Escucho a Maite, mi mujer, hablando con su mejor amiga, que se llama Raquel. Se conocen desde hace cincuenta años, han compartido toda su vida juntas y siguen ahí, la una para la otra. Es algo que me maravilla, porque a mi mejor amigo lo conocí cuando yo ya tenía veinticinco o veintiseis años, es decir: hace más de treinta. No guardo ninguna amistad anterior, nunca las tuve. Me emociona oír a mi compañera hablar con otra mujer a la que conoce desde que eran unas niñas pequeñas. Estas cosas me conmueven mucho, y pienso en lo que significa el paso del tiempo, esta experiencia tan absolutamente insólita que vivimos con la normalidad imprescindible para no volvernos locos de remate. Siempre lo he dicho y escrito: somos unos primates tan esquizofrénicos como para vivir sabiendo que moriremos como si, en realidad, no lo supiéramos. Somos poesía carnal caminando sobre la tierra. La amistad es una de las mejores y más limpias y puras manifestaciones del amor. Siempre la defenderé. No tiene nada que envidiar a las otras -y voy a confesar algo: el sexo con la edad deja de tener la importancia que tenía cuando tu novia te metía la mano en los pantalones. Amor, y amor, y amor. Con sexo, sin sexo, en la misma cama, en camas separadas, separados por dos manzanas de casas, por cientos de kilómetros. Amor. Compadezco profundamente a quien no sepa qué es, qué se siente. En este momento de mi vida es lo único que da sentido a mi existencia.
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