Hoy en la agencia comarcal de la seguridad social he conocido a una bella mujer nacida en Barbastro que vive en Italia, concretamente en Florencia, desde hace más de veinte años. Ha venido para acompañar a su madre tras la muerte de su padre y ayudar a tramitar su pensión de viudedad y demás papeleos. Enseguida hemos conectado a nivel empleado público/cliente; algo que, no porque me suceda relativamente a menudo, deja de gustarme mucho. Hemos terminado compartiendo nuestros correos personales porque mi hijo Carlos, si aprueba finalmente el Grado Superior de Agente Forestal, regresará a Italia a hacer sus prácticas con Andrea, el director del Parque cerca de Pisa donde hizo las prácticas del Grado Medio. Ella, Pilar, se ha empeñado: "Si necesita cualquier cosa, cualquier ayuda, me lo dices, estaré encantada de ayudarle", me ha dicho. Mi trabajo no siempre es ingrato.
Siempre he creído firmemente que todos los trabajos son importantes. Nosotros, quienes los ejercemos, somos o deberíamos ser los primeros en hacerlos importantes, en dignificarlos. Barrer bien una acera es lo mismo que descubrir una vacuna, y esto es algo que pienso y escribo muy en serio. Hacer un buen pan, honesto, poniendo todo tu amor en su concepción, no tiene nada que envidiar a diseñar un avión comercial. Dar clase de Lengua y Literatura con vocación de transmitir conocimientos no es mejor que limpiar los sedimentos de un canal de riego con palas y cubos con la intención real de despejarlo. Porque todo, absolutamente todo, es lo mismo: la huella de nosotros, la huella de nuestra voluntad, la huella de nuestra inteligencia.
martes, 30 de enero de 2018
Huellas
viernes, 26 de enero de 2018
El inmenso poder
Toco la mesa: esto es el presente. Si diera un manotazo a mi vaso de whisky y lo tirara al suelo y se rompiera esparciendo su preciado líquido por el suelo salpicando la pared sucedería un pasado imposible de recomponer. Miro mi pobre guitarra olvidada, sus trastes, imagino los dedos de mi mano izquierda sobre su mástil y los de mi mano derecha haciendo vibrar sus cuerdas: eso es el futuro.
Ahora mismo escribo en mi portátil y, evidentemente, esto es el presente, aunque por un instante, durante el párrafo anterior, conseguí algo: presente, pasado y futuro fueron expresados en un tiempo coincidente. Éste es, entre miles, el inmenso poder de la literatura.
jueves, 25 de enero de 2018
Emprendo el descenso
A veces me gusta imaginar que viajo en el tiempo hacia el futuro y aparezco en un planeta como Marte, árido, seco, casi sin atmósfera, y muero al instante.
A veces me gusta imaginar que viajo en el tiempo hacia el futuro y aparezco en un planeta de cielo azul y bosques perfectos y campos de cultivo. Los seres humanos que encuentro, en un inglés muy contaminado de otras lenguas pero comprensible en su contexto, me cuentan que nuestra especie hace siglos que se dio cuenta de que debía frenar su crecimiento demográfico y limitar al máximo el consumo de animales. Con la llegada de la revolución de las células madre las empresas que mataban terneros, cerdos y corderos pasaron a crear carne con su mismo sabor y propiedades, y así el veganismo triunfó en el mundo. Pruebo un entrecot. No sabe igual que el que me comí con unos pimientos de piquillo confitados el día anterior a mi viaje, pero reconozco sus ventajas ecológicas. Qué bien, el planeta supo cambiar su trayectoria hacia el precipicio, existe esperanza, pienso. Entonces pido amablemente que me muestren una imagen del mundo y descubro que África y grandes zonas de Asia son campos de cultivo sin presencia de población humana. Pregunto: "¿Qué pasó allí?" Me contestan: "Hace siglos tuvimos que frenar el crecimiento demográfico mundial y actuamos en sus nidos fundamentales, que eran África y Asia". Digo: "¿Actuaron? ¿Qué quiere decir eso?". "Lo que le estoy diciendo, debería saberlo, se estudia en los colegios, ¿de qué planeta se ha caído?". Y comprendo.
A veces me gusta imaginar que viajo en el tiempo hacia el futuro y aparezco en medio de un bosque de hayas y robles y, por más que busco vestigios de presencia humana, no los encuentro. Un jabalí enorme aparece en un claro entre los árboles, me mira con sus ojos tan parecidos a los de los humanos e, ignorándome sin ninguna preocupación, continúa hozando en el húmedo suelo a pocos metros de mí. Camino a través de la espesura subiendo hacia el lugar más alto a mi alcance. Llego a un repecho rocoso y contemplo el horizonte. Muy lejos el mar brilla bajo la luz del sol. Entre el mar y el lugar donde yo estoy veo los restos de una gran ciudad transformada en escombros apenas perceptibles bajo siglos de vegetación y naturaleza incontenible. No atisbo signo alguno de presencia humana, pero emprendo el descenso.
lunes, 22 de enero de 2018
Viajes en el tiempo
A veces me gusta imaginar que viajo en el tiempo hacia el pasado, y a menudo aparezco en medio de un bosque de hayas y robles y, por más que busco algún vestigio de presencia humana para adivinar la época, el siglo, no lo encuentro, así que me limito a caminar entre antiguas arboledas vírgenes de troncos cubiertos de musgo y un silencio absoluto ajeno a sonido humano alguno. Ninguna campana lejana. Ningún relincho de caballos. El bosque y nada más, como si hubiese viajado al comienzo de todo para nada.
sábado, 20 de enero de 2018
Rinocerontes lanudos
Me doy cuenta de que mi generación está asistiendo en directo, como pasa siempre con la realidad, a un cambio climático de consecuencias que preferiría no imaginar y sin embargo no hago sino imaginar una y otra vez con todo lujo de detalles.
Cuando logro detener a duras penas mi imaginación, nutrida desde la adolescencia con centenares de lecturas que van desde Julio Verne a Frank Herbert pasando por Asimov, Ray Bradbury y Philip K. Dick, pienso: "Espera, no te precipites a guardar en el trastero latas de comida de tamaño familiar y escopetas de caza y cajas de cartuchos".
Porque esto ha sucedido siempre. No acaso con una intervención tan directa de nuestra especie ni con tal velocidad temporal, pero los cambios climáticos forman parte de la historia de nuestro planeta, y nosotros formamos parte de él para bien y para mal, no somos marcianos llegados aquí para destruirlo, somos uno de sus problemas o, tal vez, uno de los factores de un cambio que es posible que acabe precisamente con la extinción de todos nosotros (en defensa propia).
Lo raro es asistir a ello en directo, pero imagino que eso mismo debió sucederles a nuestros antepasados que asistían estación tras estación al avance del frío y los glaciares, por no hablar del último Neandertal sentado en la entrada de su cueva en Gibraltar, cuando los mamuts y los rinocerontes lanudos formaban parte de la leyenda ya lejana de su tribu, empujada cada vez más hacia el Sur y la caza de conejos y pequeños animales indignos de los cazadores que habían sido pocas generaciones antes.
Esta mañana he visto huellas de jabalí mezcladas con las de perros. Caminábamos a paso ligero y me he quitado la ropa de abrigo. La temperatura era de quince grados según mi teléfono inteligente. He mirado al final del horizonte, a las cumbres nevadas, y por un momento me ha parecido visualizar cómo la capa blanca se desvanecía a toda velocidad, aunque no era verdad, sólo otro fruto de mi infantil imaginación.
Me ha tocado vivir a edad adulta tiempos distópicos, apocalípticos, zombis; y es verdad que las cosas están cambiando a una velocidad que nadie esperaba, es verdad que los osos polares ya están condenados, que la banquisa de la Antártida se está rompiendo en bloques de hielo tan grandes como islas enormes, que en el Sur de Inglaterra están comenzando a plantar viñas, que los árboles suben poco a poco hacia las cumbres de las montañas huyendo del calor. Yo estoy aquí, en este preciso momento de la historia de mi galaxia, y pienso describirlo lo mejor que pueda. Y al acabar escupiré pintura sobre mi mano abierta en la pared.
miércoles, 17 de enero de 2018
Abalorios
Un día más se acerca a la orilla
antes de retirarse, devolviéndome
de nuevo al hipnótico sueño del mar.
Lo más probable es que esta noche
no me deje varado en la arena,
expuesto al cruel sol del futuro amanecer,
pero ese día llegará, no lo dudo.
Mi último día alcanzará la playa
y en vez de regresar me quedaré
allí en la arena junto a las algas secas,
los restos de plástico, los pequeños trozos
de vidrio de botellas de vino y cerveza
suavemente pulidos como
el tesoro que son.
martes, 16 de enero de 2018
Se ha levantado un viento muy frío
Los martes también abrimos la agencia al público por la tarde, de cuatro a siete. Es sólo un día a la semana pero vuelvo a casa literalmente reventado.
Mucha gente al mirarme ve solamente a un hombre sentado al otro lado de una mesa con un ordenador y un teclado a su derecha. Ese hombre podría trabajar quince horas diarias porque, total ¿qué esfuerzo hace? Ninguno.
Y sí, reconozco que soy un empleado privilegiado porque el resto de los días de la semana trabajo sólo por la mañana y, sobre todo, porque me gusta mucho lo que hago. Y sí, sé que son millones los trabajadores españoles que trabajan en condiciones infinitamente peores que las mías y en oficios que ni siquiera les gustan, y nunca me compararía con ellos. Pero apelo a la comprensión de los posibles lectores que trabajan atendiendo diariamente a otros seres humanos, todos distintos, cada uno con sus problemas y sus personalidades -confiados, desconfiados, alegres, pesimistas, fáciles, complicados, etcétera, etcétera- para que se comprenda lo que estoy describiendo esta noche: algo que mientras me agota me fascina. En ningún caso busco compasión ni nada parecido, hago lo que me gusta, soy muy afortunado.
Pero juro que, sobre todo los martes como hoy, después de haberlo dado todo, como diría mi hija: toda mi capacidad de entender, solucionar, ayudar, intentar hacer las cosas bien, hacer la norma legal comprensible para diferentes niveles educativos; juro que después de haberme entregado sin protección a los seres humanos que se sentaron al otro lado de mi mesa, salgo a la calle casi en estado catatónico, embotado, el cerebro convertido en un órgano agotado de tanto utilizarlo sin descanso. Camino de vuelta a casa junto al río. Se ha levantado un viento muy frío pero lo agradezco. Me acaricia furiosamente el rostro.
Anotado por Jesús Miramón a las 22:21 | Diario , Vida laboral
lunes, 15 de enero de 2018
Dolores O'Riordan
Escucho a Maite hablar con nuestra hija en el salón. Ríe y eso me tranquiliza. Luego me contará de qué han hablado. Me maravilla la relación que mantienen entre ellas. Ahí Carlos y yo estamos un poco fuera, no sé cómo explicarlo. Mujeres y hombres; hijas y madres, padres e hijos. Qué sé yo.
Hace mucho que ya es de noche. Me he enterado de la muerte de la cantante irlandesa Dolores O'Riordan, vocalista y compositora de The Cranberries, un grupo que escuchaba hace años. Ha sido una desaparición repentina e inesperada. Tenía cuarenta y seis años y tres hijos. Sus canciones me acompañaron durante mucho tiempo, cuando era más joven que ahora, y escucharlas me hacen viajar en el tiempo. Hace ya algunos meses encontré vídeos de pequeños conciertos acústicos en una librería. El de The Cranberries me impresionó por su pureza (el batería sólo podía tocar una pandereta). Allí aparece Dolores con toda su magia.
Anotado por Jesús Miramón a las 22:48 | Diario , Música , Nombres propios , Recortes
domingo, 14 de enero de 2018
De helechos y nieve
Aquí no hay helechos. Y me gustan mucho los helechos, la hiedra, los robles, las hayas, la hierba alta y afilada cerca del mar. La tierra roja. El viento salado.
Aquí hay encinas carrascas y romero, tomillo, manzanilla silvestre, zarzamora, enebros de tres metros de altura; aquí hay olivos y almendros huidos de sus campos de concentración, supervivientes en terraplenes y lindes olvidadas; aquí hay higueras junto al hormigón armado del canal, gramíneas de todas las clases, hinojo salvaje con sabor a anís.
Al final del horizonte la cordillera blanca de nieve, engañosamente cerca. Nieve. Existen pocas palabras más hermosas que esa: nieve. Aurora. Copo de nieve. Frío. Helecho. Haya.
sábado, 13 de enero de 2018
Una cuerda tensa
Como ser humano he aprendido que lo que nos aliena es nuestra necesidad y capacidad real y directa de tomar decisiones cada segundo, incluso en las peores circunstancias.
Nos aliena nuestra supuesta inteligencia, incapaz de comprender en toda su amplitud la realidad de lo que existe a nuestro alrededor y las consecuencias de nuestras decisiones en ella.
Escribir, como caminar o cocinar, es decidir lo que vas a redactar, la dirección que tomarás al salir de tu casa o los ingredientes que pondrás en la cazuela. Es fascinante y tenebroso al mismo tiempo.
Vivimos en la tensa cuerda que se extiende entre el milagro y el desastre más absoluto.