres treinta y cinco de la tarde que han terminado siendo las tres cincuenta. ¿Qué he hecho durante todo ese tiempo perdido? Por hacer tiempo he querido ir a la playa de la Barceloneta, pero el atasco de tráfico era tan grande que al final he desistido y he regresado al Aeropuerto. Allí he caminado, según mi teléfono móvil, seis kilómetros. Puedo decir que ahora me conozco cada rincón y lavabo del Aeroport Josep Tarradellas de Barcelona. He visto llegar a centenares de pasajeros, he escuchado un montón de idiomas, me he dejado un pastón en un bocadillo de tortilla de patatas a las once y en una focaccia de pollo, mozarella y albahaca a las tres de la tarde. Precios obscenos, pero ya todos sabemos que en los aeropuertos es así, no hay otra.
Finalmente Carlos Miramón ha aterrizado tras catorce horas de vuelo directo desde Santiago de Chile, nos hemos abrazado y besado, y, oh, al regresar a Barbastro, la quinta marcha de la caja de cambios de nuestra Picasso de catorce años y trescientos cuarenta mil kilómetros no engranaba. He conducido en cuarta todo el tiempo. Sería una buena noticia para otro: ¡coche nuevo! Pero estoy enamorado de mi preciosa Picasso. Soy animista, qué se le va a hacer. Les cojo cariño a los objetos. No lo puedo evitar. No quiero dejarles ir.
Mañana la llevaré al taller a ver qué se puede hacer. Lo importante es que Carlos Miramón está en casa -miento, ya está con sus amigos viendo el partido del Barça- y todos estamos bien. Las cosas tienen la importancia que tienen, ya lo escribí ayer. Yo lo que tengo es mucho sueño, pero no quiero acostarme pronto porque después a las cuatro me despierto y ya no sé volver a dormirme. Tengo que aguantar despierto al menos hasta las once para poder dormir bien. Es curioso: él ha venido desde Chile y está con sus amigos, pero el jet lag lo tengo yo.
lunes, 4 de noviembre de 2019
Cuatro de noviembre
A ver, voy a contar lo que pasó ayer. Yo y Maite estábamos convencidos de que nuestro hijo Carlos aterrizaba hoy -no mañana- en Barcelona proveniente de Santiago de Chile. Total y absolutamente convencidos porque así nos lo había informado él e incluso lo habíamos señalado en el calendario de la cocina. Pero, afortunadamente, a su madre se le ocurrió llamarle por teléfono para saber si ya estaba en el aeropuerto anoche y, de pronto, descubrimos que no, que despegaba esta noche de lunes y aterrizaba en Barcelona mañana a las tres y media de la tarde. Todo fue casual o, por qué no decirlo, fruto de las preocupaciones maternas (yo nunca le hubiera llamado, daba la información incorrecta por buena). Hoy hubiese conducido hasta el aeropuerto de Barcelona para nada porque aterriza mañana.
Sí, sé que a efectos logísticos somos una familia un poco desastre pero nos queremos mucho. Menos mal que su madre le llamó. Aunque, ahora que lo pienso, en nuestra existencia pueden suceder un millón de cosas peores que hacer un viaje en balde a Barcelona. Las veo cada día al otro lado de la mesa de mi trabajo. Un viaje en balde es una tontería, aunque me alegro de habérmelo ahorrado.
¿Sabes qué te digo? Vive, vive cada día tranquilamente pero sabiendo, tratando de saber, sé que me entiendes. Si me has leído durante algún tiempo comprendes perfectamente lo que quiero decir: vive, es sencillo, nada más. Probablemente nuestra propia vida es en balde, y qué más da.
domingo, 3 de noviembre de 2019
Tres de noviembre
Llevo sin dormir desde las cuatro de la madrugada. No me quejo. A mí me sucede muy de vez en cuando, hay a quien le pasa cada noche, y cómo les compadezco. Después de escribir estas palabras me acostaré e intentar dormir una pequeña siesta fuera de hora, pero es que, a pesar del cansancio, no tengo sueño. Es algo extraño: uno se siente muy cansado pero no es capaz de cerrar los párpados y dormir. Vale, es verdad: se llama insomnio.
Pasado mañana voy a Barcelona a buscar a mi hijo Carlos, que regresa de Chile. El vuelo llega al Prat a las tres y treinta y cinco de la tarde, así que iré sobrado de tiempo. Ahora allí son las dos menos cuarto de ayer, la hora de comer. Cuando despegue será mañana por la noche y cuando aterrice en Europa será el cinco de noviembre pero varias horas antes. Viajará en el tiempo hacia atrás. Deberá enfrentarse de nuevo al jet lag.
En cuanto a mí, no me da ninguna pereza subirme al coche y, tranquilamente, sin prisas, ir al aeropuerto de Barcelona a recoger a mi hijo. Lo he hecho otras veces. Me gusta muchísimo conducir. Conducir y cocinar alivian mi ansiedad siempre palpitante e hija de puta. Espero no tener ningún problema para acceder a los sitios, estoy seguro de que no los habrá. Me da más miedo lo que les pueda pasar a Carlos y Raquel allí, en Santiago, porque el vuelo sale a una hora posterior al toque de queda. Me gustaría mucho que aterrizase con ella a su lado. Sé que sus prácticas de enfermería son lo primero, pero también sufrimos. La queremos mucho.
El domingo avanza a velocidad de crucero. Creo que voy a acostarme un poco, apagar la luz y dejar descansar mi cerebro, si todavía queda algo sin consumir.
sábado, 2 de noviembre de 2019
Dos de noviembre
Debo cambiar muchas cosas. Este año es complicado por los compromisos personales adquiridos el primer día de dos mil diecinueve, pero el uno de enero de dos mil veinte, si todavía estoy vivo, será distinto. La escritura o la vida. La escritura o la salud. Tengo proyectos importantísimos para el futuro pero no serán públicos. Nadie, salvo mis personas más íntimas, sabrán.
Pero todavía falta algo menos de dos meses para eso. Confío en ser tan fuerte en esos propósitos como lo he sido, como lo estoy siendo durante este año, también casi solo. Creo que desde que escribo en internet, y comencé en dos mil cuatro, jamás había tenido tan pocos comentarios en mis diarios. No me importa, lo he dicho muchas veces, de hecho eso me anima a lo que se aproxima: no existirán ni textos ni comentarios. No son necesarios. Uno escribe o fotografía o mira a su alrededor para intentar comprender lo que sucede, no para que nadie comente sus resultados. O tal vez me estoy mintiendo a mí mismo y sí me importa, mucho, mucho más de lo que, por orgullo, estoy dispuesto a aceptar. O tal vez no. No lo sé. Hace años hubiese sufrido mucho por esta soledad en la red, ahora quiero pensar que no pero es sólo eso, querer pensar, un deseo: quiero pensar que no, quiero pensar que soy una persona fuerte.
viernes, 1 de noviembre de 2019
Uno de noviembre
Ningún santo está muerto. Los santos muertos desaparecieron, ya no existen salvo en la huella que pudieron dejar en quienes les conocieron y sus sucesores durante una o dos generaciones.
Los verdaderos santos siempre pertenecen al presente, a la vida, y nos rodean por todas partes. Es L. quien, fuera del horario de su trabajo y sin percibir nada a cambio, ayuda a que los inmigrantes recién llegados aprendan español. Es la señora que pagó anónimamente, y esta era una garantía inquebrantable, la deuda a la Seguridad Social que tenía un extranjero y de la que dependía que le renovaran el permiso de residencia y de trabajo. Los santos son los pensionistas que durante estos años de crisis han ayudado a sus hijos con sus pensiones; es D., la gitana que durante los años en los que su hijo estuvo en la cárcel sólo comía espaguetis con tomate para que él pudiera comprarse tabaco y otros caprichos en el economato. Conozco santos y santas todos los días, todos los días. Nos rodean por todas partes y no siempre son cristianos, a menudo ni siquiera son creyentes. Pero están vivos. Por eso son santos, porque están vivos y su existencia altera favorablemente el destino de los demás.
¿Los muertos? Habrá de todo. Yo ya tengo unos cuantos. Seres humanos a quienes quise mucho y todavía quiero (lo escribí arriba: desaparecerán del mundo en una o dos generaciones, como yo mismo). Algunos fueron santos en vida porque sólo generaban felicidad y bienestar a su alrededor, pero ya no lo son porque están muertos. Está bien recordarles, no hoy especialmente sino de vez en cuando -de acuerdo, en caso de personas muy cercanas todos los días, es cierto, pero sin aspavientos, sobre todo sin aspavientos. Odio los aspavientos tanto como amo la normalidad, porque puedo jurar que en ella anida lo extraordinario.