jueves, 18 de abril de 2019

Dieciocho de abril

El segundo mesías vino a la tierra en Siria, no muy lejos de donde lo había hecho su antecesor dos mil años antes.  Tenía seis años cuando un avión de guerra bombardeó el edificio donde vivía convirtiéndolo en escombros y matando a todos sus habitantes. Él, naturalmente, resucitó a los tres días, pero eran tantas las toneladas de cemento y hierro que presionaban su pequeño cuerpo destrozado cerca del de sus padres y sus hermanas y hermanos, que no pudo hacer otra cosa sino esperar. Al cabo de unas semanas, después de sufrir el proceso de corrupción de los cuerpos de su familia, alguien abrió una grieta de luz en los escombros que lo sepultaban. Cuando vieron su estado aparentemente vivo cerró los ojos y se hizo el muerto. Como mesías era capaz, sin siquiera saber cómo, de hacer muchas cosas: no sentir hambre, no sentir sed, detener los latidos de su corazón.  Lo enterraron en una fosa común junto a los suyos. Allí yace en la verdadera muerte eterna, inocente como un cordero, sin saber que había venido al mundo a salvarnos por segunda vez.

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