Al fin ha llegado el frío, el frío de verdad, el frío que en este territorio significa niebla, escarcha helada y temperaturas bajo cero. Ah, qué ganas tenía. Cuando ayer por la mañana vi que el termómetro del coche señalaba un grado negativo bajé la ventanilla durante un rato y fui feliz. Los inmensos volquetes amarillos de ruedas altas como una persona, tan parecidos a camiones de juguete, iban y venían a lo largo de las obras de la futura autovía, la luz de sus faros atravesando la bruma a duras penas. Durante un instante tuve la sensación de estar contemplando los trabajos de colonización de otro planeta.
sábado, 12 de diciembre de 2009
lunes, 7 de diciembre de 2009
Escribo esto
Desde el colegio del otro lado de la calle llegan los maullidos y gritos de una gata, ¿es posible que esté en celo en pleno mes de diciembre? Suena el teléfono. Es mi hija, que me llama para que vaya a buscarla. Me visto rápidamente, bajo al garaje, arranco el coche y salgo a la calle desierta. Había olvidado lo agradable que es conducir a través de Zaragoza de madrugada. A medida que voy acercándome al centro comienzo a ver más gente en las aceras: algún caminante solitario, parejas, grupos de jóvenes. Paula me espera en el lugar acordado. Veo que se está despidiendo de su amigo y hago descender el cristal de la ventanilla para ofrecerme a acercarle a su domicilio. Me dice que gracias pero no, que no hace falta. Ella entra en el coche, se sienta a mi lado. Qué guapa está. Jamás imaginé que tendría una hija. Jamás imaginé que sería así. No le digo nada y enfilo la avenida. Los semáforos se ponen rojos y verdes ajenos a la ausencia de tráfico. Paula me cuenta algunas cosas, algunas dudas, lo que han cenado, me dice que tiene mucho sueño. «En cuanto lleguemos a casa podrás irte a la cama, cariño», le digo. Conduzco como si estuviese tocando un violoncello, como si estuviera escribiendo a máquina, como si me dejase llevar por la corriente de un gran río. El navegador de mi cerebro me hace girar en la siguiente calle, tirar recto hasta la rotonda del final y después torcer a la izquierda. Ayer hacía lo mismo al volante de un viejo Seat 127, el corazón henchido de felicidad e ignorancia. ¿Ayer he dicho? ¡Hace más de veinticinco años! Ya hemos llegado. Pulso el mando a distancia de la puerta metálica, entro en sus fauces, maniobro para aparcar. Mi hija y yo atravesamos a pie el garaje de los zombis, aunque ella está tan cansada que ni siquiera es consciente de que conmigo está a salvo. Subimos en el ascensor. Llegamos a casa. Los desesperados maullidos de los gatos siguen alcanzándonos desde las instalaciones del colegio que hay al otro lado de la calle. Me sirvo un whisky con hielo, abro la tapa del MacBook, escribo esto.
jueves, 3 de diciembre de 2009
Pioneros
Yo me conecté a internet por primera vez en 1996. Lo que entonces caracterizaba a la red era una verdadera sensación de libertad, la posibilidad de compartir sin fronteras, sin límites, la capacidad de explorar el mundo sin que importase vivir en una aldea o en una gran capital. Internet cambió mi vida, y no estoy exagerando en absoluto.
Todos sabemos que la red es un territorio donde abunda el ruido y la inmundicia, una ciudad con sus callejones peligrosos, sus timadores, sus criminales, pero quienes la transitamos diariamente sabemos también de sus tesoros. Para mí el más importante, el que los reúne a todos, es el acceso a la primera biblioteca verdaderamente universal de la humanidad. Sentados a la hora del desayuno en la cocina de nuestra casa podemos echar un vistazo a los agujeros negros fotografiados por telescopios espaciales, leer los titulares de diarios de todo el planeta, visitar museos, mirar fotografías antiguas, consultar críticas de películas, aprender solfeo, descubrir el verdadero rostro de Mozart, leer sus cartas, escuchar cualquiera de sus obras, estar al día de la poesía que se publica en Polonia, descargar la película rusa Solaris, de 1972, en versión original con subtítulos, qué se yo, cualquier cosa, literalmente casi cualquier cosa.
Es cierto que con la aparición de internet todo cambia. Hoy pensaba en los copistas y la aparición de la imprenta que les dejaba sin trabajo. Internet es una imprenta descomunal: todo puede clonarse, copiarse, grabarse, compartirse, llegar a los ojos, los oídos, los cerebros de quienes sienten curiosidad. Y si algo sabemos es que el afán del ser humano es la exploración, y es éste un afán que no puede frenarse de ningún modo (excepto, tal vez, mediante la religión).
Comprendo que para muchos será duro adaptarse a estos cambios. La industria asociada a la difusión cultural no volverá a ser la que era. Ahora mismo todos los elementos están recolocándose, agonizando, naciendo. Yo soy un consumidor habitual de iTunes, por ejemplo, compro mucha música allí a precios razonables, y creo que por ahí van a ir los tiros, no por mantener la venta de discos de los que sólo nos interesan una o dos canciones. Yo no soy ningún experto, sé que hay miles de detalles importantes que se me escapan. Lo que sí tengo claro es que me gustaría que Internet continuase siendo este territorio libre, esta comunidad donde poder compartir las cosas que nos gustan. Sin internet dudo que yo hubiese podido ver la película «El cielo gira», de Mercedes Álvarez, por ejemplo, un bellísimo documental casi imposible de encontrar; sin internet jamás hubiese leído los maravillosos poemas que traduce Abel Murcia en su blog; sin internet no os hubiese conocido a ninguno de vosotros.
No quiero que ninguna comisión ministerial controle todo esto. Si alguien piensa que existe un delito que lo denuncie a la policía, que el juez determine conforme a derecho. No somos delincuentes, sólo somos pioneros.
miércoles, 2 de diciembre de 2009
Filamentos
Despierto mucho más temprano de lo habitual, cuando todavía es noche cerrada en la claraboya sobre la cama. Emerjo de la inconsciencia como el astronauta que ha llegado a su destino tras meses de hibernación. El resto de la tripulación duerme en sus camarotes. En el exterior la luz de la luna llena se difumina y disuelve en una gasa de filamentos de leche.
lunes, 30 de noviembre de 2009
sábado, 28 de noviembre de 2009
Después del ensayo
Somos los últimos clientes del Chanti y las camareras nos esperan con aire cansado. Después de pagar salimos a la calle por la que no circula un alma. Hace días que el ayuntamiento instaló la iluminación navideña, que permanece apagada en espera de las fechas festivas. El pueblo aparece desierto. Nuestras voces, a pesar de hablar en voz baja, retumban entre las fachadas. Poco antes cantaban música de siglos pasados, bellas canciones compuestas por personas muertas, música humana y carnal viajando a seiscientos kilómetros por segundo a través del tiempo.
Anotado por Jesús Miramón a las 02:01 | Después del ensayo
lunes, 23 de noviembre de 2009
Tres gorriones
La primera luz de esta mañana de noviembre es cruda y pálida. Tres gorriones vienen a beber agua en los platos de las macetas de la terraza. Contemplar su alegría limpia mi cerebro de oscuridad.
sábado, 21 de noviembre de 2009
miércoles, 18 de noviembre de 2009
Usted y tú
A medida que voy cumpliendo años con más frecuencia me tratan de usted. Nunca me ha gustado, tampoco cuando era joven. Yo, en cuanto intuyo la mínima posibilidad, trato de tú a los demás. Al cabo de los años he desarrollado cierto instinto para adivinar cuándo puedo permitírmelo, y confesaré que tal costumbre me ha granjeado muy buenos momentos, sobre todo en conversación con personas ancianas que así me lo pedían. No, no me gusta el usted. A menudo he comprobado cómo, detrás de ese tratamiento supuestamente cortés, se escondía el desprecio, el distanciamiento e incluso la prepotencia. Leyendo a Henning Mankell aprendí que en Suecia todo el mundo se tutea sin que eso suponga una falta de respeto, lo cual aumentó todavía más la simpatía que siento hacia el país de Ingmar Bergman.