sábado, 15 de marzo de 2008

Wolfgang

Carta a su padre

Viena, 9 de mayo de 1781

Mon très cher père!

¡Todavía estoy lleno de cólera!... y usted, mi excelente, mi queridísimo padre, lo estará sin duda conmigo... Se ha puesto a prueba mi paciencia durante tanto tiempo... Hasta que al final no ha podido más. Ya no tengo la desgracia de estar al servicio del soberano de Salzburgo... Hoy ha sido un día de felicidad para mí. Escuche.

Por dos veces ya, ese... no sé cómo debo llamarlo... me ha dicho a la cara las mayores tonterías e impertinencias, de tal calibre que no he querido escribírselas y así evitarle a usted el trago... y por tenerle siempre a usted ante los ojos, amado padre, no me he vengado allí mismo. Me ha llamado bribón, y disoluto... me ha dicho que me fuera al diablo... Y yo... lo he soportado todo. Me daba cuenta de que no sólo era mi honor, sino también el de usted el que era herido... pero... usted lo quería así...: me callé... y ahora escuche...

Hace ocho días subió de improviso el mensajero y me dijo que me largara en aquel mismo instante... todos los demás habían sido avisados la víspera, solamente yo no... Así que recogí deprisa todas mis cosas en el cofre y... la anciana Madame Weber tuvo la amabilidad de ofrecerme su casa. Allí tengo una bonita habitación y estoy entre gentes serviciales, que están a mi disposición para todo aquello que a menudo se requiere rápidamente y que a uno le falta cuando vive solo (...)

Hoy, cuando me presenté allí, los ayudas de cámara me dijeron que el Arzobispo quería darme un paquete para que me lo llevara... Pregunté si era urgente. Me contestaron que sí, y de una gran importancia (...) Cuando me presenté ante él, lo primero que dijo fue: «Bueno, ¿cuándo se marcha este chico?» «Yo quería (le contesté) marcharme esta noche, pero no había ninguna plaza libre...». Entonces él siguió, de sopetón: ...que soy el mequetrefe más gandul que conocía...; que nadie le ha servido peor que yo...; que me aconseja que me vaya hoy mismo, de lo contrario escribirá para que me supriman el sueldo. Imposible que yo dijera una palabra: aquello crecía como un incendio... Yo escuchaba todo aquello con calma... Me ha mentido a la cara al hablar de 500 florines de sueldo... Me ha llamado canalla, piojoso, cretino... ¡Oh!, no podría contarle a usted todo. Por fin, como la sangre ya me hervía demasiado, le digo: «Entonces, ¿Su Alteza no está contento conmigo?» «¡Cómo! ¿Quiere amenazarme este cretino? ¡Ahí está la puerta! ¡Con semejante bribón no quiero volver a tener nada que ver!»... Para acabar, volví a intervenir: «¡Y yo con vos tampoco!» «¡Entonces, fuera!» Y yo, al retirarme: «Como quedamos así, mañana recibirá mi dimisión por escrito.»

Dígame, pues, amadísimo padre, si no lo dije más bien demasiado tarde que demasiado pronto... Ahora escuche... mi honor es para mí lo más importante, y sé que para usted es también así...

No se preocupe en absoluto por mí... Estoy tan seguro de mis asuntos de aquí que me hubiera marchado sin tener la menor razón...

Ahora que ya tengo una razón, y hasta tres..., ya no tengo nada que ganar esperando. Au contraire, he sido por dos veces un simple cobarde... ¡ya no podía serlo una tercera vez!

Mientras el Arzobispo esté aquí, no daré ningún concierto... La creencia que usted tiene de que así quedo mal con la nobleza y con el mismo Emperador es radicalmente errónea...

Aquí el Arzobispo es odiado, sobre todo por el Emperador –precisamente una de las razones de su cólera es que el Emperador no le haya invitado a Luxemburgo–. Le enviaré a usted algún dinero con el próximo correo, y así se convencerá de que aquí no me muero de hambre. Por lo demás, le ruego que esté contento..., porque es ahora cuando comienza mi fortuna, y espero que mi fortuna será también la suya... Escríbame, en clave, que está usted satisfecho de todo ello –y ciertamente puede estarlo–, pero aparente que me riñe usted severamente, de modo que no pueda reprocharle a usted nada... (...)

No me envíe usted más cartas a la Deutsches Haus, ni paquetes... No quiero saber nada de Salzburgo... Odio al Arzobispo hasta el frenesí. Adieu... Le beso 1.000 veces las manos, abrazo a mi querida hermana de todo corazón y soy para siempre su hijo obedientísímo.

WOLFGANG AMADEUS MOZART

Carta a su mujer

Viena, miércoles 6 de julio de 1791

¡Queridísima y amadísima mujercita! He recibido con indescriptible placer la noticia de la recepción del dinero... No me puedo acordar, sin embargo, de haberte escrito que emplearas «todo» en saldar deudas. ¿Cómo lo iba a haber escrito si soy una criatura razonable?... Si lo he hecho... ¡tenía que estar muy distraído! Lo que, por otra parte, es muy posible, por la de cosas importantes que tengo en la cabeza. Mi idea se refería solamente a los baños..., el resto es para tu uso cotidiano... ¡y lo que aún quede por pagar, como ya tengo hecha la cuenta, lo haré efectivo yo mismo a mi llegada (…).

No es una vida nada agradable. ¡Paciencia! Ya mejorará..., y entonces reposaré en tus brazos (...)

Ahora no me puedes proporcionar mayor satisfacción que estando contenta y alegre... ¡pues si tan sólo «yo sé con certeza» que nada «te» falta... todos mis males me resultan queridos y agradables!... Ya sé que la más fastidiosa y complicada situación en la que pueda encontrarme me parecerá una bagatela con simplemente saber que «tú estás contenta y alegre».

Y ahora, que te vaya bien... disfruta de tus bufones de mesa... ¡piensa y habla a menudo de mí!...; quiéreme siempre como yo te quiero, y sé por siempre mi Stanzi Marini, como yo seré por siempre tu

Stu! Knaller paller
Schnip –Schnap– Schnur
Schnepeperl
Snai


Dale una torta a N.N., y le dices que era para matar una mosca que he visto que se posaba (en su mejilla). Adieu... ¡Cuidado! ¡Cógelos!, muá..., muá..., muá... ¡Tres besitos, dulces como el azúcar, se van volando desde aquí!

MOZART

De la correspondencia privada de Mozart.

Mozart en 1783

Wislawa Szymborska

LA REALIDAD EXIGE

La realidad exige que también mencionemos esto: la vida sigue. Continúa en Cannae y en Borodino, en Kosovo Polie y en Guernica. Hay una estación de gasolina en una pequeña plaza de Jericó, pintura fresca en los bancos del parque de Bila Hora. Las cartas se cruzan entre Pearl Harbor y Hastings, una camioneta pasa debajo del ojo del león de Queronea, y los florecientes huertos cerca de Verdún no pueden escapar al atmosférico frente que se aproxima. Hay tanto Todo que la Nada se esconde casi gentilmente. La música brota de los yates anclados en Accio y las parejas bailan en las cubiertas bañadas por el sol. Hay tantas cosas sucediendo siempre que deben estar pasando en todas partes. Donde no hay ni una sola piedra en pie vemos al Hombre de los Helados rodeado de niños. Donde Hiroshima estuvo Hiroshima está de nuevo, produciendo cosas para el uso de cada día. Este terrible mundo no está desprovisto de encantos, de las mañanas que hacen inestimables los despertares. La hierba es verde en los campos de Maciejowice, y salpicada de rocío, como es lo normal de la hierba. Quizás todos los campos son campos de batalla, todas las tierras lo son, las que recordamos y las que se han olvidado: los bosques de abedules, cedros, abetos, la blanca nieve, las amarillas arenas, la gris grava, los iridiscentes pantanos, los cañones de negra derrota, donde, en tiempos de crisis, puedes esconderte debajo de un arbusto. ¿Qué moral sacamos de esto? Probablemente ninguna. Sólo la sangre fluye, secándose rápidamente, y, como siempre, unos cuantos ríos, unas cuantas nubes. Sobre trágicos pasos de montaña el viento vuela sombreros de cabezas inconscientes y no podemos evitar reír de eso.

Wislawa Szymborska (Kornik, Polonia, 2 de julio de 1923), texto encontrado en El poder de la palabra.

viernes, 14 de marzo de 2008

Es verdad, lo sé

Las grandes máquinas de color naranja arrancan las cepas, los arbolillos que crecen junto a las acequias, las encinas carrascas de las rocas de arenisca; sus palas cavan y cavan levantando los campos de cebada con sus raíces y sus pequeñas madrigueras, y así, de un día para otro, la hierba es sustituida por tierra removida que una apisonadora comprime y allana. La antigua carretera Nacional 240 está siendo ampliada para construir una flamante autovía de cuatro carriles entre Pamplona y Lérida. Yo seré uno de los usuarios que la utilizará diariamente, y mentiría si no dijese que tengo ganas de que esté hecha, sobre todo la variante de Monzón, porque mis viajes cotidianos a Barbastro ganarán en seguridad y Zaragoza se pondrá a una hora o poco más de mi casa. Pero asistir a todo el proceso, contemplar la destrucción de tramos de un paisaje que me ha acompañado durante los últimos diez años... no sé, me da un poco de pena.

Había, por ejemplo, pasado el canal de Zaidín a la derecha, tres escasos bancales de viñas separados por melocotoneros y almendros, una explotación humilde pero bien bonita, que ha sido expropiada y arrasada por las obras. Y más adelante unos pocos chopos que en otoño se volvían amarillos amarillos, pero muy amarillos, algo precioso de ver, que también han sucumbido. Sí, ya sé, siempre sucede de este modo y la misma vieja y familiar Nacional 240 que tan bien conozco se levantó sobre otros campos y otras propiedades, es verdad, lo sé, y sin embargo...

martes, 11 de marzo de 2008

Ante un semáforo

Por la tarde, detenido ante un semáforo en Monzón, contemplo el castillo. Sus adarves refulgen iluminados por la luz teatral de un sol en retirada. ¿Fue una tarde como esta cuando el niño, acompañado de cortesanos y caballeros, llegó ante sus puertas hace ocho siglos? ¿Sentía pena por la muerte de su padre luchando en Muret unos meses atrás? Quién lo sabe. El rey que sería conocido como conquistador tenía entonces seis años y llegaba al castillo de Monzón, tras haber sido rehén del vencedor de la batalla, para ponerse bajo la tutela de la Orden del Temple. Entre esos muros que se elevan al otro lado del moderno conservatorio de música y los edificios de viviendas sonó el entrechocar de las espadas durante las clases de esgrima, el ruido de los cascos de los caballos sobre la tierra batida del patio de armas, los graznidos de los halcones adiestrados para la caza.

El coche de atrás hace sonar el claxon y me doy cuenta de que el semáforo ha cambiado a verde. Levanto una mano en gesto de disculpa y me pongo en movimiento.

domingo, 9 de marzo de 2008

Jornada electoral

Fui a votar por la mañana con un sol resplandeciente iluminando las calles del pueblo. Ahora, a las cinco y cuarto de la tarde, llueve. Caprichos de marzo.

viernes, 7 de marzo de 2008

Sin título

Leo lo que escribí ayer y pienso en Isaías Carrasco, el hombre al que un terrorista de ETA ha asesinado a tiros esta mañana delante de su esposa y una de sus hijas. Todas esas cosas banales que cuento, que he contado tantas veces, es lo que cruelmente le han arrebatado a él y a su familia, a sus amigos, a sus compañeros de trabajo: los días felizmente comunes, la continuidad de un futuro previsible hacia la vejez y la extinción al final del camino. Qué desmesurado despilfarro el provocado por quienes ya han perdido su guerra aunque no quieran darse cuenta, y qué precio tan alto el que han de pagar los valientes. La imagen de su mujer y su hija abrazadas al cuerpo tendido en el suelo me produce una inmensa tristeza.

jueves, 6 de marzo de 2008

En la clínica dental

Por la tarde, en la clínica dental, Alejandro ajusta las piezas del aparato de ortodoncia de Carlos mientras Paula y yo contemplamos por la ventana la calle mayor de Lérida. Hace más de cinco años que somos clientes de este lugar, es a Alejandro a quien Paula tiene que agradecer la preciosa sonrisa que luce en estos tiempos, y ahora el turno ha pasado a su hermano, que no muestra el menor signo de desconfianza. Decenas de personas caminan por la calle peatonal arriba y abajo, inmersas en la velocidad.

Después de la visita al dentista vamos a comprar a una gran superficie. Llevo en el bolsillo de mi abrigo una larga lista en la que hay, junto a un mando nuevo para la Play Station, una caja de leche, una botella de Jack Daniel's, embutido para los bocadillos, vino, lejía, kiwis, masa fresca para pizzas, mermelada, ensaladas, pimientos rojos y berenjenas para hacer escalivada, bombillas, tomates secos de Turquía, beicon, cebollas dulces, ajos, tomates cherry y, entre bastantes cosas más todavía, unas zapatillas de casa para Carlos que finalmente no encontraremos porque ninguna, ay, le gustaban ("parecen de chica").

Ya es de noche cuando regresamos a Binéfar, cansados y sin "las zapatillas de chico" que necesitaba mi hijo. Conduzco tranquilamente detrás de las luces traseras del vehículo que me precede. Treinta kilómetros me separan de nuestra casa y no tengo prisa.

miércoles, 5 de marzo de 2008

Montañas lejanas

Acabó la poda de las viñas y ahora los campos aparecen ligeros, limpios de broza, humanamente rectilíneos en estos días de un frío tan inesperado como la nieve caída por la noche en las montañas lejanas. A millones de kilómetros de distancia espacial, en la ladera de una colina de otro planeta, una avalancha de tierra y hielo levanta nubes de polvo bajo un cielo de color naranja. Quiero imaginar el ruido, el crujido de las partículas al moverse y caer en la atmósfera de dióxido de carbono. Ese ruido y ninguno más.

martes, 4 de marzo de 2008

Aniversario

Hoy hace un año que comencé a escribir este cuaderno, el tercero que redacto. Como no tengo whisky decido celebrarlo con un té verde a media tarde.

domingo, 2 de marzo de 2008

Treinta kilómetros

No he salido de casa en todo el fin de semana. En épocas tan perezosas me asalta cierta sensación de mala conciencia. Hoy, por ejemplo, ha hecho un domingo extraordinario, luminoso, radiante, un día perfecto para ir a dar un paseo por el campo; pero no me apetecía, no me apetecía lo más mínimo, me apetecía más levantarme tarde, no afeitarme, cocinar sin prisa, dormir la siesta, mirar una película, leer tranquilamente, disfrutar de las comodidades de nuestra azarosa fortuna... ¿Y la mala conciencia entonces? Qué peso de plomo el de una educación judeocristiana basada en el esfuerzo, en el sufrimiento, el pecado, el sacrificio, la lucha permanente contra nuestras debilidades. Nunca fui inmune a ella, y seguramente por eso esta tarde he recorrido treinta kilómetros ficticios sobre una bicicleta amarilla y estática. Ahora hace rato que hemos cenado. La noche, como cada día, ha convertido las ventanas en espejos.

miércoles, 27 de febrero de 2008

Fin y principio

Noche agitada, inquieta. En la acera conversa una patrulla de soldados armados. Arden algunas casas. Salgo a la terraza de atrás y, de pronto, contemplo con vista de pájaro el paseo Fernando el Católico de Zaragoza. Lo sobrevuelo con asombro omnisciente. Negros nubarrones navegan sobre mí. Se avecina una tormenta, el fin del mundo.

Suena el reloj despertador. Me ducho, me afeito, me visto, preparo los bocadillos, preparo mi café con leche, subo a la buhardilla, salgo a la terraza de atrás. El cielo es una pálida gasa de color azul sobre los tejados y las antenas de televisión. Las cigüeñas crotoran en el campanario de la iglesia de San Pedro. La mañana es fría en el principio del mundo.

viernes, 22 de febrero de 2008

Un accidente casual

La mujer caminaba delante de mí en el puente del Amparo sobre el río Vero, en Barbastro, cuando de repente ha resbalado y ha caído al suelo estrepitosamente, golpeándose la cabeza contra el suelo. Me he acercado corriendo y la he tomado de los hombros. Ella estaba confusa. ¿Qué me ha pasado?, preguntaba llevándose la mano al cuero cabelludo. Otro hombre que también se había acercado ha dicho: ha pisado una cagada de perro, señora, no hay derecho, habría que meter al dueño en la cárcel. Entonces me he dado cuenta de que bajo su cuerpo había un excremento canino totalmente aplastado, gran parte del cual había ido a pringar el lateral del pantalón de pana de la mujer. La hemos sentado en la escalera de entrada de una cercana entidad financiera. ¿Quiere que la acerquemos al ambulatorio?, le he preguntado. No, no, ha dicho, ya estoy mejor, sólo será un chichón... y esto, ha comentado con una mueca de asco mientras se señalaba el manchurrón de porquería en su ropa. La gente rodeaba la boñiga chafada y nos miraba fugazmente al pasar. ¿Está segura?, le he dicho. Sí, sí, gracias, ha contestado, me iré a casa. ¡Es una vergüenza!, decía mi compañero de socorro, ¡una verdadera vergüenza, habría que llamar a la policía! Sin hacerle caso he ayudado a la señora a ponerse en pie, le he dicho adiós, cuídese, y he seguido mi camino.

martes, 19 de febrero de 2008

¿Y ahora qué?

Lluvia ayer y hoy. Escasa en estos tiempos de sequía pero suficiente para empapar las recientes y tiernas flores de los almendros, suficiente para hacer charcos en los caminos. Debería comprar unas botas de agua, unas de esas altas botas de color verde que utilizan los ganaderos, así podría ir a pasear por el campo en días como estos, podría pisar los charcos de los caminos de la sierra. Creo que la última vez que tuve unas botas de agua era un niño pequeño. Por vulgar que resulte, si pienso en él siento un poco de melancolía. Esa es la verdad, no lo puedo evitar. Salgo a la terraza y constato que ha dejado de llover. Hay una tórtola turca en el pretil de ladrillo. Sus pequeños ojos de color vino me observan sin miedo. Digo hola y ella inclina la cabeza hacia la izquierda, como si preguntase ¿y ahora qué? Entro en casa. Ha empezado a oscurecer. Enciendo la luz. Me siento en esta mesa. Escribo estas palabras.

sábado, 16 de febrero de 2008

Una visita familiar

La luz del sol matutino alumbra sin sentimientos el paisaje de los Monegros. Los montes de arenisca modelados por el viento emiten un oxidado fulgor de bronce bajo el cielo pálido, y en las torres de alta tensión se reúnen hasta cuatro o cinco nidos de cigüeñas. Conduzco hacia Valfonda de Santa Ana, un diminuto pueblo de colonización en el interior de la comarca. Allí vive, en compañía de su mujer, el único tío carnal que le queda a M. Durante el trayecto, además de cigüeñas, vemos cuervos, bandadas de estorninos, rapaces de tamaño mediano, grupos de pájaros pequeños que a nuestro paso levantan el vuelo en los zarzales del arcén de la carretera.

Valfonda es una plaza de la que irradian cuatro calles. El tío de M. está esperándonos en el principio de la suya y nos saluda con el brazo. Su presencia nos impacta a todos porque se parece muchísimo al yayo Antonio, su hermano. Aparco, salimos del coche, saludamos al matrimonio, sonreímos y nos alegramos de vernos después de tanto tiempo. Tienen una perrita que viene a nuestro encuentro balanceando el rabo. Mientras C. se agacha para jugar con ella me doy cuenta de que P. está llorando. ¿Qué te pasa, cariño?, le digo. Es que es igual que el yayo, dice, y me acuerdo mucho de él. Bueno, es verdad, se parece mucho, le digo, pero si te ve llorar nos pondremos todos muy tristes, ¿has visto qué perra más bonita tienen? Entonces P. se va con C. a jugar con el animal y se le pasa un poco la pena.

Comemos sopa de cocido, ensalada y ternasco a la brasa, regado con vino tinto de Ribera del Duero. Con el café aparecen álbumes de fotografías en blanco y negro. En ellos hay abuelos, tíos, primos y también antepasados desconocidos y lejanos como extranjeros. En algunas imágenes está M. con ocho o nueve años, con doce. Siempre me conmueven profundamente las fotografías de mi mujer cuando era pequeña, en ellas observo su precioso rostro radiante de felicidad infantil y me doy cuenta de lo que me ha entregado, del maravilloso milagro que el amor significa en realidad.

A eso de las cinco de la tarde nos vamos. Prometemos llamarles por teléfono cuando lleguemos a casa. Conduzco junto a la vía del tren, conduzco junto al canal de hormigón por donde no baja ni una gota de agua. Los cuervos se calientan en los tejados de las pocas casas de adobe que salpican aquí y allá este paisaje que tanto me gusta. No hay una sola nube en el cielo casi blanco. Algo en mi interior me dice que todo está bien. Disfruta de todo esto, dice, y lo hago.

viernes, 15 de febrero de 2008

La oración de los pájaros

Por la mañana, junto a la carretera, los pajarillos saludan la aparición del sol agrupados en las ramas más altas de los árboles. Cantan: “Oh, disco de luz, calienta nuestros pequeños y acelerados corazones”.

jueves, 14 de febrero de 2008

San Valentín

Cada mañana hace los bocadillos del almuerzo de sus hijos y su mujer. Le gusta hacerlos y pone en ello mucho cariño, untándolos a conciencia con tomates de colgar y un chorreón de aceite de oliva virgen. Los prepara de choped de lata, de secallona, de tortilla de espinacas si sobró el día anterior -que siempre sobra-, de jamón serrano, de salchichón, de mortadela, de muchas cosas. Pero el bocadillo número uno es el de parmesano: corta escamas de queso y las coloca sobre el pan con tomate, después añade un poco de aceite y a continuación espolvorea orégano antes de cerrarlo.

Hace unos cuantos meses él estaba trabajando cuando su teléfono móvil emitió el escandaloso sonido que anuncia la llegada de un mensaje. Una vez la persona a la que estaba atendiendo se hubo marchado leyó lo que su mujer le había enviado. Decía así: "He tocado el cielo con el bocadillo de parmesano. Te quiero".

miércoles, 13 de febrero de 2008

Un cuento esquimal

1.

En septiembre de 1851 la nave Investigator, comandada por el capitán Robert McClure, quedó bloqueada por el hielo en la bahía que él mismo bautizó con el nombre de la Misericordia Divina, en la isla de Banks, en el círculo polar ártico. Allí pasó el invierno con su tripulación. El verano siguiente los hielos no abandonaron la zona y se vieron obligados a soportar un invierno más en terribles circunstancias. Afortunadamente en primavera de 1853 fueron hallados por una expedición de rescate enviada por su nave gemela, el Resolute, que había pasado el invierno en la isla de Melville. Ambos barcos formaban parte de la fuerza expedicionaria británica que había partido en busca de la desaparecida expedición Franklin. Fue muy duro para McClure abandonar el Investigator, un navío de 450 toneladas cubierto de planchas de cobre, pero finalmente los hombres y sus rescatadores se fueron de allí dejando atrás el buque atrapado en el hielo.


2.

Nadie sabe quién fue el primer kanghiryuakmiut que avistó aquella enorme sombra entre la niebla, lo más probable es que se tratase de un cazador especialmente osado, pues nunca la gente de su tribu había llegado tan lejos en el norte. Para aquel hombre la aparición del Investigator entre los bloques de hielo tuvo que ser todo un acontecimiento, tal vez terrorífico. Nunca antes había visto obra alguna de hombres blancos, ni siquiera conocía de su existencia, suceso que acontecería en 1906 al contactar con balleneros norteamericanos, así que aquella gran nave cubierta de metal debió de ser para el cazador inuit una experiencia semejante a la que sería hoy para nosotros encontrar un flamante vehículo espacial cargado de tesoros misteriosos.

Los kanghiryuakmiut y kanghiryuachiakmiut, que vivían en la isla Victoria, comenzaron a organizar excursiones anuales hasta la bahía de la Misericordia. Viajaban con poca carga en sus trineos para reservar espacio y acarrear la mayor cantidad posible de materiales del Investigator. Era un largo viaje durante el cual se alimentaban de las presas que cazaban en el camino: caribúes y bueyes almizcleros al principio, en el valle del río Thomsen, donde los arqueólogos estudian hoy los restos de los campamentos de aquellas expediciones, y ánsares, peces y focas más al norte. El destino merecía la pena: bandas de hierro, maderas blandas, lonas de vela, tejidos diversos, planchas de cobre, cabos de cáñamo, lana, utensilios metálicos, clavos, herramientas, cuero… la enigmática ballena de madera y metal parecía inagotable.

Los esquimales recorrieron aquella ruta hasta 1890, fecha en la que el buque debió de hundirse en la bahía o acaso se alejó a la deriva. Nunca fue encontrado.

martes, 12 de febrero de 2008

En el ambulatorio

La inmensa mayoría de personas que vienen al ambulatorio tienen más de sesenta y muchos años y miden menos de un metro sesenta de estatura. Las señoras llevan el pelo cardado como nubes de azúcar; los hombres visten todos, sin excepción, pantalones de tergal con la raya de la plancha bien recta y marcada. Ellos, de rostro curtido y moreno, perfectamente podrían ser italianos, o turcos, o portugueses, o griegos; entre las pequeñas mujeres, sin embargo, abundan los ojos claros y la piel pálida.

Miro con disimulo a la gente para entretenerme, para que corran mejor los minutos que quedan hasta que me haga pasar el doctor. Siempre hay retraso sobre la cita previa, media hora como mínimo, pero no me fío de llegar tarde y cada vez que vengo me toca esperar un buen rato. Claro que en esta ocasión espero no regresar por aquí en mucho tiempo: hoy vengo a por el alta médica. Cuando vine en lo peor de la gripe, hace una semana, también tuve que esperar mucho tiempo. Recuerdo que sudaba a mares, se me iba un poco la cabeza y tenía la sensación de que todos los que me rodeaban se encontraban maravillosamente bien de salud. A pesar de mi lamentable aspecto nadie me dijo que pasase delante, probablemente ni se fijaron en mí. No todo el mundo tiene la costumbre de observar a los demás.

Del consultorio sale un matrimonio de ancianos, ella con su cabello rubio flotando alrededor de la cabeza y él con el rostro cobrizo surcado de arrugas, a continuación se asoma el médico, dice mi nombre y primer apellido, y vuelve a desaparecer.

sábado, 9 de febrero de 2008

Una victoria

Poco a poco regresa de la fiebre
y las noches en vela,
más delgado y más pálido.

Algo que es él y al mismo tiempo
es más antiguo que él
triunfa en el caudal de su sangre.

lunes, 4 de febrero de 2008

Los primeros brotes

En los campos de cebada han comenzado a asomar los primeros brotes verdes. Desde lejos parecen suaves alfombras de tacto blando y delicado, mas si uno se acerca se da cuenta de que las yemas están separadas entre sí por tormos de tierra roja y piedras pequeñas.

domingo, 3 de febrero de 2008

Días de radio

Durante una temporada, en dos mil dos o tal vez en dos mil tres, tuve un programa semanal en Radio Barbastro. Era la época en la que había obtenido un premio literario, había publicado un libro de poemas y era miembro del jurado de aquel mismo concurso. El programa duraba aproximadamente media hora y versaba sobre poesía y literatura. Yo escribía el guión, seleccionaba los textos, buscaba la música y leía y recitaba en el micrófono. Excepto por la presencia de la chica que se ocupaba de la mesa de control yo me lo guisaba y yo me lo comía. Era una tarea que requería trabajo, siempre he sido muy meticuloso y obsesivo para estas cosas y quería hacer un programa con un mínimo nivel de exigencia y de calidad. Eso sí, no cobraba: lo hacía absolutamente gratis, por amor al arte, como suele decirse. Hasta que me cansé y decidí que la emisora debía pagar algo, siquiera fuese simbólico, por el esfuerzo. Me reuní con el director y no hubo manera, me dijo que no pagaba a ninguno de sus colaboradores y que no podía hacer una excepción conmigo -aunque él ganaba dinero en forma de publicidad con el trabajo de esos colaboradores. Claro que, por supuesto, no se trataba de dinero, sólo de reconocimiento: cien u ochenta euros al mes hubiesen bastado, incluso menos, qué se yo; no se trataba de dinero sino de romper la puta costumbre de que la poesía siempre salga gratis ¡y suerte que tienes! A pesar de lo mucho que me gustaba hacerlo, abandoné la radio. Ah, por cierto, el programa llevaba como título LAS CINCO ESTACIONES.

viernes, 1 de febrero de 2008

Sin título

Me he tendido en la cama y he dormido una siesta de casi dos horas, a pesar de que ayer me acosté temprano. Persisten los mareos y me duelen las muñecas y las piernas. Tal vez lo que sucede en realidad es que las nuevas gafas han coincidido con otra cosa.

Tarde fría, de lluvia. En días así el pueblo parece un lugar triste para vivir, y el espíritu se siente tentado a dejarse llevar mansamente por la corriente de la aflicción. El único modo de escapar es dejar de escribir y leer un poco, tomar un café, mirar una película.

miércoles, 30 de enero de 2008

Ojo de pez

La presbicia ha hecho aparición en mi existencia, y con ella unos cristales progresivos que me hacen vivir en un estado permanente de psicodelia. Como las gafas son las mismas que utilizaba antes, aparentemente todo sigue igual, pero la realidad es que deambulo por los sitios como si estuviese drogado, la visión distorsionada. Los ópticos hablan de inevitables aberraciones de las lentes, e insisten en que con el tiempo los ojos y el cerebro acaban acostumbrándose y buscan automáticamente, de modo inconsciente, las zonas precisas del cristal. A mí, después de cuatro días de dolor de cabeza y visión de ojo de pez, me cuesta creerlo.

lunes, 28 de enero de 2008

Una escena doméstica

Vienes a la cama y te tumbas detrás de mí,
el pecho contra mi espalda,
las ingles contra mi culo.
Luego pones la mano en mi paquete
y empiezas a tocarme,
me das la vuelta,
te sientas encima,
flexiono las piernas para apoyarme mejor,
me pongo a tu servicio.
En pocos minutos ya has llegado,
me dices al oído: “¿Vamos a por ti?”.
Yo digo: “Sí”. Oh, rápido placer
del amor conocido, del húmedo
amor sin ceremonias. Y ahora

sé lo que pasará: te sentirás
inquieta y nerviosa,
te levantarás y después de ducharte
encenderás la radio en la cocina,
te servirás un café con leche,
te pondrás en movimiento.
Sé lo que pasará ahora:
cuando te hayas marchado
volveré a girarme en la cama y,
empapado del olor de tu cuerpo,
dormiré como un tronco,
ajeno al amanecer y su lenta
reconstrucción del mundo.

sábado, 26 de enero de 2008

Una mota de polvo

Después del ensayo

Cuando voy a pagar me siento un poco culpable al ver a las camareras del Chanti apoyadas en la barra con gesto cansado y aburrido, esperando. Les pido disculpas por cerrar el bar un viernes más y ellas, que ya nos conocen después de tantos años, me sonríen y me dicen que no pasa nada. Claro, qué van a decir.

Antes de ese instante hemos estado charlando sobre esto y sobre lo otro, sobre la necesidad o no de los viajes de estudios en los institutos, sobre nuestra dependencia actual de la tecnología, sobre si el oído musical es algo con lo que se nace o se puede aprender, sobre la dificultad del repertorio que estamos preparando.

Y antes estábamos cantando en el local de ensayo: todos juntos, por cuerdas, ahora sólo mujeres, ahora hombres, ahora tenores y contraltos, ahora bajos y tenores, ahora sopranos y contraltos repitiendo los nuevos pentagramas una y otra vez hasta aprenderlos y hacerlos nuestros.

Y antes me ponía la chaqueta y el abrigo delante de la puerta de mi casa, me despedía de mi familia, bajaba las escaleras de dos en dos, salía a la calle con las carpetas debajo del brazo y me dirigía a cantar, a cantar.

viernes, 25 de enero de 2008

Paisaje

Entra un hombrecillo pequeño, de no más de metro y medio de estatura, y se acerca titubeante a mi mesa. Habla de un modo tan extraño que apenas logro comprender lo que quiere decir: algo referente a la injusticia social y la tuberculosis. Sobre su rostro arrugado tiemblan ligeramente unos rizos engominados.

Llega una señora elegante que camina apoyándose en un bastón. Tiene sesenta y cinco años y es de una belleza imposible de ignorar. Tras la consulta se aleja dejando tras de sí un tenue aroma a perfume bueno.

Se acerca un hombretón de casi metro noventa, jersey de lana y pantalón de tergal un poco corto. Habla gritando y cuando le pido por favor que baje un poco la voz me dice que le disculpe, que no se da cuenta de que habla fuerte porque lleva viviendo toda la vida con su madre sorda, que murió hace pocos días. Me cuenta que mientras sus hermanos se casaban y se iban a Barcelona y Zaragoza él se quedó en el pueblo a cargo de la madre, las tierras y el ganado. El cuello de su camisa de franela está tan rozado que ha perdido el color.

Entra una joven negra con tres niños pequeños. Es muy guapa, viste ropa de dibujos brillantes y huele a mantequilla de canela. Mientras hablamos no puedo evitar fijarme disimuladamente en sus dedos largos y estilizados, a pesar de que sus hijos no me quitan los blanquísimos ojos de encima.

Viene un hombre que padece obesidad mórbida. Se sienta jadeando en la silla y me mira con ojos sufrientes y diminutos. Vive de subsidios sociales y está enfermo del corazón. En una pulcra carpeta azul de cartón trae su historial médico, compuesto por unas setenta o noventa páginas, que procede a mostrarme.

Se acercan dos adolescentes de larga melena, rostros resplandecientes y mirada atolondrada. Vienen porque van a presentar sus datos en la oferta de trabajo del próximo supermercado Mercadona que van a abrir en Barbastro. Ríen y hacen comentarios mientras les facilito sus números de la Seguridad Social. La frescura que inconscientemente transmiten hace que el aire continúe vibrando incluso cuando se han ido.

martes, 22 de enero de 2008

Resignación

La casa se cae a trozos, el agua desciende a raudales por las paredes y en el suelo de algunas habitaciones hay agujeros a través de los cuales puede verse la planta inferior. Ignoro por qué vivimos en un lugar así, pero flota en el aire una resignación antigua, doméstica, sufrida durante generaciones. El sentimiento de infortunio es tan intenso que me ahogo, estoy a punto de asfixiarme cuando, salvándome, suena el despertador y el sueño se disuelve y desaparece.

lunes, 21 de enero de 2008

Bienvenidas

1.

El sábado fui a visitar a mi mejor amigo. En Binéfar había mucha niebla y el termómetro del coche señalaba cuatro grados, pero en Gerona marcaba dieciocho y un sol radiante brillaba en el cielo cuando C. vino a buscarme en su moto a la salida de la autopista.

Después de comer estuvimos paseando por el Call, el viejo barrio judío. Al contrario que la periferia, que ha crecido desmesuradamente, la ciudad medieval estaba igual que aquellos lejanos y lluviosos días de diciembre en los que la recorrí por primera vez, recién llegado y solo.

Tras tomar un café en un bar junto a las escaleras de la catedral nos fuimos a la preciosa casa que F., la amiga de C., tiene en Canet d'Adri, el lugar donde íbamos a preparar una cena para dieciocho personas.

2.

A pesar de que nos habíamos acostado pasadas las cuatro de la madrugada no pude evitar despertarme a las ocho y media de la mañana del domingo. Una luz clara y verdosa entraba a raudales a través del cristal, iluminando el suelo de la habitación.

Antes de mi partida fuimos los tres a caminar un rato por un bosque cercano. El olor de los robles, la hierba y los helechos me hizo casi tan feliz como la compañía. A la vuelta nos despedimos en la calle, subí al coche y regresé a la autopista.

Persistía la niebla cuando entré en Binéfar, pero al abrir la puerta de mi casa el frío y la humedad de la calle quedaron inmediatamente atrás. Aunque sólo había estado fuera una noche el calor de la bienvenida fue el mismo que si hubiese faltado durante mucho tiempo.