Cinco estornudos, siete estornudos, diez estornudos seguidos, tal vez doce, sin poder parar. Ojos llorosos. Brotes atópicos en la piel. El calendario dirá lo que quiera, pero la primavera, para mi alérgica desgracia, ya ha llegado. Sé lo que me espera, me acompaña desde hace muchos años. Ella es así: bella y letal*.
---
* Igual he exagerado un poco en el último adjetivo. Todo lo demás es cierto.
viernes, 15 de marzo de 2019
Quince de marzo
jueves, 14 de marzo de 2019
Catorce de marzo
Otro día se apaga lentamente. Socialicé muchísimo por la mañana y por la tarde me recluí en el silencio, la siesta y esta mesa pequeña junto a mi cama, ahora. Este es mi momento. Nada extraordinario me sucedió, salvando el hecho de conocer a decenas de personas que no conocía y, de vez en cuando, sentir una conexión especial con ellas.
Por la mañana, yendo a trabajar, los aviones habían dejado líneas blancas de su rastro en el cielo azul. Un gato callejero salió de debajo de un coche, un macho con una oreja mordida, la cola rota y el aspecto de un pirata: un superviviente.
Delante de mí unas niñas sudamericanas en vez de caminar bailaban y saltaban rumbo al colegio, sus pequeñas melenas de un negro azabache moviéndose de un lado a otro, las mochilas rosas en su espalda. Me conmovieron hasta el hueso.
Al llegar a la agencia ya había dos personas esperando fuera. Les dije: "Abrimos la atención al público a las nueve". Me contestaron: "Vale, vale, tranquilo, ya esperamos".
El día que ahora se apaga lentamente comenzaba entonces. Cada día es la metáfora de una vida, y lo mismo sucede al revés.
Anotado por Jesús Miramón a las 22:03 | 2019 , Diario , Vida laboral
miércoles, 13 de marzo de 2019
Trece de marzo
Las playas del oeste de Irlanda son orillas de conchas trituradas por las mareas y algas que la marea abandona en ellas. El cielo está nublado y la arena huele a cierta dulce y lenta putrefacción vegetal. Lo recuerdo.
martes, 12 de marzo de 2019
Doce de marzo
A menudo encuentro paz en la monotonía. Otras veces no, otras veces me gustaría tener una vida plena de aventuras y acontecimientos inesperados, pero hoy es un día para lo primero: rutina, retiro, tomarme una copa, escribir algunas palabras y luego irme a dormir.
Sé que me estoy haciendo mayor porque yo, que siempre odié dormir pues sentía que me robaba tiempo, ahora amo dormir, tal vez me he dado cuenta de que el tiempo no es nada, y también porque sueño mucho y frecuentemente recuerdo los sueños.
El tiempo de estar despierto y el tiempo de dormir es el mismo, pero en el primero los sucesos suelen ser, hasta cierto punto, previsibles, y en el segundo nunca sabes lo que va a ocurrir, vives en un lugar construido con basura mental, anhelos y viejos recuerdos ya olvidados. De día, en plena vorágine de trabajo, a veces echo de menos ese otro mundo aleatorio.
Cuando cada mañana suena el despertador me da mucha pena porque nunca volveré a visitar el otro lado tal y como lo dejé al abrir los ojos. Me da rabia no poder controlar ese fenómeno, y con eso me quedo.
A lo largo del día el cerebro, pese a mis esfuerzos, va olvidando lo soñado y al acostarme de nuevo, muy cansado como ahora mismo, una nueva historia vuelve a comenzar para no tener nunca un desenlace.
lunes, 11 de marzo de 2019
Once de marzo
Todos o casi todos los almendros han dejado caer los pétalos de sus flores y los frutos han comenzado a madurar.
Ayer los campos de cebada fulgían bajo el cielo azul con su característico color verde esmeralda cuando regresábamos de Zaragoza.
Ese color intenso y único durará unas semanas, una maravilla que siempre me ha fascinado tanto como en lo que se transformará: el milagroso amarillo casi dorado de la sazón y la cosecha.
domingo, 10 de marzo de 2019
sábado, 9 de marzo de 2019
Nueve de marzo
A veces me gusta pensar desde la estación espacial, como si yo estuviese allí entre sus habitantes, fantasma de mi imaginación. No os veo a nadie, ni siquiera a mí, que en realidad no estoy allí pero estoy aquí, tan lejos, una molécula invisible. Las imágenes de mi hogar son manifestaciones pictóricas en movimiento: continentes ocres, huracanes blancos, océanos azules. Sólo al llegar la noche, como sucede ahora, comienza a revelarse que existe vida y energía en mi planeta, y se hace presente a través de la luz que emiten las ciudades y pueblos. Zonas del planeta rebosantes de estrellas interconectadas entre sí y zonas del planeta oscuras como agujeros negros. Pero pronto daré la vuelta al planeta una vez más y volaré sobre la superficie iluminada por el sol, una superficie donde aparentemente no hay nadie, nadie matando y muriendo, nadie naciendo, nadie escribiendo nada.
viernes, 8 de marzo de 2019
Ocho de marzo
Escribo en la habitación de Zaragoza donde Maite pasó su adolescencia. Aquí estudiaba, aquí merendaba con sus amigas, aquí me hacía esperar mientras yo estaba abajo, en la calle. Ahora es el cuarto de Paula cuando viene a España -a Zaragoza- y está llena de cosas suyas: dibujos y recuerdos, fotografías de sus compañeros del laboratorio donde colaboró durante sus dos últimos años de carrera.
Me resulta enternecedor. Primero mi compañera, luego mi hija. Y pienso también en mi madre, en mis amigas, en las mujeres que atiendo cada día en el trabajo. Ellas mantienen el mundo en pie. En épocas de guerra y hambre las mujeres sacan adelante a sus hijos e hijas. Podría contaros historias increíbles sobre mujeres fuertes, generosas, mujeres con botas de goma viniendo de la granja de terneros, viudas que durante la crisis han mantenido a hijos y nietos haciendo de su magra pensión un milagro.
Siempre he pensado que si las decisiones políticas fuesen tomadas por más mujeres de lo que son ahora, copadas por los hombres y nuestra testosterona, las cosas irían mucho mejor. Ellas saben qué es crear vida y se lo pensarían dos veces antes de enviar a los jóvenes a luchar en guerras geoestratégicas.
Este planeta necesita más mujeres decidiendo en asuntos tan importantes como el cambio climático o la igualdad de género y entre continentes. Muchas más mujeres como la que dormía aquí hace treinta años, como la que duerme ahora mismo en Bergen, como la que duerme en su piso a sus casi ochenta años junto a mi padre de ochenta y tres, como mi hermana en mi pueblo, mis cuñadas, mis sobrinas preciosas, mis amigas del alma, nuestra vecina S. aquí en Zaragoza, que tiene llaves de nuestra casa heredada, una mujer maravillosa y valiente que, tras una relación de maltrato y violencia de género, ha logrado seguir adelante con su vida y sus dos hijos, que la quieren con locura. Maite y yo también la queremos mucho.
Lo mejor de la jornada de hoy es que la afluencia de mujeres y hombres a las convocatorias feministas en todas las ciudades de España han dejado en ridículo la que convocaron las derechas en Madrid. En ridículo. No suelo escribir de política en mi diario, intento preservarlo de eso y convertirlo en algo literario, poético, pero hoy no puedo. El veintiocho de abril debemos votar todos, todas, que no se quede en casa ni un solo voto progresista. Lo que tenemos enfrente es muy feo, muy garrulo, algo terrible. Hay que votar feminismo y justicia social. Sé que tal vez tengamos que taparnos un poco la nariz, pero existen elecciones históricas y ésta será una de ellas. Buenas noches y buena suerte.
jueves, 7 de marzo de 2019
Siete de marzo
Un día más con muchos rostros nuevos al otro lado de mi mesa de trabajo, y también algún que otro conocido. Por la tarde, después de la siesta, cociné estofado irlandés para mañana. Ahora es de noche. Tengo mucho sueño y una vida normal.
Anotado por Jesús Miramón a las 22:28 | 2019 , Diario , Vida laboral
miércoles, 6 de marzo de 2019
Seis de marzo
Acaba de tronar y granizar como si estuviésemos en verano. He pensado en los almendros en flor. Todas las flores al suelo. El cielo se ha vuelto de color naranja, como si fuésemos una colonia humana en Marte. La pequeña diferencia es que allí hoy no llueve a mares como si hubiera llegado el apocalipsis. Me alegro de que nuestro viejo coche esté en el garaje. Tormenta de verano antes de la primavera. Todo está cambiando. Esta noche dormiré bien.
martes, 5 de marzo de 2019
Cinco de marzo
Siempre o casi siempre escribo por la noche, cuando el día termina. Al fin y al cabo esto es un diario. Hoy no me sucedió nada fuera de lo común salvo saber de seres humanos que no conocía antes y dejaron una huella en mí. Personas de las altas montañas cubiertas de nieve, personas del llano de almendros en flor, vecinos de nuestra pequeña ciudad. Ese es el punto en el que siempre debo estar con los oídos bien abiertos y toda mi profesionalidad al servicio de quien se sentó al otro lado de mi mesa.
Sí, lo sé, soy un privilegiado. Poder ayudar y resolver dudas de personas como yo. No existe un día en el que no sea consciente de esa suerte y esa oportunidad.
Ladra un perro. El tiempo pasa. Hoy trabajé, como todos los martes, por la mañana y por la tarde, hasta las siete. Estoy muy cansado mentalmente y voy a acostarme a pesar de la hora tan temprana. Bona nit a tothom. Buenas noches a todas y todos. El perro sigue ladrando, pero sé que en cuanto ponga mi cabeza en la almohada despertaré en otro mundo.
lunes, 4 de marzo de 2019
Cuatro de marzo
El río continúa fluyendo hacia el mar frente a mi casa. La noche ha llegado. Mira las estrellas lejanas, tan lejanas que hace millones de años murieron y contemplas su luz viajando a través de distancias casi incomprensibles. Cena tranquilamente con tu familia o con tu gata, cena solo o no cenes nada antes de irte a dormir. Somos criaturas de un día.
domingo, 3 de marzo de 2019
Tres de marzo
Me desperté de la siesta
helado, encogido de frío. Si
al levantarme de la cama
me hubiese encontrado
en una colonia marciana
azotada por una tormenta de arena
no me hubiese extrañado
mucho más que
encontrarme en este piso de Barbastro,
Huesca,
Aragón,
España,
Europa,
la Tierra.
Vivimos un sueño y,
en ese sueño,
dormimos y
vivimos
más sueños.
sábado, 2 de marzo de 2019
Dos de marzo
Por la mañana fuimos a pasear por el campo como cada fin de semana. Costumbres. Al cabo de uno o dos kilómetros vimos a un lado del camino los cuerpos de dos raposas, dos zorros. Por el entorno y la anchura de la vía yo diría que era imposible que hubiesen muerto atropellados: campo a un lado, un canal de agua al otro, así que sospecho que fueron víctimas de cazadores que, camino de su coto, vieron a los animales y les dispararon. No, no me detuve a hacerles una autopsia, pero en cualquier caso ha salido en las noticias que un cazador de Huesca, un psicópata, mató a golpes a un zorro delante de la cámara del móvil de un compañero cazador. La sentencia ha sido absolutoria porque la ley considera maltrato sólo a los animales domésticos, a los que dependen de nosotros, no a los silvestres. Es una sentencia que ha causado revuelo pero ahí está. Me he acordado de ella al contemplar los dos zorros muertos a la derecha del camino. Piel preciosa de cuerpos muertos agitada suavemente por la brisa.
A ver, voy a ser muy claro: un cazador de verdad no mata zorros. No me agrada ninguno, pero un poco más los que cazan perdices, faisanes y animales que se comen. Un cazador que mata, seguramente desde el coche, a dos zorros para dejarlos ahí tirados, pasto de los gusanos, es un miserable cabrón que debería plantearse seriamente sus conceptos morales.
Hice fotografías a los cuerpos de los animales muertos. Maite me dijo que qué pensaba hacer con ellas, (en mi imaginación pensaba publicar una de ellas en Instagram). Hablamos y me convenció. Las borré del móvil. Hace años publiqué alguna semejante, pero hoy no. No tengo derecho. Eran fotografías tristes. Podéis imaginarlas. Dos zorros muertos por disparos en el margen del camino. Esas imágenes no eran necesarias. Tengo mucha suerte de vivir con una persona tan sensible e inteligente.
viernes, 1 de marzo de 2019
Uno de marzo
Por la tarde fui al supermercado a comprar víveres. Me gusta escribir víveres en vez de comida porque así es como si viviese en lo más profundo de Alaska. Pero era comida, lo admito. Y no vivo en Alaska, eso también lo admito. Mierda.
Qué gracia me han hecho los niños disfrazados. En un carro, de pie junto a la compra, había una niña preciosa con gafitas redondas vestida de princesa de Disney, y más allá, en otro pasillo, un niño con su rostro pintado de rojo y un disfraz de demonio, con sus blanditos cuernos de diablo en la cabeza. Y otro, un poco más mayor, con una especie de mono con cremallera delantera y barriga blanca representando un animal que ni entonces ni ahora mismo me siento capaz de identificar.
También había muchos adolescentes comprando alcohol. Chicas y chicos haciendo acopio de ron, vodka, refrescos y hielo. Me han inspirado ternura. Yo no he perdido repentinamente la memoria al hacerme mayor. En un momento dado una de las chicas le ha dicho a otra: "Llama a Yago para que entre con el carro". Yago era, evidentemente, el mayor de dieciocho años que les iba a sacar la bebida de la tienda.
Yo he seguido con mis cosas (entre las que se encontraba, por cierto, comprar alcohol), pensando en el carnaval. Nunca me gustó. No, no me gusta. Soy tan soso que lo encuentro innecesario e impostado, aunque sé que las personas que lo viven de verdad están en las antípodas de lo que yo pienso. El carnaval de Tenerife con esos trajes grotescos y gigantescos sobre una joven que se piensa afortunada por el privilegio, las chirigotas de Cádiz cantando todos a la vez cosas sobre la actualidad política vestidos para la ocasión y haciendo caras y extravagancias... No sé. Es que ni siquiera siento indiferencia: no me gustan. Cambio de canal en la televisión.
Pero lo respeto, sólo faltaría. Y conozco más o menos los antiguos orígenes del carnaval, cuando los esclavos se convertían en amos y los amos en esclavos, cuando todo se subvertía temporalmente en alegre chanza y orgías y comilonas; y luego, durante el cristianismo, como una especia de despedida de la alegría y la desvergüenza antes de los tristes días de la Semana Santa.
Lo respeto pero no me alcanza. Esa es la palabra: no me alcanza. No me dice nada. Sé que parezco un abuelo de noventa años no demasiado alegre pero así es: no me alcanza.
Eso sí, los niños disfrazados en el supermercado, inocentes, pequeños, me han enternecido de un modo inversamente proporcional a los sentimientos que me producen los hombres adultos disfrazados de putas.
jueves, 28 de febrero de 2019
Veintiocho de febrero
Febrero termina como si nunca hubiera existido, como si en vez de llamarse febrero se llamase enero o marzo a pesar de esa pequeña característica, casi invisible, de durar menos. Porque febrero no sabe, nunca lo ha sabido, que es raro.
Con el calor han regresado los insectos, que no conocen de estaciones ni de cambios climáticos ni de máquinas rodantes en Marte dirigidas por control remoto a través del espacio.
Pienso: "todo es raro", y a continuación caigo en la cuenta de que ya lo era antes, mucho antes, de que yo lo escribiera.
miércoles, 27 de febrero de 2019
Veintisiete de febrero
Me siento como si todo el día
hubiese estado nadando
contra la corriente y las mareas y
ahora, al fin,
hubiera alcanzado la orilla.
La arena seca.
El sonido de las olas
rompiendo en la playa
detrás de mí.
martes, 26 de febrero de 2019
Veintiséis de febrero
Hoy ha hecho un calor impropio de estas fechas. Cuando me dirigía a la Agencia a las cuatro parecía primavera y he sentido pavor. Ha sido una tarde movida. He estado con un profesor murciano que trabaja en Barbastro de interino casi una hora intentando instalarle un certificado digital en su Macbook Air. Como yo también utilizo esos ordenadores he pensado que sería muy fácil, pero cuando ya llevábamos más de tres cuartos de hora y su computadora decía que el Certificado Digital no era fiable, le he preguntado: "¿No habrás instalado un antivirus, verdad?". Y sí, lo había instalado. ¡Un antivirus en un mac, algo absurdo! Ha desactivado todas las medidas de seguridad y, no sin alguna dificultad, al final se ha ido con su Certificado Digital instalado, algo necesario para acceder a bolsas de trabajo en otras comunidades, etcétera. Me ha dado la mano tres veces. Es de Totana. Un buen chico, veintinueve años aunque aparentaba veinte.
Ya estoy, de hecho hace años que lo estoy, en esa fase. Ahora comprendo cuando mi suegro decía que se había encontrado a un mozo, y éste tenía sesenta años. ¡A mí me pasa lo mismo! Para mí alguien de cuarenta años es un chico. Incluso de cincuenta. Qué poder inmenso tiene el tiempo para cambiar la perspectiva y la proporcionalidad de las cosas.
Volviendo a casa a las siete de la tarde, con el cerebro casi derretido después de tantas horas de atención al público, me he cruzado con Kinda, a quien conozco desde que vine a trabajar aquí. Tiene la nacionalidad española desde hace ya unos cuantos años. Hemos charlado unos minutos. ¿Qué tal tu familia? Bien. ¿Y la tuya? Bien, bien, Jesús. Iba en bicicleta y ha desmontado para charlar conmigo un momento. ¿Trabajas?, le he preguntado. "Sí", ha dicho con una sonrisa blanca en su rostro oscuro, "todo está bien".
Descendiendo la cuesta junto al río que lleva a mi casa he visto el coche de mi hijo aparcado junto a la acera. La toalla que utiliza en el gimnasio estaba en el asiento del copiloto, imagino que todavía húmeda. Es un desastre. Tiene veintiún años y un corazón más grande que este edificio, pero en cuanto a esos detalles es un desastre total y absolutamente. Su dormitorio es territorio tabú. Yo no puedo entrar porque me gusta el orden y aquello es como una habitación engullida por un agujero negro inmovilizada en el tiempo. Ni siquiera yo podría describir tal caos con precisión.
La noche ha llegado y la noche se irá. Estoy muy cansado. Intentaré leer algo antes de dormirme, pero sé que en la segunda página del libro desapareceré del mundo.
Anotado por Jesús Miramón a las 22:33 | 2019 , Diario , Vida laboral
lunes, 25 de febrero de 2019
Veinticinco de febrero
El día termina y ha sido muy raro. Anoche escribí en Twitter un pequeño texto defendiendo que los extranjeros no tienen ayudas específicas para ellos sino que se ajustan a unos requisitos que son iguales para todos, y ahora mismo ese tuit tiene catorce mil me gusta y nueve mil setecientos retuits. Una locura.
He vivido en primera persona y por primera vez lo que significa ser viral. He tenido que eliminar los avisos del móvil porque sonaban a cada segundo, a toda velocidad. Me ha causado cierta ansiedad. Bueno, no: mucha ansiedad, pero he logrado controlarla.
Ahora estoy muy cansado y me voy a acostar. No estoy acostumbrado a estas cosas multitudinarias. Me gustan más las pequeñas, las que soy capaz de abarcar sin demasiado esfuerzo. Me gusta la conversación normal, en voz ni muy alta ni muy baja: normal. Y también me agrada hablar con personas que te escuchan y a las que es interesante escuchar. Pero poca gente. Los que caben alrededor de una mesa. Aunque nadie me puso una pistola en la cabeza para entrar en Twitter nada menos que en julio del dos mil once, eso también es verdad.
Escribo en voz baja como si al publicar la entrada de hoy también pudiera leerse en voz baja. Intentadlo por mí. Buenas noches.
domingo, 24 de febrero de 2019
Veinticuatro de febrero
Regresando de nuestro paseo junto al canal vi tres cuervos posados en un árbol. Pensé en la serie de televisión "Juego de tronos", de la que soy fan, muy fan. Hacía calor. Todos los almendros, los cultivados y los silvestres, estaban en flor. El frío va quedando terrible e inevitablemente atrás, adiós al vapor del aire caliente de nuestros pulmones en contacto con el aire frío del exterior, adiós al abrigo; adiós a ir por casa, como hoy, con una chaqueta. El muro de hielo caerá. Spring is coming.
sábado, 23 de febrero de 2019
Veintitrés de febrero
En la mudanza de ayer la empresa olvidó llevarse la bandera de España de sus clientes y ahí sigue, ondeando en un apartamento vacío. Siento curiosidad por saber si quienes vengan a vivir allí la mantendrán o la quitarán.
Respecto a mi opinión, quienes me conocéis después de tantos años, ya sabéis lo que pienso: no sirven siquiera para limpiarse el culo con ellas, las odio. Mis banderas son la ropa tendida en las ventanas: esas nos igualan a todos.
viernes, 22 de febrero de 2019
Veintidós de febrero
Carrer Mare de Deu de la Salut en Girona.
Plaça Major de Banyoles.
Carrer Pia Almoina (en dos pisos distintos del mismo bloque) en Banyoles.
Calle Juan Pablo II en Zaragoza.
Carrer del Río Güell en Girona (tras mi excedencia de un año por el naciminieto de Paula).
Calle Hermanos Gambra en Zaragoza.
Paseo Fernando el Católico en Zaragoza (que compramos, restauramos y luego, tras comprobar que nunca trabajaríamos los dos en Zaragoza, vendimos para irnos a Binéfar).
Calle Zaragoza en Binéfar.
Calle Galileo en Binéfar.
Calle Madres de la Plaza de Mayo en Zaragoza, herencia tras el fallecimiento de mis suegros.
Calle Saint Gaudens en Barbastro.
Avenida del Río vero en Barbastro, la actual.
Catorce domicilios en treinta años. Una mudanza cada vez. Juntos y por separado. Lo he recordado al ver que en un apartamento al otro lado de mi dormitorio se estaban mudando. He hecho una foto desde la ventana. Espero que, en mi caso, la próxima sea la última.
jueves, 21 de febrero de 2019
Veintiuno de febrero
Caminamos creando
una senda inédita.
Cada sonido de pájaro,
cada sonido de ambulancia
o vehículo peligroso
rodando marcha atrás
es nuevo y no se repetirá
jamás exactamente igual.
El pequeño río Vero viaja
inevitablemente hacia el mar.
En eso, como dijo el poeta,
se parece a nosotros.
miércoles, 20 de febrero de 2019
Veinte de febrero
Cada vez que escucho las canciones de la época dorada de Sinead O'Connor me recuerdo en la autopista viajando entre Zaragoza y Gerona y viceversa. Fue después de la excedencia de un año que tomé para cuidar de mi hija recién nacida. Los domingos me despedía de mis dos chicas y me alejaba de ellas. Mientras viajaba ponía las cintas que me iban a acompañar en el asiento del copiloto, y, en aquella época como ahora, me gustaba mucho la música de Sinead. Hablo de mil novecientos noventa y tres. Atravesando el desierto de los Monegros sonaban sus canciones dentro del coche y aliviaban mi tristeza para transformarla kilómetro a kilómetro en una especie de placer. Este proceso, que todos conocemos, es extraño si uno lo piensa, pero no quiero analizarlo demasiado, forma parte de nuestra condición humana. La pasión de la nostalgia, el consuelo de la tristeza, la felicidad de sentir. Quién no se ha restregado ronroneando como un gato contra la pena y el dolor.
Cuando alcanzaba la ciudad de Gerona sentí muchas veces la tentación de seguir acelerando sin tomar el desvío, conducir hasta Francia, hasta Italia, hasta Siberia. Ya había olvidado el amor, todo, ya era otra cosa, un piloto dando la vuelta al mundo, el adolescente que casi siempre seguimos siendo los hombres adultos. Bueno, al menos yo, algo de lo que no me enorgullezco especialmente.
martes, 19 de febrero de 2019
Diecinueve de febrero
Tengo la sensación de que las tórtolas turcas de Barbastro son más pequeñas que las de Binéfar. O será la dureza del invierno y que yo las recuerdo en verano. Poco a poco han ido expulsando a las palomas comunes de los centros urbanos de este territorio. Pienso en los neandertales. Debió de ser algo parecido: poco a poco, al principio de un modo casi imperceptible, pero a la vez inocente e implacablemente. Ignoro en qué son más eficaces las tórtolas turcas que las palomas, pero el hecho es que esta batalla evolutiva está sucediendo y, al menos en Barbastro, van ganando las primeras con diferencia.
Esta mañana los coches aparcados al aire libre volvían a estar helados, los techos y los parabrisas blancos de escarcha, lo que me ha hecho mucha ilusión. Adoro el invierno y su pureza, ya lo sabéis. Si creyese en la reencarnación, algo que no sucede -no creo en ninguna religión como para creer en algo tan absurdo-; si creyese, digo, en la reencarnación como un juego, diría que en mi existencia anterior en este planeta (y no en otro, más fallos de esa creencia pero dejémoslo estar), en mi existencia anterior en este planeta, vuelvo a decir, debí ser esquimal u oso polar o, simplemente, una foca de la Antártida. Me veo bien allí tumbado en los pedazos de hielo flotantes, rodeado de mi harén. Sí, lo sé, soy simple. Mucho más que una foca, diría yo.
lunes, 18 de febrero de 2019
Dieciocho de febrero
Escucho desde mi rincón que acaba de llamar nuestra hija a su madre. Hablan mucho por teléfono, si no cada día cada tres o cuatro como mucho. Siempre llama ella, ese es el trato no explícito pero acordado silenciosamente. No queremos interrumpirla en su trabajo o sus relaciones sociales. Escucho que Maite le cuenta que ayer hice el siguiente comentario: "Me gustaría que Paula estuviera aquí para poder abrazarla y besarla con mis brazos de oso y que luego volviese a su laboratorio en Bergen". La teletransportación. Star Treck. Oh, sí, eso me gustaría. Lo utilizaría muchísimo. Me voy cinco minutos a la casa del bosque de mi amigo en Girona y vuelvo. Me voy quince minutos a la costa asturiana y vuelvo. Por favor, científicos del mundo entero: dejad todas vuestras investigaciones y haced posible la teletransportación. Y si es a través del tiempo todavía mejor. Viajaría hacia el pasado y el futuro a todas horas hasta perder el presente, hasta desaparecer. Me conozco.
domingo, 17 de febrero de 2019
Diecisiete de febrero
Siempre de Barbastro a Zaragoza y de Zaragoza a Barbastro (antes lo fue de Binéfar a Zaragoza y de Zaragoza a Binéfar). Creo que nuestra querida y vieja Picasso, con sus catorce años y trescientos treinta mil kilómetros, se sabe la carretera de memoria.
A medida que nos alejábamos de la provincia de Zaragoza y nos acercábamos a la de Huesca el color del paisaje variaba suavemente del ocre al verde y aparecían, al fondo, las cumbres nevadas de la cordillera.
Maite tiene, entre otros muchos, el superpoder de ser capaz de leer o corregir exámenes a mi lado sin marearse. Ha corregido muchos en todos estos años. ¡Sin marearse! ¿Podéis creerlo? Le dan igual las curvas, los baches, lo que sea. Eso sí, me pide silencio y la radio apagada, algo que tampoco me importa demasiado primero: porque me lo pide ella, y segundo: porque me encanta conducir oyendo sólo el ruido del motor y nada más. Me relaja muchísimo, y yo soy alguien que, por mi naturaleza, necesita relajarse. Mucho.
sábado, 16 de febrero de 2019
Dieciséis de febrero
Por la mañana, antes de comer, fuimos a visitar a mis padres, que suelen pasar el invierno en su piso de Zaragoza. Mi padre tiene ochenta y tres años y mi madre cumplirá ochenta.
Mamá, hace cuatro o hace cinco años, sufrió un ictus, un infarto cerebral, un síndrome de Menier, hoy es el día que todavía no sabemos qué le sucedió exactamente, qué interrumpió una vejez que tenía muy buena pinta. Sí, sé que estas cosas pasan, pero en un instante se quedó sorda y ciega, y en unos segundos recuperó la vista y recuperó, aunque no al cien por cien, el oído izquierdo, tal vez el derecho, no recuerdo.
Desde entonces su calidad de vida empeoró. Microinfartos cerebrales, vértigos, dolores insoportables de cabeza, etcétera. La sanidad pública se ocupó, lentamente, de ella. Le han colocado un implante cloquear para mejorar su oído y mejorar el equilibrio y los mareos, y cada cierto tiempo le pinchan en la cabeza y en los músculos del cuello para mejorar su calidad de vida, una calidad que, básicamente, consiste en no sufrir. Pero sufre. Sufre porque tiene pérdidas de memoria y ella sabe que las tiene. Hoy estaba muy flojica, muy baja de moral. Pero la semana que viene le vuelven a pinchar. Lo hacen cada tres meses y entonces repunta y está bien durante unas semanas, aunque después languidece poco a poco hasta desesperarse. "Mamá, la semana que viene volverás a estar mejor, ya verás", le he dicho.
En un momento dado me he ido a la cocina con mi padre, que es quien la cuida con todo su amor y, también, quien soporta el dolor y las quejas que a menudo se vuelven contra él, quien está más cerca, injustamente. No sé qué palabras he pronunciado para decirle que comprendía por lo que estaba pasando porque, entre otras cosas, era mentira, pues por muchos casos que, por mi oficio, conozca, y conozco muchísimos, ninguno es igual a otro, y menos cuando se trata de tu propia familia. Pero sé que él ha comprendido mi intención y mi amor y mi admiración a su paciencia y su cariño y su bondad.
Pobre mamá, tan delgada y con un hilo de voz diciendo que así no merecía la pena vivir, sentada en el sofá en medio de un salón lleno de retratos de hijos, nueras, yerno, nietos; fotografías de bodas, de vacaciones, de comidas en el huerto. Yo, mientras la escuchaba, observaba sus pómulos, sus ojos profundamente negros, el rostro que contemplé cada día durante toda mi vida hasta que salí de casa, y luego me volví a la derecha para observar a mi padre, su perfil patricio y noble, sus ojos cansados pero firmes, su paciencia y su amor, diciéndole a mi madre "cariño" antes de cada palabra.
Lo vivo con serenidad. Tengo cincuenta y cinco años para cumplir cincuenta y seis en mayo. No ignoro el precio del tiempo, aunque eso no me haya impedido llorar mientras escribía el párrafo anterior. Cada etapa de la vida tiene su afán, su felicidad, su dolor y su olvido. En un momento dado mi madre ha dicho que no le daba miedo morir, que le daba más miedo sufrir y hacer sufrir a los demás.
Sé lo que sucederá y puedo decir que ahora, mientras escribo, ya he dejado de llorar. Pienso de modo un tanto absurdo en la famosa y magnífica película Zulú. A menudo la vida se parece a eso: luchar con todo lo que tienes contra todo lo que venga.
viernes, 15 de febrero de 2019
Quince de febrero
Ningún día es normal.
Todos lo sabemos.
Hacemos como que
no lo sabemos pero
en el fondo,
a nada que algo
nos sucede,
lo sabemos con total claridad:
ningún día, ninguno,
es normal.
jueves, 14 de febrero de 2019
Catorce de febrero
Aprovechando que mi pareja tiene fiesta en el instituto, la llamada "semana blanca", aunque ni siquiera sea una semana entera, me he tomado dos días libres y esta tarde hemos viajado a Zaragoza.
Después de cenar he venido a la habitación de mi hija a escribir y delante de mí tengo un corcho donde hay dibujos y pinturas suyas. Siempre le ha gustado mucho dibujar, y se le da muy bien. En otros tiempos hubiera sido una científica de las que dibujaban la materia de su estudio, como hacía Ramón y Cajal, autor de unos dibujos absolutamente extraordinarios.
Era ya de noche cuando hemos entrado en la gran ciudad y, como siempre, desde lejos brillaba como una colonia espacial. En Instagram sigo a la NASA y me gusta contemplar las fotografías que los astronautas hacen de la tierra. Los países desarrollados brillan en la cara oscura como árboles de navidad; los países pobres, los territorios despoblados y los pocos lugares vírgenes que quedan son espacios de oscuridad.
Siempre he pensado cuan íntimamente están ligados el arte y la ciencia. Ambos comparten dos afanes muy humanos: explorar y dar testimonio. Si volviera a nacer, además de pastor en la Patagonia, cocinero propietario de un pequeño restaurante cerca del mar pero no en el paseo principal, director de orquesta o simplemente músico profesional, agente forestal, arqueólogo, médico, enfermero, gaucho en la pampa argentina, cazador en Alaska, camionero australiano, piloto de Fórmula Uno, domador de caballos, pintor, astronauta, si volviera a nacer, digo, también me gustaría ser científico. Investigar lo inimaginablemente pequeño o lo inconmensurablemente grande. Sí. Aunque lo de ser pastor en la Patagonia tira mucho, la verdad.