viernes, 1 de noviembre de 2019

Uno de noviembre

Ningún santo está muerto. Los santos muertos desaparecieron, ya no existen salvo en la huella que pudieron dejar en quienes les conocieron y sus sucesores durante una o dos generaciones.

Los verdaderos santos siempre pertenecen al presente, a la vida, y nos rodean por todas partes. Es L. quien, fuera del horario de su trabajo y sin percibir nada a cambio, ayuda a que los inmigrantes recién llegados aprendan español. Es la señora que pagó anónimamente, y esta era una garantía inquebrantable, la deuda a la Seguridad Social que tenía un extranjero y de la que dependía que le renovaran el permiso de residencia y de trabajo. Los santos son los pensionistas que durante estos años de crisis han ayudado a sus hijos con sus pensiones; es D., la gitana que durante los años en los que su hijo estuvo en la cárcel sólo comía espaguetis con tomate para que él pudiera comprarse tabaco y otros caprichos en el economato. Conozco santos y santas todos los días, todos los días. Nos rodean por todas partes y no siempre son cristianos, a menudo ni siquiera son creyentes. Pero están vivos. Por eso son santos, porque están vivos y su existencia altera favorablemente el destino de los demás.

¿Los muertos? Habrá de todo. Yo ya tengo unos cuantos. Seres humanos a quienes quise mucho y todavía quiero (lo escribí arriba: desaparecerán del mundo en una o dos generaciones, como yo mismo). Algunos fueron santos en vida porque sólo generaban felicidad y bienestar a su alrededor, pero ya no lo son porque están muertos. Está bien recordarles, no hoy especialmente sino de vez en cuando -de acuerdo, en caso de personas muy cercanas todos los días, es cierto, pero sin aspavientos, sobre todo sin aspavientos. Odio los aspavientos tanto como amo la normalidad, porque puedo jurar que en ella anida lo extraordinario.

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