Salgo del salón donde me he sometido a los diez minutos de rigor de rayos UVA y descubro que junto a la iglesia de San Francisco hay un tiovivo, y al otro lado del puente una churrería en este momento sin clientes. La supero, me detengo como si me llamaran por teléfono y hago una fotografía. Siempre disimulo cuando hago fotos de personas o negocios. No estoy seguro de que sea legal hacerlo sin pedir permiso, pero en fin, no voy a lucrarme con ello.
Hay un experimento que nunca podré llevar a cabo pero en el que he pensado muchas veces: hacer un retrato de cada uno de los rostros que atiendo cada día al otro lado de la mesa. Creo que el resultado sería fascinante: colores y orígenes distintos, sexos distintos, edades distintas y siempre la mirada, esa vulnerabilidad.
He dejado atrás la churrería y su olor a aceite de freír y he caminado hasta casa bajo las luces navideñas. La luna llena era un capullo de seda borroso en el cielo negro. Al entrar en el recibidor y colgar el abrigo en la percha he olido el aroma familiar de este piso que ya hemos hecho nuestro. El número quince en nuestras vidas nómadas, y los recuerdo uno por uno. Todos los hicimos nuestros, en todos fuimos felices casi siempre. Le he dado un beso a mi compañera y he venido a este mismo dormitorio en el que ahora escribo para ponerme la ropa cómoda y vieja de andar por casa. Mi favorita entre toda la que tengo. Es ponérmela y creo que mis pulsaciones descienden a la mitad.
martes, 10 de diciembre de 2019
Diez de diciembre
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