Otro domingo que no volverá a existir, como el último latido de mi corazón o el del tuyo: es así. Se hizo de noche a las seis de la tarde pero no llueve. ¿Hace frío? Bueno, eso es algo relativo: Maite viste como la última patagona del sur del Cabo de Hornos, envuelta en capas de ropa completadas por una especie de manta, y a mí me basta con una camiseta y una chaqueta vieja llena de pelotillas de lana vieja, mi putrefacta chaqueta favorita.
No dejo, como los faros marinos o el malévolo ojo de Sauron, de otear todo el horizonte a mi alrededor. Algunas cosas me gustan y otras no, pero no soy una persona violenta, no aprendí a serlo en su momento y ahora ya no sé si sabría (pero he visto miles de películas violentas, igual sí que sabría).
Paseando esta mañana por el campo me he dado cuenta de cómo la naturaleza, a pesar de tanto desconcierto, comienza a entrar en reposo. Los insectos empiezan a desaparecer y las hojas rojas de los viñedos caen al suelo mientras los racimos de uva que sobrevivieron a la vendimia se convierten en algo así como centenares de diminutos Nosferatu apretados unos junto a otros.
En las cimas más altas ya hay nieve, podemos ver su fulgor mientras regresamos a Barbastro después de nuestro paseo. Es una esperanza en este momento histórico de apocalipsis zombi. Nevó.
Vale, de acuerdo, nevó a una altitud a la que sólo pueden acceder con normalidad ciertos animales de pezuñas especializadas, pero nevó y podemos verlo desde la carretera comarcal. Algo es algo.
domingo, 19 de noviembre de 2017
Algo es algo
sábado, 18 de noviembre de 2017
Independencia
Echo de menos la suavidad. La fluidez natural de las cosas que no dependen de nuestros pensamientos. Echo de menos la aceptación de lo sensato, de lo obvio, de lo que es justo por su propio peso, sin discusión alguna en cualquier lugar del mundo. Echo de menos la inteligencia sin aspavientos, aquella que nace donde nacen los sentimientos más básicos: el odio, el amor, la ternura, el miedo, el atrevimiento, la atracción incontenible. Sí, echo de menos la suavidad, echo de menos la inteligencia, echo de menos la fraternidad y la ternura.
miércoles, 15 de noviembre de 2017
Rosi
En realidad Rosi se llama Rosalía, pero desde que llegué a esta agencia comarcal de la Seguridad Social de Barbastro, hace diecisiete años, siempre fue Rosi.
Es, en muchos aspectos, muy diferente a mí. Ella lo sabe y yo también. Sin embargo pronto nos hicimos amigos, y no unos amigos cualesquiera: amigos de esos que se han contado cosas que desconocen nuestros propios familiares. En los malos y en los buenos momentos, más allá de nuestra condición de compañeros de trabajo, ella se apoyó en mí y yo me apoyé en ella. Y lo mismo podría decir de Sofía, mi jefa queridísima, una de las personas con el corazón más grande que he conocido en toda mi vida. Y lo mismo podría decir de Chelo, una compañera tan guapa, tan brillante e inteligente que a veces, durante los primeros años de conocerla, me perturbaba; una amiga que, al vivir en Huesca, acabó trasladándose allí.
El trabajo es nuestro segundo hogar, y como tal en él nace, crece y se desarrolla la vida. Una cara de la vida. Voy a decirlo con absoluta claridad: yo soy feliz trabajando en el CAISS (Centro de Atención e Información de la Seguridad Social) de Barbastro. Trabajamos muchísimo pero en un ambiente tan solidario, tan de equipo al cien por cien, tan ajeno a las jerarquías absurdas, que no lo cambiaría por nada. Espero jubilarme aquí, como hoy lo ha hecho Rosi.
Porque nunca volverá a trabajar en su mesa. En una oficina tan pequeña como la nuestra su ausencia ya es como un agujero negro, pero nos alegramos por ella porque la queremos. Los que quedamos tendremos que trabajar mucho más, porque ella era de las que te aliviaba el trabajo cuando a ella le faltaba, y siempre estaba dispuesta a ayudar, a compartir con nosotros lo mismo que con nuestros clientes: dando su corazón por ayudar a quienes se sentaban al otro lado de la mesa. Sí, la echaremos mucho de menos, muchísimo.
Pero hoy hemos celebrado en nuestro lugar de trabajo un vermut/comida a la que ha traído una de sus famosas empanadas de atún, un pastel de verduras y mayonesa, y jamón, pan de cristal, tomate de untar, queso de Radiquero; y Sofía ha traído buñuelos de bacalao caseros, y de postre había bombones que nunca nos faltan de los que nos regalan los clientes, y Flores de Barbastro, unos pastelitos típicos de aquí, todo ello regado con vino, champán, cervezas y moscatel de Málaga. A la celebración se han unido nuestras compañeras del Centro de Salud que está justamente enfrente de nuestra puerta: administrativas, enfermeras... Cuando nos hemos ido eran casi las cinco.
Este texto es para ti, Rosi. Sé que volveremos a vernos porque vives en Barbastro. De hecho tenemos una comida pendiente el próximo día veinticuatro en la que sí estará Chelo y otras personas que te quieren como te quiero yo. Hemos compartido muchas cosas, querida amiga, y quiero decirte que has influido en mi vida y lo has hecho para bien. Tú siempre decías que yo era positivo pero, sobre todo en los últimos años y con mis problemas de ansiedad, la positiva fuiste tú. Te echaré de menos. Feliz jubilación, querida, queridísima compañera. Sé que jamás te olvidaré.
Anotado por Jesús Miramón a las 19:41 | Diario , Vida laboral
lunes, 13 de noviembre de 2017
El monstruo
El domingo desperté, me levanté de la cama, desayuné, tomé mi medicación, hice otras cosas de cuyos detalles no es necesario hacer mención, y de golpe, a eso de las once de la mañana, estando bien, apareció el monstruo.
Como suele suceder su fuerza me pilló por sorpresa, sin aviso. Aunque desde hacía días el cambio de estación, el cambio de luz, el cambio horario, etcétera, ya había influido sin remedio en mi química cerebral, ayer sucedió el ataque en toda regla. Volví a sentir, con absoluta certeza, que me moría; y volví a sentir vergüenza de mi temor a morir así, sin gloria alguna (que es como, puedo asegurarlo al cien por cien, moriré).
Me puse una pastilla de Lorazepam debajo de la lengua y esperé sin decir nada a nadie, intentado pasar desapercibido. Pero Maite pasó a mi lado y notó que no estaba bien. Me dijo que se dio cuenta al ver mi cara primero de perro abandonado y segundo de albóndiga. Cara de albóndiga, de albóndiga de perro.
Aunque ya eran las dos de la tarde nos fuimos a dar un paseo por campos de olivos y viñedos de hojas rojas y diminutos racimos de uva que habían sobrevivido a la vendimia. Los probé. Eran de grano pequeño, hollejo fuerte y mucha pepita, pero sabían bien, aunque luego hubiera que escupirlo todo.
El paseo me vino muy bien. Nada mejor que cambiar el foco de tu tinnitus y tus taquicardias hacia los campos y las lejanas montañas, algunas con sus cimas ya nevadas.
Estos ataques, como cualquiera que los haya sufrido sabe, dejan un eco, secuelas que duran algunos días. Siempre queda la inseguridad, esta vulnerabilidad aterradora. Hoy lunes todavía sentía todo eso, aunque lo he aguantado sin necesidad de recurrir a ningún rescate.
Estoy muy cansado, muy harto, muy, muy harto, pero empiezo a pensar que deberé convivir con esto toda mi vida. Nunca me curaré. No es una enfermedad. El monstruo soy yo.
jueves, 9 de noviembre de 2017
No se acaba nunca
Por la mañana, a cuatro o cinco grados de temperatura, feliz como un oso, fui a trabajar. No fue una mañana complicada, de largas colas y protestas por la cita previa. Hubo consultas sencillas y complicadas, cada cliente un ser humano distinto, con problemas distintos y situaciones distintas. Mujeres y hombres de todas las edades. Les atendí lo mejor que pude y aprendí mucho de ellos.
Por ejemplo, una de ellas había trabajado en el hotel de los Llanos del Hospital, en Benasque, donde es habitual que sus clientes se queden aislados por las grandes nevadas. Le pregunté si durante esos días no contratados debían pagar la comida, y mi clienta, una mujer nacionalizada española pero con el bellísimo acento colombiano de su nacimiento, me dijo que cobraban la comida con un cincuenta por ciento de descuento. ¿Y si no tenían dinero para pagar ese cincuenta por ciento del precio normal? Ella me contó que un invierno quedaron aislados, como tantas veces, y se dieron cuenta de que una pareja muy joven no había bajado a desayunar ni a comer. El dueño del hotel fue a su habitación y aquellos le dijeron que no podían permitirse ni siquiera la mitad del precio del hotel, pues tenían muchos gastos y habían planificado el fin de semana sin ningún margen económico. Mayoral, el propietario del hotel de los Llanos del Hospital de Benasque, les dijo que no iba a permitir que no desayunaran o comieran, y les dio de desayunar, comer y cenar gratis. Conclusión: quienes pudieran pagar la mitad para cubrir los costes, bien; quienes no pudieran no pasarían hambre. Señor Mayoral, desde aquí le digo: gracias por su ejemplo comunicado por una de sus trabajadoras, lo que tiene, si cabe, más mérito.
Cada día aprendo mucho en mi trabajo. Y tras años de oficio puedo certificar que la gente normal, las trabajadoras y trabajadores, los seres humanos con quienes nos cruzamos cada día en la acera de las calles, no son buenos: son más que buenos.
Mi trabajo, a pesar del estrés de los días de mucho follón, me nutre de esperanza, de amor, de conmovedoras sorpresas cada día. Nunca sabes qué historia va a sentarse al otro lado de tu mesa. Yo me ofrezco entero y sincero a ellas y siempre recibo lo que doy. Creo profundamente en el vínculo fraternal entre todas las personas del mundo, lo experimento en mi propia carne cada día. Sólo son necesarias dos condiciones: empatía y curiosidad. De la primera no puedo hablar yo sino mis receptores; de la segunda sí, y puedo decir que no se acaba nunca.
Anotado por Jesús Miramón a las 23:02 | Diario , Vida laboral
martes, 7 de noviembre de 2017
sábado, 4 de noviembre de 2017
Colonias espaciales
Hemos llegado a Zaragoza de noche. Desde kilómetros de distancia en la carretera brillaban las luces de sus barrios, polígonos industriales y suburbios. Me he sentido un astronauta acercándose a una colonia espacial.
En los pueblos y ciudades pequeñas como Binéfar o Barbastro la oscuridad comienza muy cerca, a pocos metros de las calles que terminan en el campo. En esa oscuridad despiertan las comadrejas, los tejones, los jabalíes que hozan el suelo y dejan sus huellas en los caminos. En esa oscuridad existe algo que se oculta de lo que somos y un día nos vencerá.
miércoles, 1 de noviembre de 2017
Todos los santos
Fuimos al cementerio la última vez que estuvimos en Zaragoza. Yo creo que no pasan cuatro meses sin que nos demos una vuelta por aquella ciudad de los muertos. Tiramos las flores viejas de Ikea y pusimos unas nuevas, también de Ikea. Son bonitas, resistentes y baratas.
No solemos ir el día de Todos los santos. Hay mucho tráfico, mucha gente, en fin: es un rollo. No voy a escribir ahora lo que todos sabemos: que los muertos se levantan y acuestan junto a nosotros cada día, que viven y vivirán mientras les recordemos, etcétera. No lo voy a escribir aunque sea verdad porque lo he escrito cien veces y ya me aburre hasta a mí.
Voy a escribir, a riesgo de equivocarme, que nuestra generación es acaso la última en darle importancia a estos desvelos escatológicos, la última en tomarnos en serio un compromiso que, sin dejar de estar alimentado por el amor, no deja de ser una herencia cultural.
Las incineraciones crecen día a día precisamente para no dejar a nuestros hijos esas obligaciones. Maite y yo queremos que nos incineren cuando dejemos de existir, y ni siquiera le damos importancia a lo que puedan hacer con nuestros restos. Ni océanos ni ríos ni campos de amapolas: cualquier sitio nos parece bien, sobre todo si es cómodo para quien quiera ocuparse de ese menester. Lo que no queremos es que nos guarden en ningún lugar, ni en una casa ni en un trastero: las cenizas están hechas para ser esparcidas por el viento, siempre que se tenga en cuenta su velocidad y dirección. Amén.
lunes, 30 de octubre de 2017
Como una regadera
Todo es extraño. Los árboles, como yo, no saben si empezar a rendirse o mantenerse despiertos. Algunas hojas tímidas, reticentes, comienzan a morir y caer en su instante más anónimo y glorioso. La naturaleza en general está aburrida, cansada, casi irritada, despeinada y con muecas de mal humor de tanto esperar lo que tocaba. Y si ella está así cómo no estaré yo: un oso irlandés encerrado en un cuerpo humano español.
Todo es extraño. El president de la Generalitat que ayer pedía en la televisión la defensa pacífica de la nueva República al pueblo catalán mientras comía en un restaurante de Girona, y hoy está en Bélgica para, presumiblemente, pedir asilo político. Sí, es para caerse al suelo de la risa, pero qué falta de gallardía, cuánta cobardía, el voto secreto del día D, en fin: ni Berlanga hubiera escrito un guión más ridículo y risible que éste. Tal vez sea la poca testosterona que me queda la que dicta mis siguientes palabras, pero ¡qué falta de cojones y de dignidad! ¡Qué falta de valor para afrontar las consecuencias de los actos como hacemos todos los días los ciudadanos de a pie! Aunque, ahora que me acuerdo, prometí no sufrir más por este tema; aunque, ahora que caigo, esto no es sufrir, esto es otra cosa muy distinta: darme cuenta de que el Rey desfila desnudo y dar testimonio de ello, incluso reírme a carcajada limpia. Soy el niño barbudo con aspecto de profeta bíblico que señala con el dedo.
Todo es extraño. Después de muchos muchos meses sin necesidad de hacerlo, esta mañana he tenido que ponerme una píldora de Lorazepam bajo la lengua. Han habido tres o cuatro horas de un trabajo sin cuartel, estresante, ansioso, con los clientes enfadados por tener que esperar... O tal vez sencillamente he sido yo, que siento los cambios horarios y de estación de un modo radical, muy exagerado, ajeno a mi voluntad. Presión en el pecho, taquicardias, el zumbido en los oídos creciendo por momentos, cierto vértigo visual y sensorial. Quien lo ha padecido me comprende. Afortunadamente la química ha hecho su efecto y he podido controlar la situación sin dejar de atender a los ciudadanos ni un momento. Los años me han enseñado a saber lo que me estaba sucediendo, aunque no a padecer menos.
Todo es extraño, cómo no. Todo el mundo espera la llegada del frío y la lluvia. Yo sé que también podría alcanzarnos un meteorito de varios kilómetros de longitud, o un cambio climático de alta velocidad que convirtiese este pequeño planeta donde podemos pesar, caminar y respirar, en un cementerio como Marte. Todo el mundo espera la llegada del otoño. Mis imaginaciones apocalípticas las guardo para mí.
Todo es extraño y, como quienes me rodean, actúo como si la vida fuese normal. A veces, en el supermercado o mientras pongo gasolina en el coche, sospecho que a las demás personas les pasa lo mismo que a mí y siguen actuando con normalidad para que nadie piense que están como una regadera. Para que nadie piense que están como yo.
viernes, 27 de octubre de 2017
Amarga Catalunya
He sufrido mucho con los acontecimientos de Cataluña. En este diario he dejado huellas recientes de todo ello. He sufrido mucho.
Pero hoy, sin ninguna pena general aunque sí algunas personales, he decidido dejar de sufrir, he decidido dejar de sentir angustia y ansiedad por el futuro de un país al que amaba pero no así, tan ausente de la realidad, tan ajeno a las terribles consecuencias de las decisiones de la mitad que ahora mismo le empuja al precipicio.
Para mí, a partir de hoy, todo este tremendo conflicto es asunto suyo, de mis amigas y amigos: de Carlus, de Carme, de Elvira, de Silvia, de todos los que, viviendo allí, pueden hacer algo, no como yo, que vivo en Aragón y no puedo hacer nada salvo sufrir hasta la decisión que he tomado esta noche: dejar de sufrir.
Qué descanso mental ha sido. Qué línea invisible entre que me importase mucho y dejase de hacerlo. Mis amigas y amigos catalanes saben dónde estoy, saben que pueden contar conmigo, pero yo ya no estoy allí, no quiero estar allí. Esta noche dormiré a pierna suelta.